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—Puede que tengas razón.

—Sé que la tengo. A esta niña, Carla Colombo, la secuestraron en un hotel de Sorrento hace ahora siete años, casi el mismo día en que secuestraron a otra muy parecida, una alemana llamada Erika Stein, en Salerno, a apenas cuarenta kilómetros de distancia. Sus cadáveres nunca aparecieron.

—¿Y crees que se trata de la misma gente?

—¡Sin duda! Han actuado varias veces en las costas italianas, españolas, griegas e incluso portuguesas, pero curiosamente nunca en las francesas, lo que me hace suponer que es en algún puerto francés donde el barco pasa el invierno. Son muy prudentes a ese respecto, y probablemente prefieren no actuar «en casa».

—¿Quiere eso decir que son franceses?

—No necesariamente. En la Costa Azul vive gente muy rica, muy degenerada y de muy diversas nacionalidades.

Se le advertía agotado, por lo que consideré oportuno dejarle dormir pidiéndole permiso para estudiar mientras tanto el contenido de su archivador.

Se trataba de un trabajo detallado en cada uno de sus puntos, lo que demostraba que Bernardo Gil del Rey no era tan solo un hombre inteligente, sino también extraordinariamente meticuloso que analizaba cada detalle como si lo estuviera observando a través de un microscopio.

Fechas, días, lugares, descripción de las víctimas y modo en que habían sido secuestradas, todo aparecía detallado y con notas al margen, por lo que no pude por menos que llegar a la conclusión de que tenía razón y, en efecto, existía un grupo de degenerados que cada verano se hacían a la mar con el fin de capturar, torturar, violar y asesinar a un par de niñas que raramente superaban los siete años.

Aunque no cabía duda alguna de que el autor de tan espléndido trabajo de investigación analizaba los hechos pero jamás los condenaba.

Más bien al contrario, cabría suponer que experimentaba una especie de abierta admiración por quienes conseguían sus objetivos con absoluta impunidad.

En un determinado momento escribía:

En tierra firme tan solo el ácido o una cremación a muy altas temperaturas consigue que un cuerpo desaparezca por completo, lo cual siempre ofrece ciertas dificultades.

La infinidad del mar, con sus profundas fosas, resuelve de un modo mucho más efectivo ese problema.

«Problema.»

A su modo de ver no se trataba de un crimen execrable, sino de la forma más práctica posible de resolver el «problema logístico» que significaba deshacerse del cuerpo de un delito.

Leyendo cuanto había escrito, de nuevo tuve que reconocer que la Bestia Perfecta y los de su calaña habitaban en un universo moral diferente al resto de los mortales, y en el que lo que importaba no era el hecho en sí, por horrendo que a cualquier otro pudiera parecerle; lo único que importaba era permanecer en el anonimato y la impunidad.

Aunque supongo que ese es un baremo aplicable a todos los criminales.

Nos dividimos entre quienes nos juzgamos a nosotros mismos y quienes tememos que nos juzguen los demás; entre quienes miramos hacia dentro, o quienes estamos más pendientes de cuantos nos observan desde fuera, y cabe entender que ningún pederasta se muestra dispuesto a mirar en su interior.

Pero de cuanto figuraba entre tanto documento y tanto análisis, una pequeña frase me llamó particularmente la atención:

¿Existe una mujer?

Era una simple pregunta al final de un largo capítulo, sin que en ningún otro punto se volviera a mencionar el tema, por lo que no me quedó más remedio que sacarlo a colación durante nuestra siguiente entrevista.

—¿Existe una mujer?

—He llegado a pensarlo... —admitió Bernardo Gil del Rey, aunque no parecía en absoluto seguro de sí mismo—. En más de una ocasión he tenido la sensación de que no se trata únicamente de un «grupo de amiguetes» que se hacen a la mar dispuestos a divertirse a toda costa; es posible que entre ellos se encuentren mujeres.

—¡Pero eso es aún más aberrante! —no pude por menos de exclamar.

—¿Por qué? —pareció sorprenderse—. Las fantasías eróticas de una mujer suelen ser tan frecuentes o más que las de un hombre, y de hecho me consta que el bestialismo se da casi por igual en ambos sexos. Te doy mi palabra de que preferiría equivocarme, pero entra dentro de lo posible, ¡y recuerda bien que tan solo digo posible!, que los famosos Pescadores de Altura sean en realidad dos parejas; es más, tal vez incluso dos matrimonios.

Estaba convencido de que ya había visto u oído todo cuanto pudiese referirse a la depravación humana, por lo que semejante afirmación tuvo la virtud de «descolocarme» por el simple hecho de que hasta aquel día no se me había pasado por la mente la idea de asociar a una delicada y maternal figura femenina con el sórdido universo de la pederastia.

Me vino, sin embargo, a la memoria el reciente juicio que acababa de celebrarse en Madrid, en el que se había condenado a largos años de prisión a un matrimonio por abusar sexualmente de sus hijos, chico y chica con un innegable retraso mental, así como de permitir que un vecino participase en semejantes orgías, y no puedo negar que esa noche apenas pude pegar ojo preguntándome cómo conseguiría escapar de la sórdida tela de araña en la que me encontraba atrapado.

Al amanecer me había hecho la firme promesa de acabar de una vez con todo aquello, puesto que al fin y al cabo habían pasado casi dos semanas desde la desaparición de las niñas, lo cual venía a significar que a aquellas alturas deberían de estar muertas.

—¡Lo dudo! —fue la seca respuesta de la Bestia Perfecta.

—¿Por qué?

—Porque o yo no sé nada acerca de los pederastas, y modestia aparte creo que lo sé casi todo, o esas «capturas» tienen que durarles todo el verano. Nadie mantiene un barco tal vez inactivo a lo largo de un año y se lanza luego a la aventura de organizar el rapto simultáneo de dos niñas para acabar con ellas en poco tiempo. Unas criaturas tan bellas son piezas preciosas de las que se debe disfrutar con tiempo y con paciencia.

—Me dan ganas de vomitar o de pegarte un tiro.

—Tú fuiste quien quiso meterse en esto.

—Me obligaron.

—En ese caso pídele cuentas a quien te obligó, no a mí. Lo único que pretendo es salvarme ayudándote, y para conseguirlo debo hacer que te metas en la mierda hasta el cuello. Ten presente que los pederastas somos ante todo voyeurs que en ocasiones solemos disfrutar contemplado al objeto de nuestro deseo sin tan siquiera tocarlo, puesto que esa es una forma de alargar el placer que se avecina. Es como cuando contemplas a una mujer desnuda en la cama sabiendo que vas a poseerla. Apostaría a que esas niñas aún no han sido violadas y lo único que hacen es corretear desnudas por cubierta o bañarse en el mar, observadas por quienes se relamen imaginando lo que van a hacer con ellas cuando llegue el momento.

—¡Malditos seáis todos! —estallé—. ¡Espero que os pudráis en el infierno!

—Allí estaremos, porque es algo que tengo asumido en caso de que exista el infierno, cosa que dudo. —Su tranquilidad conseguía pasmarme en ocasiones—. Pero de lo que ahora se trata no es de que nos maldigas, que a nada conduce, sino de salvar a esas crías. Olvida tu indignación y ponte a trabajar.

—¿Qué tengo que hacer?

—Averiguar si un velero, antiguo, de madera, de unos veinticinco metros de eslora y probablemente de bandera francesa, hizo escala en algún puerto equidistante de Benidorm y Torrevieja, tal vez Alicante, durante los días en que raptaron a esas dos niñas. Y, naturalmente, localizar dónde se encuentra ahora ese barco.

Como siempre, no me quedaba...

Como siempre, no me quedaba otro remedio que acudir a Bartolomé y María Luisa, a los que costó un gran esfuerzo admitir que había mantenido encerrado a la Bestia Perfecta durante todo aquel tiempo, y que por si fuera poco andaba metido en otro maldito embrollo de difícil solución.