—Pero usted no está muerto.
—¡Desde luego! Pero por alguna razón que desconozco me eligieron como su brazo ejecutor y acepté el cargo.
Había abandonado las gafas bajo la cama, consciente sin duda de que en aquel lugar no le servían de nada, por lo que se frotó los ojos con fuerza como si confiara en que, al abrirlos, yo hubiera desaparecido.
—¡Por todos los santos! —murmuró al poco con voz ronca—. Este es el diálogo más inverosímil que nadie puede haber mantenido jamás... Un chiflado intenta convencerme de que ha sido elegido por los muertos como brazo ejecutor de su venganza! ¡Vivir para ver!
—Cuando se ha vivido lo suficiente como para ver que alguien asesina a una niña, cuelga las fotos del momento de su violación y muerte en la red, y además añade unos versos aberrantes, se puede esperar cualquier cosa; incluso que alguien considere que tiene derecho de tomarse la justicia por su mano.
—¿Sin más pruebas que las visiones de un alucinado?
—Te olvidas de los documentos que dejó Roque Centeno.
Me observó con extraña fijeza y con los ojos enrojecidos por el cansancio, el sueño y el hecho de habérselos frotado en exceso, pero se advertía que en lo más profundo de esa mirada se distinguía un rastro de temor.
—¿A qué clase de documentos se refiere? —quiso saber en un tono que había perdido parte de su agresividad—. ¿Qué es lo que demuestran? Hasta que no los vea no creeré en ellos.
—Si no demuestran nada no comprendo por qué razón tienes tanto interés en verlos. ¿Acaso te preocupan?
—Mientras no sepa lo que dicen no podré refutarlos.
—Tienes razón. Pero si en verdad fueras inocente no te inquietarían en lo mas mínimo. Yo nunca conocí a Roque Centeno y por lo tanto cuanto pudiera haber escrito sobre mí me tendría sin cuidado.
—Lo vería de otro modo si le estuvieran amenazando con ello y no tuviera ni idea de qué clase de calumnias puede haberse inventado.
—Nadie teme a una amenaza que sabe que no puede hacerle daño, sobre todo si proviene de alguien a quien insiste que nunca ha conocido.
No dijo nada; se limitó a ponerse en pie y orinar sin el menor recato contra la pared y tan solo cuando hubo concluido inquirió sin volverse:
—¿A qué juega? Tengo la suficiente experiencia en estos temas para comprender que intenta obligarme a perder los nervios y acabar por admitir cualquier cosa. Pero aunque lo hiciera, esa supuesta confesión no tendría el menor valor dado que la habría obtenido bajo coacción.
—¡Pídele que se baje los pantalones y te muestre las piernas! —intervino de pronto Andrea como si acabara de tener una idea.
—¿Para qué?
—Para que veas que tiene una cicatriz en la ingle izquierda. Es larga, profunda y muy recta.
—¿Estás segura?
—Completamente. Era lo que veía más cerca cuando me obligaba a meterme «su cosa» en la boca.
—¿Te obligaba a metértela en la boca? —me horroricé, incapaz de creer que alguien hubiera sido capaz de hacer algo así a una niña.
—A todas horas.
—¡Dios mío! ¿Cómo se puede ser tan degenerado y tan cerdo?
—¿Con quién habla ahora? —quiso saber en tono de profundo hastío Bernardo Gil del Rey.
—Con Andrea. Asegura que tienes una larga cicatriz en la ingle. Me gustaría que te bajases los pantalones.
—¡Váyase a la mierda!
—Ya estoy en ella ya que eres la mayor de las mierdas que nunca hayan podido existir y el solo hecho de verte me revuelve las tripas. ¡Haz lo que digo o te pasarás dos días sin beber.
Dudó, pero al fin obedeció al tiempo que comentaba:
—Tengo una cicatriz... Una vaquilla me propinó una cornada durante una tienta hace ya muchos años. ¿Qué cojones demuestra eso?
—Que Andrea lo sabe, y en buena lógica no tendría que saberlo si no la hubiera visto.
—Ella no, pero usted sí podría saberlo dado que consta en mi ficha médica, y no creo que le haya resultado demasiado difícil acceder a ella.
—¿Y acaso crees que iba a molestarme en buscar tu ficha médica y acusarte con una prueba tan circunstancial cuando te tengo en mi poder y puedo hacer contigo cuanto me venga en gana? —le espeté un tanto cansado de que continuara tratando de salirse por la tangente en un desesperado intento por no admitir su culpabilidad—. ¡Acepta la realidad y todo resultará mucho más fácil! No estamos en un juicio, no necesito más pruebas pese a que ahora puedo ver la cicatriz a que se refiere Andrea, no existen más testigos de cargo que dos pobres difuntas y nadie acudirá nunca en tu ayuda.
—¿Como en Guantánamo? —ironizó con una mueca que pretendía ser una burlona sonrisa—: La ley del más fuerte.
—El más fuerte es siempre aquel que sabe saltarse las leyes en un momento dado —señalé—. Lo hiciste durante muchos años, entre otras cosas porque eras uno de los que dictaban esas leyes, pero ahora te ha tocado perder y deberías aceptarlo.
—Insisto en que me niego a aceptarlo.
Le dejé una vez más allí encerrado, sin agua y sin comida, y ni en aquel momento ni nunca experimenté la menor compasión ni el más ligero atisbo de remordimientos o culpabilidad porque, tal como había asegurado, lo consideraba una bestia que no merecía que se le tratara como a un ser humano.
Supongo que para entender mi forma de actuar, que a muchos se les antojará en exceso cruel, no basta con leer lo que he escrito; es necesario haber visto las fotos de dos niñas en el momento de ser asesinadas ante las cámaras y descubrir casi cada día en el fondo de los ojos de la madre de una de ellas la inmensidad del dolor que la devora.
La magnitud, el horror y la maldad de los crímenes de Bernardo Gil del Rey no tenían a mi modo de ver justificación alguna, y por lo tanto no necesitaba justificarme a mí mismo a la hora de hacerle pagar por ellos.
No me hubiera disgustado desollarle vivo dejando su carne al descubierto como pasto de las moscas, o asarlo a fuego lento de tal modo que su agonía durara todo un año, pues era tanto el odio y el desprecio que sentía que a mí mismo me ofendía y me hacía daño.
Juro que le hubiera arrancado los ojos si me constara que con ello devolvía la vida a sus víctimas o tan solo aliviaba un poco el dolor de sus madres, por lo que admito que me sorprendió descubrir hasta qué punto la fiera que sin duda llevamos dentro pugnaba durante aquellos días por surgir de lo más profundo de mi ser y devorarme.
«Pero cualquier castigo que me impongan en vida se verá compensado por tan dulces recuerdos.»
Aquella repugnante frase me volvía una y otra vez a la mente como una de esas pegadizas canciones que en ocasiones se repiten obsesivamente en nuestro interior, y reconozco que me había propuesto que aquel cerdo acabara por tragarse sus hediondas palabras.
Por ello, cuando descendí de nuevo a la cueva llevaba un bote de pintura roja y una brocha con las que me apliqué a escribir con grandes letras en uno de los muros:
«Pero cualquier castigo que me impongan en vida se verá compensado por tan dulces recuerdos.»
—¿Por qué demonios hace eso? —quiso saber.
—Porque quiero que esto, y tu propia mierda, sea lo único que veas de ahora en adelante.
—¿Y qué piensa conseguir con semejante estupidez?
—Que acabes por arrepentirte de haber escrito algo tan indecente en unos momentos en los que te sentías intocable y dueño del mundo.
—Ahora eres tú quien se considera intocable y dueño del mundo... —replicó tuteándome por primera vez—. Y de lo que puedes estar seguro es de que algún día escribirán esa misma frase en tu celda.
—No serás tú... —puntualicé—. Y puedes tener la absoluta seguridad de que no estarás allí para verlo.
Tardó en hablar y cuando al fin lo hizo fue con lo que se me antojó una amarga sentencia: