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—Cuando odiamos con demasiada intensidad corremos el peligro de convertirnos en aquello que odiamos.

—Reza para que no me ocurra, porque de ser así las vas a pasar más putas aún de lo que lo estás pasando.

Volví a la casa, me di un largo baño con la intención de borrar de mi piel, y supongo que de mi mente, el hedor de la cueva y su ocupante, y me metí en la cama con Erika, que a los pocos instantes supo trasladarme a un mundo diferente.

Poco después cenamos en la terraza bajo una inmensa luna que sacaba mil destellos a las hojas de unos árboles húmedos aún por un corto pero violento chaparrón de media tarde. Mientras tomábamos café me comentó que al día siguiente tenía que marcharse y cuando le pregunté si pensaba regresar a su casa visto que ya no tenía que esconderse en un pueblo perdido por miedo a la Bestia Perfecta señaló segura de sí misma:

—Prefiero no hacerlo. Las niñas se sienten felices en el campo, tienen un colegio encantador al que llegan dando un corto paseo por un precioso bosque, han hecho amigos, y se sienten mucho mejor allí que en una casa de la que las tres guardamos muy amargos recuerdos.

—¿Y tú cómo te sientes?

—En paz conmigo misma por primera vez en quince años.

»Roque ha muerto y quiero que haya muerto en todos los aspectos. Venderé la casa con todo lo que hay dentro porque no me apetece llevarme nada que me devuelva al pasado y será como si acabara de nacer y no tuviera recuerdos.

—¿Y qué piensas hacer con tu memoria?

—Arrojarla por el retrete y tirar varias veces de la cadena —señaló sonriente—. Al fin y al cabo la mayor parte de lo que guardo en ella es mierda.

Medité en sus palabras mientras saboreaba una segunda taza del excelente café que sabía preparar, el mejor que hubiera tomado nunca, y por último no pude por menos que preguntarle:

—¿Y qué hay de lo nuestro?

Dejó escapar una corta y divertida carcajada.

—«Lo nuestro» no es más que pura cama, querido —dijo mostrando abiertamente sus blancos y perfectos dientes—. Y camas existen en muchos lugares; tú tienes una, yo tengo otra, y a mitad de camino entre tu casa y la mía seguro que encontraremos cientos. Libro los domingos por la noche y los lunes. ¡Así que tú mismo...!

—Conozco un hotel en Aranjuez, justo frente al palacio, que tiene unas camas enormes.

—Las probaremos todas.

Así quedamos, y cuando hubimos probado todas las del hotel de Aranjuez, probamos las del parador de Almagro, y las de docenas de lugares más en los que solíamos encerrarnos desde la media tarde del domingo hasta la mañana del martes.

De vez en cuando continuaba saliendo a cenar o al cine con Alicia.

No engañaba a ninguna, y ninguna se sentía engañada porque eran dos seres completamente diferentes y nada tenía que ver lo que sentía por una con lo que sentía por la otra.

La resistencia de Bernardo Gil del Rey duró casi dos meses, bastante más de lo que tardaron los medios de comunicación en olvidarle, porque cuando resultó evidente que ningún grupo terrorista se atribuía el secuestro ni nadie exigía un rescate económico, la mayoría de los periodistas parecieron llegar a la conclusión de que había caído víctima de su peligroso trabajo.

Nuevas y candentes noticias de última hora reclamaban su atención cada día, y como era cosa sabida que había muchos personajes influyentes entre los pederastas, personajes a los que no les apetecía en absoluto la idea de que cualquier día Bernardo Gil del Rey los metiera en la cárcel, debieron llegar a la conclusión de que su desaparición pasaba a ser un asunto meramente policial.

Mientras tanto, el Bernardo Gil del Rey que ahora se mostraba dispuesto a hablar sin tapujos sobre sí mismo, siempre que no hubiera un micrófono cerca, poco o nada tenía que ver con el altivo juez que se despertó encadenado a los barrotes de un camastro en el corazón de una profunda cueva.

Había perdido casi diez kilos, una sucia barba le cubría el rostro hasta los pómulos, y el antaño cuidado cabello engominado recordaba en aquellos momentos una enmarañada mata de estropajo en la que sospecho que empezaban a anidar los piojos. Olía a demonios, aunque a decir verdad su propio hedor quedaba amortiguado por la pestilencia de una cueva que ya era en realidad una cloaca, y sus únicas exigencias a la hora de comenzar a hablar fueron un cubo y una pala con el fin de poder sacar de allí una pequeña parte de tan hedionda inmundicia.

Acepté el trato, más por mi propio bienestar que por el suyo.

Desde el mismo día en que le encerré en la cueva, y como simple medida de precaución, había despedido a la mujer que solía acudir tres veces por semana a limpiar la casa, por lo que, a decir verdad y excepto por la inestimable ayuda que me había prestado Erika en los últimos tiempos, la higiene no constituía en aquellos momentos uno de los pilares fundamentales de mi hogar.

Cuando hube acabado de abonar los rosales con los excrementos de la Bestia Perfecta, me duché largamente, descendí de nuevo a la cueva y me senté a escuchar lo que tenía que decir.

—Todo empezó en la finca de caza de la familia de mi esposa, allá en los Montes de Toledo, a la que solíamos acudir todos los veranos y muchos fines de semana. Mi difunto suegro había montado un enorme telescopio en la buhardilla con el fin de controlar el movimiento de ciervos y jabalíes, por lo que en ocasiones me entretenía observando el paisaje o incluso las estrellas, cosa que siempre me ha parecido apasionante... Una tarde que hacía tanto calor que no podía dormir la siesta, subí a leer a la buhardilla que, por tener el techo de madera, era la única parte de la casa que disponía de aire acondicionado... En un momento dado me cansé de leer y me entretuve mirando por el telescopio a la búsqueda de ciervos o jabalíes y fue entonces cuando la descubrí bañándose desnuda en una de esas pequeñas piscinas de plástico...

—¿A quién descubrió?

—A la hija de los guardeses, cuya casa se encontraba a casi trescientos metros de distancia, a pesar de lo cual la gran calidad del telescopio me permitía contemplarla en primer plano como si se encontrara dentro de la mismísima buhardilla.

—¿Qué edad tenía?

—Unos nueve años, más o menos... Era muy rubia, con inmensos ojos de un azul añil intenso, y cuando los alzaba era como si me estuviera mirando directamente a un metro de distancia. Sus padres eran polacos; él un hombretón enorme, y ella una menuda y pecosa pelirroja de enormes pechos que se pasaba el día lavando y tendiendo ropa sin dejar de vigilar a la niña, de la que jamás se apartaba ni cien metros. Y hacía bien porque aquella increíble criatura era como un ángel caído del cielo.

De nuevo se sumió en sus recuerdos y consideré que en esta ocasión era preferible esperar a que emergiera de ellos por si solo, porque resultaba evidente que aquella constituía la parte de su historia que le apasionaba contar.

—¡Era un verdadero ángel! —repitió al fin—. Su sonrisa, sus gestos, sus miradas, la forma en que jugaba y bañaba a sus muñecas, el mimo con que abrazaba a su perrito y la gracia con que tiraba de la falda de su madre con el fin de que se inclinara a darle un beso me fascinaban... —El antaño severo ex ministro Bernardo Gil del Rey dejó escapar un ronco sollozo para añadir al poco—: Era la criatura más perfecta que haya puesto el Señor sobre la Tierra, tan llena de gracia y de pureza que si me pidieran que describiera el paraíso, señalaría sin vacilación que sería el lugar en que habitara aquella niña.

—¿Cómo se llamaba?

—Yedra.

—Extraño nombre, ¿es polaco?

—No. Es mío. La bauticé así porque se pasaba las horas jugando en un banco que corría a todo lo largo de la fachada de la casa, que estaba completamente cubierta de hiedra. A cada hora la recuerdo desnuda en su piscinita, o con un ligero vestido estampado destacando contra el verde de la pared, como si se tratara de una de esas vírgenes de las hornacinas que se pueden ver a la entrada de ciertos pueblos. ¡Dios, cómo la amaba! —exclamó con un nuevo y convulsivo sollozo—. Me atraía de tal manera, que con la disculpa de que era la única estancia fresca de la casa me pasaba las horas en la buhardilla, hipnotizado por aquella visión realmente divina. No creo que nadie pueda haber estado nunca tan enamorado de nadie como lo estaba yo de aquel prodigio de la naturaleza.