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—¡Ni hablar!

La Bestia Perfecta, que había escuchado en silencio y a la que al parecer ya no le sorprendía que de pronto yo comenzara a hablar solo, intervino como si en realidad tomara parte en una conversación a tres bandas pese a que, lógicamente, continuaba sin poder ver a Jimena:

—Si no te sientes con fuerzas como para entrar solo en mi casa, mejor será que dejes este asunto en manos de alguien más capacitado; recuerda que lo que está en juego es la vida de dos criaturas y sin ese dosier no puedo hacer nada. Me llevó años recoger la información y debes entender que después de tanto tiempo no recuerde nombres ni direcciones.

Sonaba sincero.

Sincero y lógico.

Pero aun así me continuaba aterrorizando la idea de penetrar en un lugar en el que por lo menos dos niñas habían sido torturadas, violadas y asesinadas.

¿Suena absurdo cuando quien lo dice acostumbra hablar con absoluta naturalidad con los espíritus de esas mismas víctimas?

Probablemente, pero hay que tener en cuenta que a lo que yo iba a enfrentarme no era a los muertos o a unos fantasmas, sino al horror que había precedido a esas muertes.

¿Cómo sería en realidad aquel lugar?

Una vez más la imaginación pugnaba por desmelenarse intentando superar a la realidad, y esa noche, tendido en la cama, llegué a imaginar que me enfrentaría a una ensangrentada y tenebrosa cámara de torturas como las que se describían en los relatos sobre aquel sádico mariscal de campo francés que colgaba de ganchos a los niños en los sótanos de sus lúgubres castillos.

Admito, por tanto, que las manos me temblaban ligeramente y casi me costaba trabajo respirar en el momento que enfilé la carretera de La Coruña en busca de la urbanización de clase media alta en la que según Gil del Rey se encontraba su «refugio».

No sé por qué razón había imaginado que habría elegido un caserón aislado en un paraje boscoso, pero, por el contrario, se trataba de un precioso chalet rodeado de altos setos al punto que apenas se distinguía desde una estrecha y solitaria calle salpicada de badenes que impedían que los automóviles pudiesen ir demasiado aprisa.

Crucé por tres veces ante él con el fin de cerciorarme de que no se advertía a nadie por los alrededores, antes de decidirme a abrir la reja e introducir el coche en la explanada que se extendía ante la corta escalinata que conducía a una puerta blindada.

El jardín se encontraba totalmente descuidado y todo parecía indicar que el lugar había sido abandonado tiempo atrás.

Admito que el corazón me golpeaba con fuerza en el pecho en el momento de abrir la puerta y penetrar en un salón cubierto de polvo y telarañas.

Cerré a mis espaldas y me tomé un tiempo con el fin de acostumbrar los ojos a la penumbra.

Estaba asustado.

¡Naturalmente que lo estaba!

¿Quién no lo hubiera estado en semejantes circunstancias?

Ni tan siquiera el continuo contacto con los muertos me había proporcionado el valor necesario como para adentrarme en un lugar desconocido del que sabía a ciencia cierta que se habían cometido atroces asesinatos.

No me avergüenza tener que admitir que lo primero que hice fue abrir puertas hasta encontrar un baño si no quería correr el riesgo de orinarme encima.

Lo único que se percibía a primera vista era una casa deshabitada que en poco o nada se diferenciaba de cualquier otro lugar semejante.

Ni policías ni ladrones hubieran tenido motivos para sospechar que se trataba de una cárcel secreta, pero Bernardo Gil del Rey me había explicado qué era lo que debía hacer para que el aparador de la cocina se corriera suavemente a un lado permitiendo descubrir el comienzo de la escalera que conducía al sótano.

¡Aquel sótano era ya otro mundo!

El auténtico mundo de la Bestia Perfecta.

Esperaba encontrar una cámara de tortura y en su lugar lo que descubrí fue una especie de sofisticado plató de televisión cuyo centro lo ocupaba una enorme cama cubierta con una colcha azul con dibujos en forma de flor de lis y de cuya dorada cabecera partían unas cadenas con esposas de acero.

Y fotografías; docenas de fotografías de niñas, todas rubias, todas muy parecidas a como debía de ser Yedra a su edad.

Fotografías que me obligaron a vomitar.

Evidentemente, Jimena y Andrea no habían sido las únicas víctimas de aquel sádico.

¡Dios fuera loado!

Me sentí culpable por el simple hecho de ser testigo de semejantes atrocidades.

Me vi obligado a tomar asiento en un sillón, el único que había, aquel que sin duda ocuparía la Bestia Perfecta cuando se regodeara contemplando a las niñas desnudas y a su merced sobre la cama, y necesité un largo rato hasta conseguir serenarme.

No pude por menos que plantearme que cometía un error a la hora de dejar en libertad a semejante monstruo, y tan solo el hecho de meditar que lo que en verdad importaba era intentar salvar dos vidas me proporcionó las fuerzas necesarias para no salir huyendo de aquel lugar, regresar a casa y meterle dos tiros en la cabeza a semejante alimaña.

Busqué la caja fuerte, aunque en realidad estaba muy a la vista, introduje en una bolsa todo lo que contenía y abandoné el lugar sin quitarme los guantes hasta que me encontré de nuevo en la carretera.

No quería que, bajo ningún concepto, quedaran rastros de mi paso por tan maldito lugar.

PESCADORES DE ALTURA

El título figuraba con cuidadas letras de redondilla en el canto de un archivador rojo de los que pueden encontrarse en cualquier oficina, y Bernardo Gil del Rey se aplicó de inmediato a la tarea de estudiarlo, dedicando a la ardua y paciente labor toda una tarde y la mayor parte de la noche, por lo que al amanecer, y pese a que se encontraba evidentemente fatigado, inquirió mientras me mostraba una fotografía:

—¿Qué ves aquí?

—Una niña desnuda.

—¿Y dónde se encuentra?

—De espaldas al mar.

—¿Pero dónde?

—¡Y yo qué sé! —protesté—. Es un mar como otro cualquiera.

—El mar sí, ¿pero dónde está ella? ¿A qué está sujeta?

—A un cable.

—No es un simple cable —me contradijo—. Si te fijas advertirás que sube levemente inclinado porque en realidad es un obenque de los que mantienen firmes los palos de un barco. Está agarrada a él porque de lo contrario el balanceo la obligaría a tambalearse.

—¿O sea que, según tú, se encuentra a bordo de un barco?

—¡Exactamente! Y más concretamente de un velero, porque de lo contrario no tendría palos ni por lo tanto obenques. —Volvió a indicarme la foto con el fin de insistir machaconamente—: ¿A qué distancia calculas que le hicieron la foto?

—Supongo que a unos tres o cuatro metros.

—Más bien cuatro, diría yo... —confirmó seguro de sí mismo—. Eso quiere decir que si tiene cuatro metros de manga se trata de un velero de por los menos veinticinco metros de eslora.

—No entiendo demasiado de barcos... —me vi obligado a admitir—. Pero al menos sé que al referirte a la «manga» quieres decir ancho, y «eslora», largo.

—¡Exacto! Tampoco yo entendía de barcos, pero cuando los Pescadores de Altura que frecuentaban mi página en internet me enviaron esta foto de una niña que habían «capturado» durante una de sus correrías, estudié a fondo el tema y llegué a una conclusión: su yate tiene que ser un velero de unos veinticinco metros de largo y más de treinta años de antigüedad.

—¿Y eso último por qué lo sabes?

—¡Fíjate en los pies de la niña! —recalcó una vez más—. Se encuentran entre dos rayas separadas entre sí por unos diez centímetros, lo cual significa que está pisando sobre una cubierta de madera construida a base de tablas ensambladas y visiblemente desgastadas. Y eso hoy en día ya no se usa; la mayor parte de los barcos se fabrican en fibra de vidrio y las cubiertas suelen ser blancas, rugosas y antideslizantes o, en ocasiones, están cubiertas con una moqueta.