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—No sé si has pagado o no por lo que hiciste... —acerté a decir al fin—. Tan monstruosos fueron tus actos como el castigo que te he impuesto, y lo único que espero es que no me pidan cuentas por ello.

Aguardé pero no obtuve respuesta.

Jimena, que se sentaba a mi lado, intentó darme los ánimos que estaba necesitando con un leve ademán de asentimiento.

—Si decides colaborar en lo que voy a pedirte, pasarás una temporada aquí, aseándote, recuperándote y acostumbrándote a la luz hasta que estés en disposición de salir a la calle. Luego te dejaré libre a condición de que te retires a vivir lejos de todo, dediques tu tiempo a luchar contra la pederastia, y hagas testamento a favor de una fundación dedicada a cuidar a niños. ¿Me estás escuchando?

Hizo un leve gesto de asentimiento, por lo que añadí:

—Si aceptas el trato nadie sabrá que fuiste tú quien cometió esos crímenes.

Por primera vez pude advertir en él un leve signo de reacción, tardó en hablar pero al fin inquirió con un hilo de voz y un tono de absoluta incredulidad:

—¿Es cierto eso?

—Te doy mi palabra; si me ayudas, no dices nada sobre dónde has estado todo este tiempo, y cumples el acuerdo, tu nombre quedará limpio.

Reflexionó un largo rato, abrió la boca para decir algo, volvió a cerrarla, se rascó las palmas de las manos en lo que parecía un gesto automático que repetía continuamente, y por último quiso saber:

—¿Y qué pasará si una vez libre no cumplo el trato?

—Que te escondas donde te escondas te atraparé y no volverás a salir de esa cueva hasta el fin de tus días.

Asintió una vez más con la cabeza para musitar al poco:

—«Tus difuntas amigas» me estarán vigilando, ¿no es cierto?

—Sigues siendo muy inteligente —repliqué—. Vayas adonde vayas, hagas lo que hagas, e incluso pienses lo que pienses, Andrea y Jimena estarán a tu lado y vendrán a contármelo.

Cabría asegurar que una amarga sonrisa asomaba a sus labios en el momento de comentar:

—Ningún asesino tuvo nunca mejor carcelero que sus propias víctimas, ¿no es cierto? ¿Qué necesitas?

—Información.

—¿Sobre?

—Pederastas.

—He pasado mucho tiempo ahí dentro, pero sin duda aún debo de ser quien más sabe sobre el tema. ¿Cuál es el problema?

—Dos niñas de entre cuatro y siete años han desaparecido.

—¿Dónde?

—Una en Benidorm y la otra en Torrevieja.

—Malos sitios son esos si por casualidad estamos en verano.

—Estamos en verano.

—Demasiada gente, y demasiados lugares en los que esconderlas... —musitó como para sí—. En esta época esas playas son como un hormiguero en el que los padres pierden de vista a los críos y siempre hay degenerados al acecho.

—Ocurrió de noche; mientras dormían, una en un hotel y la otra en un apartamento y en compañía de sus dos hermanos.

—¿De noche y en sus camas? —pareció sorprenderse.

—Eso he dicho.

Se advertía que le costaba un gran esfuerzo incluso pensar, y el simple hecho de hablar le fatigaba en exceso puesto que llevaba demasiado tiempo sin hacerlo.

De nuevo mostró intención de hablar pero experimentó una especie de vahído, por lo que apoyó la cabeza en la pared, cerró los ojos y se quedó dormido.

Le dejé allí limitándome a cerrar la puerta, consciente de que en su estado no podría ni tan siquiera aproximarse a la escalera.

Transcurrió casi una semana...

Transcurrió casi una semana antes de que Bernardo Gil del Rey se encontrara en condiciones de pensar con claridad.

Durante ese tiempo le proporcioné medios con los que asearse, ropa limpia y comida decente, así como pomadas y medicamentos con los que cerrar sus innumerables llagas e intentar fortalecerse.

Pese a todo continuaba semejando un evadido de un campo de concentración.

No obstante, su mente recuperó en poco tiempo su admirable lucidez.

Me pidió toda la información que pudiera reunir con respecto a las niñas desaparecidas, y tras estudiarla con detenimiento, acabó por mover de un lado a otro la cabeza en tono pesimista:

—Resulta evidente que no se trata de «descuideros» de los que rondan por las playas o los parques con la esperanza de toparse con una presa fácil de la que abusan pero a la que raramente asesinan —dijo—. Por su edad y la forma de actuar de los raptores, de noche y en un lugar de veraneo de la costa, yo diría que más bien se trata de los Pescadores de Altura.

—¿«Pescadores de Altura»...? —No pude por menos que admirarme—. ¿Qué tienen que ver los pescadores de altura con los pederastas?

—¡Nada! —reconoció—. Pero existe un grupo, calculo que de cuatro o cinco individuos como máximo, que se denominan a sí mismos los «Pescadores de Altura» porque cada verano se lanzan a navegar por el Mediterráneo a la busca y captura de niñas con el fin de disfrutar de ellas sin que nadie les moleste en alguna escondida cala de la costa.

—¡Me niego a aceptarlo!

—Estás en tu derecho, pero lo cierto es que existen y en alguna ocasión tuve tratos con ellos e incluso me enviaron fotos. El dosier sobre sus actividades debe tener casi cien páginas y lo guardaba en mi caja fuerte.

—¿En tu casa...? —Ante el mudo gesto de asentimiento no pude vencer la tentación de inquirir—: ¿Y no sería más lógico que un documento de tanta importancia estuviera en manos de la policía?

—No, si quien lo ha confeccionado lo ha hecho no desde el punto de vista de la policía, sino de quien considera que se trata de una astuta manera de obtener lo que él mismo pretende... —Bernardo Gil del Rey se encogió de hombros al concluir—: En mi caso tuve que renunciar a la idea de imitar a los pescadores porque me mareo en cuanto pongo los pies sobre la cubierta de un barco.

—¿O sea que la idea te pasó por la cabeza?

Me observó como si aquella se le antojara la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca antes de replicar:

—A los pederastas nos preocupa ante todo la impunidad, y te aseguro que pocas cosas existen más seguras que un pequeño cadáver atado a un ancla a casi mil metros de profundidad.

—Veo que a pesar de todo sigues siendo un incombustible hijo de puta que solo piensa en lo mismo.

—¡Te equivocas! —me contradijo en el acto—. He tenido tiempo para meditar sobre cuanto hice, y aceptar hasta qué punto era un comportamiento abominable, pero si pretendes que te ayude a encontrar a esas niñas debo continuar pensando, hablando y comportándome como lo que siempre fui: un inteligente pederasta.

Creo que por primera vez en años me mostré abiertamente grosero al señalar:

—Compórtate como te salga de los cojones, pero encuéntralas.

—Necesito ese dosier; en él hay datos, nombres, fechas, fotos y pautas de comportamiento que facilitarían mucho las cosas. De otro modo no sabría por dónde empezar.

—¿Acaso pretendes que entre en tu casa y te lo traiga?

—El primer día te quedaste con todo lo que tenía, incluidas mis llaves. Te diré dónde está la de la caja fuerte, así como su combinación.

—Probablemente la policía vigile tu casa.

—¿Me consideras tan estúpido como para guardar documentos tan comprometedores en mi casa, «casa»? —inquirió molesto—. Allí no hay nada: te estoy hablando de «la otra casa»; la que nadie conoce.

—¿En la que abusabas de las niñas?

Asintió en silencio.

—¡Dios! —Casi sollocé—. No creo que fuera capaz de entrar en semejante lugar.

—Yo te acompañaré...

Me volví a observar a Jimena, que era quien había hecho semejante aseveración apareciendo de improviso.

—¿Es que te has vuelto loca? —le espeté sin la menor consideración—. ¿Acaso pretendes revivir cuanto sufriste allí?

—«Revivir» significa volver a vivir —me contradijo tan imperturbable como de costumbre—. Y yo ya no puedo volver a vivir nada. Recordar sí, y por desgracia esos recuerdos van conmigo a todas partes. ¡Iremos juntos!