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—Hay una faceta en la vida de tu marido que no tengo muy clara. Por lo que me han contado era un tipo elegante, educado, distinguido, con un viejo coche clásico que cuidaba hasta en el último detalle y más aspecto de señorito andaluz de tendencias fascistas que de macarra callejero de los de navaja al cinto. ¿En qué quedamos? ¿Cómo era en realidad?

—De las dos formas. Siempre aseguraba que de joven iba para rejoneador, pero que no tuvo ni los caballos ni los cojones que se necesitan para ello, y por lo tanto llegó un momento en que se vio en la obligación de elegir entre trabajar en un banco o robarlo.

—Y eligió robarlo...

—A las pruebas me remito. Roque tenía una doble personalidad muy acusada. Debo admitir que como padre era un encanto, y como amante y marido habría sido el mejor del mundo en el caso de que le hubiera gustado dar un palo al agua... Aunque tan solo fuera un palo pequeñito.

—¿Le echas de menos?

—¡Tan solo como padre! Me doy cuenta de que las niñas le necesitan y eso me entristece, pero a nivel personal me siento liberada porque fueron demasiados años de intentar abrirme camino en la vida con una insoportable carga sobre los hombros.

Al concluir la frase se deslizó de la butaca reptando muy despacio por la alfombra hasta llegar a colocarse justo frente a mí, extender las manos y comenzar a desabrocharme la camisa.

No puedo negar que me quedé de piedra, perplejo e incapaz de reaccionar mientras observaba cómo me guiñaba un ojo al tiempo que sonreía como una niña traviesa, hasta el punto de que su rostro pareció transformarse como por encanto.

—¿Qué vas a hacer...? —balbucí estúpidamente, ya que me estaba bajando la cremallera del pantalón, con lo que sus intenciones resultaban más que evidentes.

—Algo que no he hecho en meses y me encanta... —murmuró antes de no poder decir nada más durante un largo rato.

Y lo que más me sorprendió fue que a los pocos instantes y a medida que su cabeza subía y bajaba rítmicamente comenzó a gemir y a estremecerse hasta el punto de que no me cupo la menor duda de que estaba disfrutando de una larga serie de fastuosos orgasmos.

¡Nunca me había ocurrido nada parecido!

Durante mis muchos años de matrimonio e incluso a lo largo de algunas esporádicas relaciones que he mantenido posteriormente me han efectuado bastantes, y no puedo negar que muy satisfactorias, felaciones, pero que yo recuerde jamás se había dado el caso de que la parte «activa» pareciera estar disfrutando del acto cien veces más que la «pasiva». ¡Qué maravilla!

La boca y la lengua de Erika resultaban francamente increíbles y tenía una especial habilidad a la hora de saber llevarme hasta los límites del éxtasis para frenarme luego con el fin de volver a la carga al poco tiempo, como si su verdadero interés estribara en intentar permanecer de rodillas ante mí durante casi una hora.

Cuando al fin su denodada labor de contención no dio sus frutos y se me escapó parte de la vida hacia lo más profundo de su garganta, se estremeció de los pies a la cabeza en lo que se me antojó una brutal descarga eléctrica.

Se derrumbó como un saco, al tiempo que dejaba escapar un hondo resoplido con el que pretendía demostrar la intensidad de su satisfacción.

Por último se pasó la lengua por los labios para exclamar sonriente:

—¡Qué rico!

Mi relación con Alicia...

Mi relación con Alicia era intensa, dulce y muy satisfactoria si se dejaba a un lado el ya casi olvidado y frustrante tema del contacto físico.

Por el contrario, mi relación con Erika se basaba en un intensísimo cursillo de nuevas experiencias sexuales que nunca imaginé que pudieran llegar a ser tan brutalmente apasionadas y gratificantes. Era un prodigio en la cama. Y en la alfombra, en el sofá, encima de la mesa y supongo que en un trapecio si hubiéramos dispuesto de un trapecio al que trepar.

Llegó un momento en el que en cuanto abría la boca lo único que deseaba era llenársela con parte de mí, por lo que al fin la convencí para que telefoneara a su trabajo solicitando un permiso especial de cuatro días que dedicamos casi en exclusiva a practicar a fondo todo aquello que yo no había sabido practicar con efectividad a lo largo de más de cincuenta años.

Ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de que tuviera que agradecerle algo a un individuo de la detestable talla moral del difunto Roque Centeno, pero reconozco que en ciertos momentos lo hice, convencido como estaba de que había sido él quien había convertido a una inocente muchacha alemana en la experimentada mujer que se empecinaba en «violarme» de mil formas distintas tres veces diarias.

¡Rediós! Ni siquiera yo tuve jamás tan buen concepto de mí mismo y de mi capacidad de responder positivamente a semejante tipo de exigentes demandas. Y no era mérito mío, no; era pura y exclusivamente mérito de Erika, que sabía en todo momento qué era lo que tenía que hacer para excitarme. Con más mujeres como ella el mundo sería mucho menos violento y bastante mejor porque a los hombres les quedaría mucho menos tiempo para dedicarse a masacrar a sus vecinos.

Cuando al fin decidí regresar a la cueva en que había encerrado a Bernardo Gil del Rey, me lo encontré sediento, hambriento y terriblemente sucio ya que se había visto en la obligación de hacer sus necesidades junto al camastro, razón por la que además la cerrada y claustrofóbica estancia apestaba a demonios.

—¡Agua! —fue lo primero que suplicó con auténtica desesperación.

Le entregué un cazo que bebió con ansia hasta que no quedó una sola gota, y cuando comprendió que de momento no iba a proporcionarle más comentó roncamente:

—Lo que está haciendo conmigo es inhumano.

—Lo sé.

—¿Y no le avergüenza?

—Me avergonzaría si estuviera tratando con un ser humano... —repliqué con absoluta naturalidad al tiempo que arrojaba un viejo trozo de manta sobre sus malolientes excrementos—. Pero estoy tratando con la Bestia Perfecta, y una bestia, sobre todo si es perfecta, no merece que se la trate con humanidad.

—¿Aún sigue empeñado en acusarme con semejante tontería?

—Y seguiré hasta que lo admitas —le advertí en un tono lo suficientemente firme para que no le cupiera la menor duda de que nada me haría cambiar de idea—. La decisión es tuya.

—¡Nunca! —exclamó fuera de sí—. Escúcheme bien: ¡nunca lo admitiré!

—En ese caso nunca recibirás un trato ni tan siquiera ligeramente humano... —repliqué al tiempo que hice un gesto hacia el banco de piedra—: Jimena y Andrea continuarán ahí sentadas, a la espera de que te imponga tu castigo, y mientras no se marchen te haré sufrir aunque tan solo sea la centésima parte de lo que les hiciste sufrir a ellas.

—Cada día está más loco.

—Te equivocas; cada día estoy más cuerdo y más seguro de qué es lo que tengo que hacer, porque estoy convencido de que pocos seres humanos han llegado a ser tan malvados, retorcidos, ladinos, desalmados, cobardes, miserables y arrogantes a lo largo de la historia. Y cuanto más te empeñes en continuar intentando engañarme, menos compasión demostraré.

—¿Y quién le ha investido de la autoridad necesaria como para ser mi juez y mi verdugo?

Hice un gesto con la mano hacia el banco al replicar:

—Ellas.

—¿Dos niñas muertas...?

Asentí con la cabeza:

—Dos niñas violadas, torturadas y asesinadas a las que pretendías ver cómo se les escapaba el alma por la boca, y para las que la ley de los vivos no significa nada. Al parecer los muertos tienen su propio código de conducta y es ese código y no otro el que quieren que se aplique en este caso.