—¿Lo mataste...?
—¿Al administrador...? No, a él no, ¿para qué? Al fin y al cabo tan solo cumplía con su deber.
—¿Estás queriendo decir con eso que a quien mataste fue a tu suegra?
Se encogió de hombros.
—Le ahorré años de sufrimientos, porque lo cierto es que entre la artritis, un principio de demencia senil y un sinfín de enfermedades más estaba ya para los leones; se pasaba el día rezando para que le permitieran reunirse con su marido y su hija, y quiero suponer que en el fondo me debió agradecer que le permitiera cumplir con sus deseos.
—¿Y cómo lo hiciste?
Sonrió como un niño travieso.
—Secreto de sumario. A todos los efectos murió por causas naturales, y lo cierto es que después de lo que le hice lo natural era que se muriese. Y como en el testamento de Aurora se especificaba que al fallecimiento de su madre todo pasara a mí, me convertí de inmediato en el señor de la casa, con libre acceso a la documentación de un desconsolado administrador que al día siguiente tuvo que empezar a buscar trabajo.
—Un sistema verdaderamente expeditivo.
—Mucho. El éxito de un cazador, y en cierto modo yo había decidido convertirme en cazador, estriba en tener una infinita paciencia a la hora de acechar a la presa, y una fulgurante reacción cuando se presenta la oportunidad de abatirla.
—¿Habías decidido convertirte en cazador o en depredador?
—Llámalo como quieras. El camino hasta llegar a convertirme en la Bestia Perfecta fue largo y complejo pero a medida que avanzaba por él fui lo suficientemente honrado como para aceptarme a mí mismo y reconocer que lo que estaba haciendo no me producía el menor remordimiento sino más bien un indescriptible placer morboso. Por lo tanto decidí dejar de lado cuanto no tuviera relación con lo único que en verdad me importaba: recuperar a una maravillosa criatura sin la cual la vida no merecía ser vivida.
—¿Te refieres a la niña, o al hecho de masturbarte con el ojo pegado al visor de un telescopio?
—No malgastes tu ironía conmigo. No me afecta, y lo único que conseguirás es que decida no continuar con mi historia; el hecho de masturbarme no era más que el último peldaño de un amor sin límites que me obligaba a sentirme diferente del resto de la humanidad. Puedes estar seguro de que si Yedra hubiera estado desnuda ante mí, ni tan siquiera la hubiera tocado.
—¿A qué se debió entonces el posterior cambio de actitud?
—A que cuantas niñas conocí, secuestré, violé o asesiné más tarde, no eran Yedra; puede que se le pareciesen físicamente, pero no lo eran. Nadie fue o será nunca como ella.
—De acuerdo. Sigamos. ¿Qué ocurrió luego?
—Que encontré la documentación referente a sus padres, pero como había pasado mucho tiempo desde que Aurora los despidiera ya no vivían en la dirección que habían dejado para que les remitiera el correo. —Su voz se quebró en un sollozo al señalar, como si aquella hubiera sido la mayor catástrofe del último siglo—: Pasaba el tiempo, me estaba volviendo loco, pero nadie parecía capaz de proporcionarme información sobre mi niña.
Se me antojó patético.
La pedofilia es en sí misma patética; pero en aquel caso y aquellas circunstancias además de patético consideré que resultaba obsceno, cruel y al propio tiempo ridículo que aquella sollozante babosa admitiera los más espantosos crímenes con pasmosa sangre fría pero, no obstante, comenzara a lloriquear por el hecho de que no había conseguido encontrar al infantil objeto de su desmesurada adoración.
No pude por menos que lanzar una furtiva ojeada a Andrea y Jimena, que se mantenían en silencio, sentadas como siempre en el banco de piedra, preguntándome qué pasaría por sus mentes al escuchar que todo cuanto semejante basura humana les había hecho sufrir, y los hermosos años de vida que les había robado, se debían a que el muy cretino se había empecinado en divinizar a una mocosa a la que ni siquiera se había atrevido a aproximarse.
Ambas le observaban sin apartar la mirada de su rostro, y en sus ojos por lo general inexpresivos se podía leer, no obstante, una lógica mezcla de ira, odio y estupor. Si sus manos les hubieran sido útiles le habrían estrangulado, si sus dientes les hubieran sido útiles le habrían desgarrado la yugular a mordiscos, y si sus uñas les hubieran sido útiles le hubieran arrancado los ojos.
Su dulce infancia, su esperanzada pubertad, sus primeros e inquietantes escarceos amorosos, sus posibles hijos y sus también posibles nietos se habían malogrado por culpa de la supuesta armonía de los gestos de una inocente niña polaca.
Cuando se juzga a un asesino, tan solo se le juzga por las vidas que ha arrebatado y repito una vez más que ello se me antoja injusto, porque en realidad se le debería juzgar por las otras muchas vidas que sus actos pueden haber abortado.
En el transcurso de mis largas conversaciones con Alicia, esta solía referirse al futuro que había imaginado para su hija, quien, tal vez influenciada por las peculiares características de Cuenca, siempre había señalado que de mayor quería estudiar arquitectura con el fin de poder restaurar sus incontables edificios históricos.
Sueños e ilusiones rotas, vidas truncadas y un dolor tan profundo que no me siento capaz de expresar con palabras, menos aún con palabras escritas, puesto que cuando se consuela de viva voz, esa voz muestra la intensidad de nuestras emociones, mientras que ningún papel ha demostrado nunca sensibilidad a la hora de llorar.
Aquel impotente sí que era capaz de llorar por su idolatrada chicuela, aislándose del océano de sufrimientos que había causado y en el que evidentemente las muertes ajenas carecían de importancia frente al hecho de que él no pudiera volver a hacerse pajas observando de lejos cómo una niña chapoteaba en una piscina de plástico.
Jimena y Andrea parecían preguntarme en silencio por qué razón le permitía seguir viviendo, y lo cierto es que tan solo se me ocurría una respuesta: su vida no bastaba para pagar todo el horror de sus culpas.
Era, sin duda, una parte importante de la factura, pero no el montante de su totalidad.
Cien de sus repugnantes vidas no hubieran compensado por las hermosas vidas actuales y futuras que destruyó, y por lo tanto me esforcé por vencer el impulso de comprar cartuchos nuevos, cargar la vetusta escopeta de caza que se enmohecía hacía una década en un armario y descerrajarle un tiro en la cara acabando con aquella sucia historia de una vez por todas.
Y una vez más hice de tripas corazón al preguntarle:
—¿Continuaste buscándola?
—¿Qué otra cosa podía hacer? Contraté a los mejores detectives y no reparé en gastos, pero reconozco que durante la larga espera comencé a aficionarme a los más humillantes sucedáneos.
—¿Sucedáneos? ¿Qué quieres decir con eso de «sucedáneos»?
—Fotografías.
—¿Fotografías de niñas desnudas? ¿Dónde las conseguías?
—Primero en el mercado negro y más tarde en internet. La oferta es muy amplia y bastan algunos euros y unas cuantas preguntas para que te proporcionen una infinita variedad de fotografías de niños y niñas, la mayoría de ellas captadas en playas, colegios o piscinas, e incluso algunas en las que se ofrecen en actitudes claramente provocativas.
—¿Cómo es posible que hayamos llegado a estos extremos de depravación?
—¿De qué cojones estás hablando? «Llegar a estos extremos de depravación.» ¡Qué estupideces dices! El amor a los púberes, cualquiera que sea su sexo, es tan antiguo como la humanidad, y ya se practicaba entre los egipcios, los griegos o las milenarias culturas orientales. Muchos emperadores romanos, en especial Tiberio, tuvieron centenares de amantes juveniles, y lo único que ha cambiado es el uso de la tecnología de acuerdo con el ritmo de los tiempos. Y en el fondo eso es bueno porque la mayoría de los pederastas son gente apocada que se conforma con mirar fotos y echar a volar su imaginación; fantasean sobre lo que harían si tuvieran la oportunidad de ponerle la mano encima a un niño pero lo cierto es que raramente pasan a la acción.