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Me consta que hubieran preferido mantenerse al margen de un hediondo asunto que venía a perturbar su vida en cierto modo perfecta, pero seguían siendo gente de bien que no se mostraba dispuesta a aceptar que un grupo de desalmados abusaran impunemente de unas crías para acabar por arrojarlas al fondo del mar cuando se hubieran cansado de ellas.

—¿Estás seguro de lo que dices? —quiso saber una impresionada María Luisa—. ¿Absolutamente seguro?

—No puedo estarlo, pero esos documentos demuestran que idéntica forma de actuar se ha utilizado en veranos anteriores, por lo que si encontramos ese barco y a esos canallas no solo habremos salvado a dos niñas, sino probablemente a muchas más en un futuro.

—Es que cuesta trabajo aceptar que algo así pueda ocurrir... —sentenció Bartolomé Cisneros—. Es algo que escapa incluso a mi imaginación.

—Eso se debe a que la tuya es la imaginación de un hombre decente; lo hemos discutido a menudo: el hecho de que no seamos capaces de entender que existan seres como ellos no significa que no existan. Están ahí, nos rodean, y por desgracia cada día crecen en número.

—¿Por qué?

—No es más que una simple cuestión de porcentaje: aumenta la población, y por lo tanto aumenta el número de tarados. La ciencia ha conseguido encontrar remedio a infinidad de enfermedades del cuerpo, pero por desgracia no ha progresado de igual modo en cuanto a lo que se refiere a las enfermedades del espíritu.

—Sigo pensando que no se trata de ninguna enfermedad, pero no es cuestión de ponerse a discutir —argumentó mi fiel amigo de la silla de ruedas—. Supongo que lo que pretendes es que te ayudemos a encontrar ese barco, ¿me equivoco?

—En absoluto.

—¡Bien! Supongamos que damos con él. ¿Qué hacemos entonces?

—Comprobar que las niñas están a bordo, aunque en mi opinión no es cuestión de adelantar acontecimientos. Lo primero es el barco, luego ya veremos.

María Luisa acudió en mi auxilio:

—En eso estoy de acuerdo —intervino para volverse de inmediato a su marido y añadir—: Imagínate que son nuestros hijos los que están en peligro, o sea que agarra ese teléfono y empieza a llamar a todo aquel que pueda echarnos una mano, empezando por el capitán del puerto de Alicante.

—¿Y qué les digo?

—Que a un amigo tuyo le han robado un velero de esas características y sospechas que navega por la zona con otro nombre y otra bandera.

—¿Acaso alguien se va a creer que han robado un barco?

—Hoy en día se roba de todo, cariño; no hace mucho leí que en Nápoles había desaparecido un submarino de la Armada italiana que al poco tiempo se vendió a trozos como si fuera chatarra... —Le besó afectuosamente en la frente al tiempo que le colocaba un teléfono en la mano—. ¡Venga! —ordenó más que rogó—. ¡Ponte a trabajar!

Bartolomé Cisneros era un hombre que ciertamente tenía muchos amigos, y en aquellos lugares en los que no conocía a nadie utilizaba un argumento que rara vez fallaba: su indiscutible poder político y económico.

Tres días más tarde sobre la mesa de su despacho se amontonaban un sinfín de detalladas descripciones de todos los veleros que habían hecho escala en puertos de la costa mediterránea española durante los dos últimos meses.

Al día siguiente habíamos seleccionado seis posibles candidatos, aunque ninguno apareciera abanderado en Francia.

No tardamos en comprobar que uno de ellos se encontraba tranquilamente atracado en Marbella, a la vista de todo el mundo, y otro, limpiando fondos en el mismo Alicante, por lo que tan solo nos quedaban por investigar cuatro: dos ingleses, uno holandés y el último abanderado en Panamá.

—¡Olvídate del panameño! —sentenció de inmediato Bernardo Gil del Rey—. O yo no entiendo nada de esto o esa gente es demasiado lista como para navegar en un yate matriculado en Panamá.

—¿Y eso por qué?

—Como todo el mundo sabe, la panameña es una bandera de conveniencia destinada a pagar menos impuestos y acogerse a unas leyes más permisivas, lo cual hace que cuando recalan en puertos deportivos la mayoría de las autoridades analicen con especial detenimiento unos yates que con demasiada frecuencia se utilizan para el transporte de drogas, el contrabando de tabaco o el tráfico de divisas. Alguien que lleva a niñas secuestradas a bordo jamás correría el riesgo de que vinieran a someterle a una inesperada inspección buscando cualquier otra cosa.

—Suena razonable —no pude por menos que admitir—. En ese caso quedan únicamente tres, pero supongo que resultará muy difícil localizarlos en alta mar.

—A no ser que se dicte una orden de búsqueda y captura internacional...

—¿Y con qué argumentos le pido yo a la policía o a la marina que busquen esos barcos?

—Con el de que dos niñas están a punto de morir... —Hizo una pausa, se frotó ligeramente el tobillo izquierdo, por el que le mantenía preventivamente sujeto con una larga cadena a una de las columnas del sótano, y al fin pareció admitir la lógica de mi razonamiento—. Entiendo que no puedas ir por ahí diciendo que sabes cosas que no puedes explicar por qué las sabes sin que te encierren en un manicomio.

—Tú lo has dicho.

—En ese caso lo mejor será utilizar El Atajo.

—¿A qué te refieres con eso de «El Atajo»?

—A algo que tal vez aún funcione —replicó—. Para evitar absurdos retrasos o peligrosas «filtraciones», cuantos dirigíamos la lucha contra la pederastia en la mayor parte de los países del mundo utilizábamos, de forma muy excepcional, lo que llamábamos «El Atajo», que no es otra cosa que una dirección de correo electrónico que nadie más conoce. Es una especie de buzón de datos muy restringido que permite actuar de forma rápida y conjunta a la par que permanece siempre protegido.

—No obstante, tú, el peor de los pederastas, tenías acceso a él.

—Cierto.

—¿Y no se te antoja irónico?

—Bastante.

—¿Y no puede darse el caso de que alguno de esos otros «altos dirigentes de la lucha contra los pederastas» sea a su vez pederasta?

Se limitó a sonreír casi socarronamente al admitir:

—¡No te diría yo que no!

—¡Qué hijos de puta podéis llegar a ser!

—Estamos de acuerdo —reconoció una vez más con absoluta naturalidad, pero de lo que ahora se trataba no era de calificarnos, sino de actuar—. Si después de tantos años El Atajo aún funciona, en menos de veinticuatro horas estarán buscando esos barcos y los resultados del rastreo irán a parar de nuevo al buzón.

—¿Pero alguien se preguntará quién y por qué se hace la petición? —argumenté convencido de lo que decía.

—En mis tiempos no solían hacerse ese tipo de preguntas puesto que estaba claro que quien tenía acceso al buzón era de absoluta confianza, por lo que sus razones tenían que ser de peso, lo que hacía que jamás se cuestionaran. Si luego el autor de la demanda quería compartir sus investigaciones era otra cosa, pero no perdíamos el tiempo solicitando explicaciones prematuras. Lo que se pretendía era que prevaleciera la eficacia sobre la burocracia, ya que como sabes muy bien suelen ser términos antagónicos.

—Inteligente política, vive Dios.

—La única válida en estos casos. Si alguien decía: «Haced esto», lo hacíamos de inmediato porque para preguntar siempre hay tiempo, mientras que para actuar acostumbran faltar minutos.

—¡De acuerdo! —dije—. En ese caso, si me proporcionas esa dirección iré a un cibercafé, enviaré la orden y esperaremos a ver qué es lo que pasa.

—Reza para que en este tiempo no hayan cambiado los hábitos.

—¿Te fías de un vivo?

La incongruente pregunta tenía su «miga» y me hubiera hecho reír de no ser por el hecho de que quien la planteaba estaba muerta y razones tenía para desconfiar de quien la había violado, torturado y asesinado.