—Yo creo más bien que esas fotos son una clara incitación que provoca el deseo y casi la necesidad de «pasar a la acción».
—No estoy de acuerdo. Y ten en cuenta que soy una autoridad en este campo, tanto por activo practicante como por estar considerado el experto oficial del tema en este país. La humanidad está compuesta de una masa cobarde y retraída, y un pequeño porcentaje de gente osada y decidida. Y en el mundo de los pederastas ese margen de diferenciación es aún mayor, porque a la natural cobardía de los pedófilos se añade la vergüenza y el convencimiento de que se verán rechazados por su familia y por la sociedad. ¡Son unos mierdas!
—¿Y acaso tú no te consideras un mierda?
—¡En absoluto! Admito que soy un hijo de puta secuestrador, torturador, violador y asesino; la auténtica Bestia Perfecta que ni siquiera experimenta el menor remordimiento por sus actos, pero nunca he sido ni seré «un mierda».
Era una simple cuestión de puntos de vista, pero consideré que no era cuestión de iniciar una agria disputa sobre la naturaleza o descripción de los excrementos, fueran o no humanos.
—Como quieras, los demás son unos mierdas mientras que tú te consideras un valiente. ¿Qué pasó luego?
—Lo que tenía que pasar.
—¿Y es?
—Que un mal día coincidí en un ascensor con una niña que se parecía a Yedra y la violé.
—¿La mataste?
—No; eso tan solo vino mucho más tarde. De momento me conformé con violarla.
—Muy considerado por tu parte... ¿Por qué no la mataste?
—Porque, como te he dicho, todo responde a un lento proceso evolutivo. Durante años me dediqué a mirar fotografías y a buscar a niñas a las que atacar pero sin experimentar la necesidad de acabar con ellas; me bastaba con el hecho de poseerlas. Luego, y eso es lo que acabó de complicar las cosas, me notificaron que al fin habían dado con el paradero de Yedra.
—¿O sea que volviste a verla?
Asintió en silencio.
—Aparqué el coche frente a la dirección que me habían indicado, aguardé durante más de dos horas, tan nervioso que a cada rato tenía que acudir a un bar para orinar, y al fin, cuando ya estaba a punto de darme cabezazos contra el parabrisas, salió del portal.
—¿Y...?
—Ya no era Yedra. —Sollozó una vez más—. Ya no era «mi» Yedra. Era una muchacha granujienta que vestía unos sucios tejanos y una espantosa blusa de colores chillones. Aún seguía siendo muy bonita, pero nada tenía que ver con aquel maravilloso ser de otra galaxia que me había vuelto loco durante tantos años. ¡Ya no era Yedra! —Hipó llorando a moco tendido—. Al crecer, aquella guarra hija de puta había matado a mi Yedra.
El paso de los años, seis o quizás algunos más, habían convertido a los ojos de Bernardo Gil del Rey a «un maravilloso ser de otra galaxia en una guarra hija de puta», por lo que cabe admitir que el paso de los años, seis o quizás algunos más, habían convertido a un honrado juez en un desalmado violador, asesino de niñas.
¿Resulta factible semejante transformación?
No me atrevo a aceptarlo sin más, por lo que prefiero suponer que previamente existía una semilla de maldad en el espíritu del respetado ex ministro, y debió de ser la visión de una niña desnuda lo que obligó a germinar a esa semilla en lo más profundo de su alma, florecer más tarde con inusitada fuerza, y acabar por convertirse en una venenosa y destructiva hiedra.
En una ocasión leí que en la Amazonia existe una liana a la que los nativos llaman matapalo, que debe su apropiada denominación al hecho de que partiendo de una microscópica semilla, que cierta especie de hormiga transporta en el vientre, comienza a crecer girando en torno a los más altos árboles, alimentándose de su savia y ganando en fuerza y grosor a tal punto que acaba por estrangular al tronco, pudrirlo, y permitir que al fin se desintegre y caiga en pedazos. Al derribarse ese soporte central, la liana, una especie de hiedra al fin y al cabo, queda erguida como un gigantesco muelle por cuyo hueco interior se alcanza a distinguir el cielo.
La gran diferencia estribaba en el hecho de que cuando se miraba en el interior de Bernardo Gil del Rey no se distinguía el cielo sino únicamente un tenebroso abismo que obligaba a sentir vértigo.
—Al verla salir de aquel mugriento portal, al seguirla y advertir hasta qué punto la inimitable armonía de sus gestos había dejado paso a una forma de hablar y de moverse de una vulgaridad casi ofensiva, llegué a la conclusión de que la pequeña Yedra era una rosa a la que yo había conocido en sus horas de máximo esplendor, pero que como todas las rosas estaba destinada a marchitarse. La belleza es la belleza del instante, y al morir ese instante, muere la belleza.
—No estoy de acuerdo. En mi opinión...
—En este caso tu opinión no cuenta... Tú tan solo has amado a mujeres adultas cuyo cambio es lento y marcha acorde con el tuyo; amar a una niña es como amar a un rayo que cruza el firmamento y te deslumbra pero que de inmediato lo sume todo en una oscuridad impenetrable. He pasado el resto de mi vida esperando un nuevo rayo pero lo único que he encontrado son tristes luminarias.
—¿Y qué culpa tenían esas «tristes luminarias» a las que por culpa de la tal Yedra destruiste?
—¿Y qué culpa tenía yo de que aquel portentoso rayo me descubriera por una décima de segundo el paraíso?
—Ese supuesto paraíso tan solo existía en tu imaginación.
—Ningún paraíso ha existido nunca más que en la imaginación de los hombres, pero no por ello han dejado de buscarlo desesperadamente. Cada cual tiene derecho a aspirar al suyo, y el mío se llamaba Yedra.
¡Maldito sea ese nombre que por suerte no existe, maldito mil veces por causar tanto daño, y maldito quien imaginó que aquel era su particular paraíso y se empeñó en buscarlo! ¡Dios, cómo le odiaba!
Cómo deseaba no volver a verle nunca, destruirle de una vez por todas, y conseguir olvidar que había existido, pero al propio tiempo me sentía atraído por lo que a diario me contaba al igual que el pájaro se siente atraído por los ojos de la serpiente que acabará por devorarle.
Su tenebrosa historia y la desgarrada forma en que la narraba tenían la «virtud» de ejercer una invencible fascinación sobre mi mente pese a que fuese una persona acostumbrada a las inquietantes historias de quienes llevaban ya mucho tiempo bajo tierra. Y es que a menudo pienso que por el mero hecho de estar vivo podría distanciarme de las desgracias que me contara un muerto, pero no de las atrocidades que me contara un vivo.
Aquel abominable sádico que había estrangulado a niñas con el fin de ver cómo se les escapaba el alma por la boca, pretendía tener derecho a un paraíso particular despreciando el hecho de que dicho «paraíso» no era más que una inconcebible aberración.
—Aun en el improbable caso de que aquella descerebrada hedionda me hubiera pedido que me acostara con ella, e incluso en el más improbable caso de que hubiera podido encontrar la forma de violarla y asesinarla, nunca lo habría hecho.
—¿Por qué?
—Porque con el transcurso de unos pocos años se había convertido en la única muchacha de este mundo a la que me sentía incapaz de tocar.
—¿Por qué?
—Si lo supiera sabría algo sobre lo mucho de mí que ignoro. Si hubiera aprendido a controlar o analizar mis sentimientos, nunca habría terminado en esta inmunda cueva, rodeado de ratas y comido por los piojos y las chinches.