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—Ese es al fin y al cabo el destino de todos los seres humanos. Por mucho que nos esforcemos, casi nunca vamos a parar al punto al que nuestra fuerza de voluntad se propuso llegar, sino a aquel al que nuestras debilidades nos empujaron.

—Yo tan solo tuve una debilidad; Yedra fue el frágil eslabón que permitió que la gruesa cadena de la inquebrantable voluntad que había tardado años en forjar saltase en mil pedazos.

Con la proximidad del invierno llegaron días de inesperada inquietud.

En primer lugar, Erika me notificó que había recibido la visita de un policía que quería saber la razón por la que su nombre figuraba en la agenda del desaparecido juez Bernardo Gil del Rey.

—Por suerte, después de haber estado quince años casada con un delincuente habitual, tengo tanta experiencia en mentir a la policía que le convencí de que lo único que había hecho era pedirle una audiencia con el fin de que reabriera el caso de mi marido, ya que «una corazonada» me decía que no era el verdadero culpable de los crímenes de los que se había inculpado. Se limitó a comentar que solía ser normal que los parientes nos negásemos a admitir los delitos cometidos por nuestros seres queridos pese a que estuvieran más que demostrados, por lo que se fue tan contento y sin hacer más preguntas.

—¿Estás segura de que le convenciste?

—Bastante... De todos modos, por si no hubiera sido así y llegaran a relacionarme contigo, cosa que no es difícil dado lo mucho que nos vemos, convendría que te deshicieras de una vez por todas de ese hijo de puta que escondes ahí abajo.

—No puedo matarle.

—¿Por qué? Nunca he conocido a nadie que merezca tanto la muerte.

—No soy ni un verdugo, ni un asesino.

—¿Pero sí un juez...?

—Juzgar es fácil, pero he llegado a la conclusión de que ejecutar no lo es tanto. Aparte de que considero que la muerte no es suficiente castigo para lo que ha hecho. Necesito que firme una confesión en la que revele todos los detalles de sus crímenes no conocidos e indique el lugar en el que torturaba, violaba y asesinaba a las niñas para que se pueda comprobar que es cierto. En ese caso lo entregaría a las autoridades, pero dudo que lo haga.

—También yo. Sería la única forma de limpiar el «buen nombre» del padre de mis hijas, pero sabiendo lo que sabemos sobre él supongo que preferirá morir a sentarse en el banquillo de los acusados y pasar por un humillante proceso en el que quedaría en manos de sus antiguos compañeros de carrera.

—¿Y qué puedo hacer si no lo mato?

—De momento tapiar la entrada de la cueva que da al jardín trasero. Por lo que me has contado se puede acceder a ella por el sótano donde te resultará más sencillo disimular una puerta de acceso. La del exterior se encuentra demasiado a la vista y si te visitara la policía podría sentir curiosidad, sobre todo porque últimamente surge un hedor que ya resulta imposible continuar camuflando con el estiércol de los parterres de flores.

—Está claro que tienes una mente criminal... —no pude por menos que comentar sonriendo.

—Lo que tengo son malas costumbres. Roque era un maestro en lo que se refiere a ocultar cosas, por lo que me tenía la casa plagada de «zulos». Lo que tienes que hacer ahora es convertir esa cueva en un enorme zulo.

Tenía razón, y cuando alguien tiene razón en algo tan serio como el rapto y la detención ilegal de un juez, conviene hacerle caso.

Ese mismo día me armé de cemento y piedras y me apliqué a la tarea de tapiar la entrada de la Gruta de las Reclamaciones, que por lo que contaba la tradición se había mantenido abierta desde hacía casi cuatrocientos años.

No es que me considere un artista de la albañilería pero sabido es que la necesidad aguza el ingenio, por lo que cuando, tras cinco días de ímprobos esfuerzos en los que me machaqué dos dedos, di por concluida mi tarea, nadie que no estuviera advertido habría sido capaz de imaginar que en aquel rincón del jardín existía antaño una cancela de hierro que daba acceso a una escalera de piedra que descendía hacia una oscura cueva.

Erika, la única persona a la que podía acudir en demanda de ayuda, colaboró a la hora de desarraigar un frondoso árbol y trasladarlo como buenamente pudimos con el fin de replantarlo ante la antigua entrada, y resultó tan dura la jornada que esa noche ni siquiera se sintió con ánimos para dedicarse a aquello que tanto la entusiasmaba. Lo agradecí porque tampoco yo estaba para muchos trotes.

A partir de aquel día me veía obligado a descender al sótano, serpentear por entre infinidad de sacos, muebles viejos y barricas de vino vacías, correr una estantería que antaño debió de almacenar valiosas botellas y acceder deslizándome por un estrecho hueco a una gruesa puerta que se abría a la hedionda estancia infestada de ratas que ocupaba la Bestia Perfecta. Podía jugarme la cabeza a que ni el más avispado intruso sería capaz de llegar hasta allí.

El segundo motivo de inquietud me lo dieron las niñas, que una mañana, y en el momento en que me disponía a sentarme frente a Bernardo Gil del Rey, me advirtieron:

—Ha fabricado un pincho muy afilado con una pata del jergón, se ha sentado encima y piensa clavártelo en cuanto te descuides.

—¡Vaya por Dios! —me apresuré a exclamar en voz alta dirigiéndome directamente al ex ministro—. ¿O sea que pretendes matarme? Está visto que no se puede uno fiar de nadie.

—¿A qué te refieres...? —quiso saber, palideciendo de forma visible pese a la barba y la mugre que le cubrían el rostro.

—Al «pincho» que según las niñas ocultas bajo el culo.

No supo responder y juro que en esos momentos pareció disminuir de tamaño, probablemente porque acababa de abortar su última esperanza de salvación, o tal vez por el hecho de comprender que estaba sometido a todas horas a la invisible vigilancia de sus propias víctimas.

—Entrégamelo o te juro que pasarás cuatro días sin agua y sin comida —le indiqué—. Y sabes que soy capaz de hacerlo.

—Tú eres capaz de todo.

—En eso estriba tu mayor problema... —puntualicé con una leve sonrisa—. Te advertí hace tiempo que habías dejado de ser la Bestia Perfecta porque habías tropezado con alguien más listo y posiblemente más bárbaro que tú. La única diferencia estriba en que lo que hicistes tú lo hicistes por pura depravación, mientras que yo lo hago por justicia.

—Querrás decir «tu» justicia.

—¡Exactamente! Se trata de «mi» justicia. Admito que no es la más ortodoxa, pero alguien como tú, que se ha pasado años burlándose de todas las justicias y actuando a su antojo sin respetar las más elementales reglas del comportamiento humano, no puede sorprenderse de que otros también lo hagan.

—Ya nada me sorprende.

—Lo comprendo, pero no fui yo quien inventó este juego. ¿Acaso no recuerdas tus inspirados versos ante el cadáver de una niña violada?:

«Nada hubo antes, ni nada habrá después, cada minuto es mío y lo exprimo al segundo; busco el placer sin hacer concesiones; el bien y el mal tan solo son palabras que inventó algún cobarde que se temía a sí mismo. Hago sufrir si ello me complace, mato cuando la muerte me excita, e incendio cuando el fuego me hace grande, porque cuando una losa me cubra para siempre, no existirá placer, ni dolor, ni fuego, ni grandeza. Tan solo existirá la muerte...»

Hice una corta pausa antes de añadir:

—Me recuerda a las palabras que pronunció en el cadalso el mariscal Gilles de Rais: «Yo hice lo que los hombres sueñan.»

—Un personaje realmente singular, sin duda.

—¿Te consideras uno de sus discípulos?

—Humildemente, puesto que nadie podrá llegar nunca a la altura de un mariscal de Francia que luchó codo a codo con la mítica Juana de Arco.

—¿Te hubiera gustado ser como él?

—Quien es capaz de dejar su huella en la historia es digno de admirar cualquiera que sea esa huella.