—Pues me complace comunicarte que tu huella se ha diluido definitivamente; la prensa ya no te dedica ni tan siquiera una línea, y por no tener no tendrás ni esquela ni epitafio.
Me entregó el pincho en silencio y durante toda una semana se negó a pronunciar una sola palabra. Estaba acabado. Destruido, aniquilado, despojado del más mínimo resto de dignidad y convertido en un animal maloliente, hambriento y devorado por los parásitos, pero que contra toda lógica se mantenía increíblemente lúcido, sin que la locura, último refugio de los desesperados, acudiera en su auxilio.
Estoy convencido de que cualquier otro ser humano hubiera comenzado a perder la razón al verse en semejantes circunstancias, pero el ex ministro Bernardo Gil del Rey demostraba a diario que estaba hecho de una pasta especial; la pasta de los superhombres, aunque en este caso se tratara de un superhombre del mal.
Cuando se decidió a hablar de nuevo, ya nada parecía importarle.
—Un día violé a una niña preciosa... Mi primera intención fue abandonarla sin más, tal como tenía por costumbre, pero de pronto caí en la cuenta de que acabaría por convertirse en una muchacha tan repelente como se había convertido mi Yedra.
Guardó silencio, pero ese silencio resultaba a mi modo de ver tan revelador como una abierta confesión.
—¿La mataste? —Como no respondía insistí—: ¿Y qué sentiste al matarla?
—Que estaba matando a Yedra.
—¿A la Yedra niña o la Yedra adolescente?
—Solamente existe una Yedra: la Yedra niña. La verdadera se llama en realidad Natacha y anda por ahí haciendo pajas a los chicos en los portales oscuros y los cines de barrio.
—¿Significa eso que te habías dedicado a espiarla?
—Necesitaba saber si quedaba algo de la criatura que amé tanto, pero por desgracia ya no quedaba nada.
—¿Acaso pretendías que el tiempo se detuviera para ti? ¿Te crees un dios capaz de conseguir que la naturaleza deje de seguir su curso y una niña no crezca por el mero hecho de que te gustaba masturbarte espiándola mientras se bañaba?
—¡Calla!
—No pienso callarme. Quiero que pases el resto de tu vida preguntándote por qué razón llegaste a considerarte un semidiós al que todo le estaba permitido, cuando en realidad no eres, tal como tú mismo aseguraste, «más que la mota de caspa de un cadáver que se pudre bajo tierra».
—Eso es lo que has conseguido que sea, ¿no es cierto?, la mota de caspa de un cadáver que se pudre, en vida, bajo tierra.
—¡Exacto! Y eso es lo que quiero que sigas siendo hasta que te mueras.
Tardó en responder quizá debido a que acababa de aceptar cuál iba a ser su destino, y cuando al fin alzó el rostro y me miró se limitó a asentir repetidas veces.
—Creo que es justo.
—¿Quieres decir con eso que aceptas la sentencia?
—¿Y qué remedio me queda? Ya te dije que sabía lo que hacía y me constaba que si las cosas iban mal el precio que tendría que pagar sería muy alto... —Hizo un gesto a su alrededor mostrando las ratas que pululaban entre sus propios excrementos al añadir—: Aunque si quieres que te sea sincero, siempre imaginé que la celda sería algo más higiénica, me proporcionarían libros, y podría pasear y ver la luz del sol de tanto en tanto.
—Eso es algo que tan solo se concede a los asesinos. No a las Bestias que además de violar y asesinar alardean de ello.
—¿Consideras que ese fue el peor de mis crímenes? ¿El hecho de alardear de lo que hacía?
—¡Sin duda! Y lo es porque demuestra hasta qué punto tu egolatría te impedía sentir remordimientos. Si no hubiera sido por mi capacidad de relacionarme con los muertos habrías continuado violando y asesinando hasta el día de tu muerte.
—Es muy posible. Como a los drogadictos, los alcohólicos o los ludópatas, cada vez me resultaba más difícil contenerme.
—Por lo que tengo entendido, la espiral del vicio, excepto en lo que se refiere puramente al sexo, que con la edad suele corregirse, suele ir siempre en aumento.
—A veces tengo la tentación de agradecerte que me hayas atrapado, porque de no ser así podría haber organizado una masacre. Y no es justo: nada justo.
Lo dijo de corazón, estoy seguro, lo cual me hizo sospechar que en el fondo de su alma, si es que la tenía, se sentía en cierto modo aliviado por el hecho de haber puesto fin a tan insensato baño de sangre.
—Te honra que pienses de ese modo. Pero hay una cosa que siempre me ha intrigado, ¿cómo diablos conseguiste que Roque Centeno colaborara en semejante monstruosidad, que a mi modo de entender no iba con su estilo de hacer las cosas?
—Como juez tenía al alcance el archivo de expedientes delictivos, así que fui seleccionando los más flagrantes hasta elegir el de Roque Centeno, cuyo perfil se ajustaba perfectamente a mis necesidades. Le telefoneé, le hice comprender que tenía pruebas más que suficientes como para encerrarle por el resto de su vida, y accedió a colaborar.
—¿Y no te preocupó el hecho de que pudiera delatarte?
—¿Tan inepto me consideras? Aquel infeliz nunca tuvo la menor idea de para quién trabajaba; se limitaba a raptar a las niñas que le indicaba, drogarlas y abandonarlas en un lugar en el que yo las recogía horas más tarde.
—Entiendo. Pero lo que no entiendo es cómo te las arreglaste para obtener su confesión y que a continuación se pegara un tiro. ¿Acerté también al suponer que le amenazaste con hacer daño a sus hijas?
—Lo cierto es que era un auténtico canalla. Pero tenía una virtud: adoraba a sus hijas, y cuando le envié las fotos que les había hecho a la puerta del colegio y le amenacé con violarlas y asesinarlas, se rindió casi en el acto.
—A Erika le alegrará saberlo. No es que tenga un buen concepto de su marido, pero algo es algo.
—¿Es tu cómplice en esto?
—«Cómplice» es una palabra demasiado fuerte. Implica delito, y a mi modo de ver al atraparte no hemos cometido ningún delito. Digamos, más bien, que es mi «colaboradora necesaria». Y lo que me sorprende es que alguien tan inteligente como tú cayera en la trampa.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? Pese a las precauciones que siempre había tomado me quedaba la duda de que aquel subnormal hubiera conseguido averiguar algo sobre mí. Cuando acudí a esa «trampa» me asaltó un extraño presentimiento, pero ni en mis peores pesadillas pude imaginar que desembocaría en esto... ¿Quién eres en realidad?
—Tu fiscal, tu juez y tu verdugo. No puedo decirte más porque si alguna vez decides firmar una confesión y te entrego a la policía no me apetece la idea de que puedas acusarme de rapto y detención ilegal.
—Nunca firmaré esa confesión, y lo sabes.
—Esa es una decisión que tan solo a ti te corresponde. Pero supongo que te has dado cuenta de que ello implica que no saldrás nunca de este lugar.
—Sí. Ya me he dado cuenta.
—Vivirás como la Bestia que has sido hasta que Dios decida que continúes pagando tus culpas en otra parte.
—Peor no podrá ser.
—¡Cualquiera sabe!
Han pasado cinco años...
Han pasado cinco años. Erika se casó con el dueño del restaurante en el que trabajaba y por lo que afirma, y estoy seguro de que no miente, es muy feliz porque su marido le proporciona mucho amor, mucho respeto, una desahogada posición económica y un sincero cariño hacia unas niñas a las que ha dado su apellido librándolas del estigma del que llevaban.
A Erika le alegró mucho saber que al menos por una vez en la vida su ex esposo había demostrado ser una persona decente amén de un excelente padre, pero jamás me volvió a preguntar por Bernardo Gil del Rey.
Bartolomé Cisneros y María Luisa Molina tienen dos hijos que completan su innegable felicidad.
Andrea y Jimena desaparecieron de mi vida hace tres años.
Manuela, la agradecida viuda de Miguel López, me envía de tanto en tanto una caja de ostras o percebes, y mi relación con Alicia continúa siendo un misterio; nos sentimos a gusto el uno con el otro, pero ni tan siquiera el paso del tiempo ha conseguido romper una barrera que con el paso de ese mismo tiempo ha acabado por convertirse en un muro cada vez más infranqueable.