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—¿Pero qué edad tenías en aquel tiempo?

—Treinta y ocho años.

—¿Y no te pareció inmoral, absurdo y antinatural que un hombre de treinta y ocho años se enamorara de una niña de nueve? ¿En qué demonios pensabas?

—¡No pensaba! En cuanto se refiere a Yedra nunca he conseguido pensar; únicamente he sentido. Todo el que haya estado perdidamente enamorado alguna vez, sabe que es cierto; la pasión obnubila el cerebro. ¿Nunca has estado enamorado de ese modo?

—¡Ni por lo más remoto!

—Pues no tienes idea de lo que te pierdes. Ni de lo que ganas. Amar tan desesperadamente es tanto como agonizar a cada minuto sin saber si al siguiente te encontrarás en el infierno o en la gloria. Cuando Yedra pasó tres días enferma y no pude verla, a punto estuve de cargar una de las escopetas de mi suegro y volarme la cabeza.

—Qué estupidez. ¡No puedo creerlo!

—Pues si no puedes creer en un «amor loco» que carece de cualquier tipo de lógica o explicación, nunca podrás entender de lo que te estoy hablando, y de poco te sirve que te cuente por qué razón acabé por convertirme en la Bestia Perfecta.

—¿Luego admites que lo eres?

—Pues claro; a estas alturas incluso admitiría que fui yo quien le propinó una cornada mortal a Manolete. ¡Mírame bien! Debo de parecer un superviviente de los campos de concentración y ya me he hecho a la idea de que mi destino es acabar en el fondo de un pozo, tal como acabó Andrea. De lo que te estoy hablando no es de lo que soy, sino de por qué razón soy lo que soy.

—Siempre encontramos una justificación a nuestros actos. Nunca nadie parece dispuesto a asumir la responsabilidad sobre sus crímenes.

—¡Yo la asumo! De los crímenes que conoces e incluso de otros que ignoras y que estoy convencido de que te sorprenderán. Dando ese punto por sentado, a lo que me estoy refiriendo no es al final de una historia a la que al parecer ya hemos llegado, sino al sinuoso camino que me condujo hasta aquí. Si no te interesa conocerlo, resultaría estúpido perder nuestro tiempo hablando de ello en un lugar que apesta a perros muertos.

—Te aseguro que no existe nada en este mundo que me interese más. Por qué razón un hombre culto, aparentemente normal y tan inteligente como tú has demostrado ser cae de pronto en tan increíbles aberraciones constituye a mi modo de ver un misterio insondable; a no ser que, como tú mismo aseguraste en tu interrumpida conferencia, tales reacciones suelan darse en quienes han sido acosados sexualmente durante la infancia.

—Ni fui acosado, ni existe misterio alguno, ni ocurrió «de pronto». Es más bien una lenta evolución; de la misma forma que una semilla se convierte en árbol; un gusano, en mariposa, o una célula, en el origen del cáncer que acabará por destruir todo un cuerpo. En el mismo momento en que contemplé por primera vez a Yedra a través del telescopio, una diminuta parte de mi alma se activó por sí sola y se fue multiplicando hasta destruirla por completo.

—¡Explícate mejor!

—¿Mejor aún? Te estoy diciendo que adoraba a una criatura de la que me conocía de memoria cada ademán, cada sonrisa y cada uno de sus rasgos pese a que jamás escuché su voz ni estuve a menos de doscientos metros de distancia de su casa.

—¿Y eso por qué?

—Porque sabía que por mucho que me aproximara nunca la tendría tan cerca como a través del telescopio, y lo que más me atraía de ella era la naturalidad de sus gestos cuando se encontraba sola, cosa que no hubiera ocurrido en presencia de extraños. Lo cierto es que amaba su imagen, no a la persona de carne y hueso.

—¡Por Dios! ¿Y te atreves a tacharme de loco porque aseguro que hablo con los muertos? ¡Lo tuyo es peor!

—Y no lo niego. En aquel tiempo estaba tan locamente enamorado que cuando mi mujer subió una tarde, preocupada porque llevaba demasiado tiempo en la buhardilla, me sorprendió masturbándome con el ojo pegado al visor del telescopio.

—Pobre mujer. ¿Y qué te dijo?

—Ya puedes imaginártelo; me tachó de sucio degenerado que se dedicaba a espiar a una tetona criada polaca en lugar de hacerle el amor a una bella, abnegada y ansiosa esposa a la que llevaba dos semanas sin tocar.

—¿Una tetona criada polaca?

—Exactamente, no vio a Yedra, o si la vio ni tan siquiera se le pasó por la cabeza que fuera el objeto de mi atención; Aurora siempre creyó que quien en realidad me atraía era la madre.

—¡Menuda papeleta!

—¡No puedes imaginar lo que significó! Al día siguiente, antes incluso de que me despertara, ya había expulsado de la finca a los padres, que como es lógico, se llevaron a Yedra. Creí volverme loco, y cuando aquella imbécil continuó echándome en cara día tras día y noche tras noche mi comportamiento, hice lo único que podía hacer en tan incómoda situación...

Guardó silencio, esperé, pero al fin la curiosidad pudo más que mi paciencia y no pude evitar inquirir con un cierto temor:

—¿Y fue...?

—Cargármela.

—¡Dios!

—Dios no estaba allí aquella noche. Es más, desde entonces creo que no ha estado en ninguna parte.

—¿Mataste a tu mujer?

—Ella se lo había buscado.

—¿Pero cómo lo hiciste sin que te descubrieran?

Me observó largamente y al fin mostró los dientes en una ancha sonrisa antes de replicar:

—Eso sí que no pienso decírtelo. Si acudes a la policía asegurando que te conté que maté a mi mujer no te harán el menor caso, pero si le especificas cómo lo hice se pondrían a investigar en una línea muy concreta, con lo que tal vez acabarían por llegar a la conclusión de que es cierto. —Se encogió de hombros como si semejante crimen careciera de importancia—. La maté bien muerta y con eso basta —dijo—. Al fin y al cabo aquel no fue más que el primer eslabón de una larga cadena.

Durante dos días no pronunció ni una sola palabra, como si considerara que de momento me había proporcionado suficientes argumentos sobre los que reflexionar y necesitaría de ese tiempo para asimilar, o mejor sería decir «digerir», cuanto me había contado.

Y no se equivocaba.

No dos días, sino tal vez dos meses o dos años hubieran sido necesarios para que una persona, llamemos «normal», se hiciera a la idea de que existían seres que se enamoraban desesperadamente de la imagen plana de una niña hasta el punto de asesinar a su propia esposa.

Si aquello fue tan solo el comienzo de la historia de Bernardo Gil del Rey, no era de extrañar que acabara tan desequilibrado como acabó.

Erika ni siquiera aceptaba que pudiera ser cierto.

—Se está burlando de ti. Nadie puede estar tan loco sin andar por ahí papando moscas. Sospecho que se ha inventado esa absurda historia.

—¿Con qué fin?

—Eso ya no puedo saberlo; tal vez intenta conseguir que acabes apiadándote de él porque está enfermo.

—No está enfermo y acepta la plena responsabilidad sobre sus actos. Tan solo es un desalmado al que lo único que le interesa es él mismo, lo que le produce placer a su increíble egolatría. Sin embargo no niega que al menos en una ocasión fue tan débil y tan estúpido como para enamorarse como un niño.

—¡Te está tendiendo una trampa!

—¿Qué clase de trampa?

—Lo ignoro. Pero ten presente que ese hijo de puta es el hijo de puta más listo que haya parido madre, puta o no.

—Tras la desaparición...

—Tras la desaparición de Aurora, mi suegra decidió establecerse definitivamente en la finca de caza, y con ella pululando a todas horas por allí no encontré la forma de volver a contratar como guardeses a los padres de Yedra. Ni siquiera conseguí acceder a la documentación de la casa, ya que la guardaba bajo siete llaves un celoso y estúpido administrador que no aceptaba órdenes más que de la señora Mercedes... Y como tenía muy claro que esa documentación era la única forma de seguir el rastro de Yedra, no se me ocurrió más que una solución válida que decidí poner en práctica lo antes posible.