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—¿Y qué remedio me queda, pequeña? —argumenté—. Si hemos llegado hasta aquí, y si realmente esas niñas están a bordo de un velero, el mérito se lo debemos atribuir, íntegramente, a un «vivo». ¿Qué sacaría con engañarme a estas alturas?

—No lo sé, pero lo que sí sé es que la vida de ese cerdo no ha sido más que un puro engaño.

—Ha cambiado.

—Los pederastas nunca cambian —pontificó segura de lo que decía—. Más sencillo resulta que un negro se vuelva blanco o un chino se convierta en un rubio noruego, que un pederasta en un ser «normal».

Puede que tuviera razón y la experiencia enseña que la tenía, puesto que rara vez se suele dar el caso de que un pederasta renuncie a sus inclinaciones aun a sabiendas de que le van a llevar a la cárcel, como si el hecho de abusar de una criatura indefensa fuera un impulso superior al que acaba por conducir a la muerte a los drogodependientes.

¿Pero qué otra cosa podía hacer en la situación en que me encontraba?

Viejo es el dicho de que «no hay peor cuña que la del mismo palo», y no existía a mi modo de entender mejor forma de enfrentarme a quienes habían secuestrado a aquellas niñas que un secuestrador de niñas.

—Lo que debes hacer —dije— es ayudarme buscando entre los muertos a alguna niña que haya sido violada y asesinada en un yate. Alguien que corrobore que vamos por el buen camino.

—¿Acaso imaginas que los muertos nos reunimos los fines de semana a cambiar impresiones? —quiso saber en un tono asaz despectivo—. ¡No seas tonto! Si tú no puedes conocer a todos los seres vivos de una sola generación, ¿cómo pretendes que yo conozca a todos los muertos de cientos de generaciones? Ni siquiera tengo idea de dónde se ocultan.

La situación se me volvía a antojar tan incongruente como de costumbre, pues era cosa harto repetida que mientras los difuntos no se decidieran a mostrarse por sí mismos, nadie, ni vivo ni muerto, poseía el poder de convocarlos.

Mi única esperanza estribaba, por tanto, en que aquel buzón que antaño servía de atajo continuara operativo.

Y por fortuna lo estaba.

No habían pasado aún veinticuatro horas cuando llegaron respuestas desde varios puntos del Mediterráneo.

El Princess III navegaba por las proximidades de Mallorca y el Magnolia se encontraba fondeado frente a Taormina, pero del Brabante no se tenía noticia alguna desde la mañana en que abandonó Alicante.

—¿Qué opinas? —quise saber.

La respuesta de Bernardo Gil del Rey tuvo la virtud de sorprenderme:

—¿Conoces Taormina? —inquirió a su vez, y ante el gesto negativo, añadió—: Se alza junto a la costa y sobre una inmensa roca, el monte Tauro, por lo que la mayoría de los balcones de sus hoteles y apartamentos, así como las calles y plazas, miran al mar, lo cual quiere decir que cientos de personas pueden distinguir, a vista de pájaro, cuanto ocurre en un yate anclado en su bahía. Si yo tuviera prisioneros a bordo esa ensenada sería el último lugar del mundo que escogería para fondear.

—¿O sea que descartamos al Magnolia? —argumenté.

—Pero sin olvidarnos de él definitivamente. Ordena que alguien lo espíe con un buen telescopio desde el Hotel San Domenico.

—¿«Ordenar»? —repetí desconcertado—. ¿Y a quién se lo tengo que ordenar?

—Bastará con que introduzcas la petición en el buzón, y la policía italiana se encargará del resto. Los casos de Carla Colombo y Erika Stein les afectaron mucho, por lo que siempre se muestran más que dispuestos a colaborar.

—Supongo que te partirías de risa cada vez que te enviaban información ignorantes de que estaban ayudando a un pederasta.

—No creo que sea momento de elucubrar sobre lo que pude sentir o no en su día —puntualizó con una acritud que admito que me merecía—. He tenido mucho tiempo para reflexionar, y te garantizo que la soberbia, que admito que fue uno de mis peores defectos, desapareció tras cinco años de no tener ni papel con que limpiarme el culo. Ahora lo único que deseo es ser de utilidad en este caso y vivir lo que me queda por vivir como un simple ser humano. Si alguien aprendió alguna vez una lección, ese fui yo.

Me concentré, por tanto, en hacer lo que me indicaba, convencido de que lo único que importaba en aquellos momentos era localizar a las dos niñas, pero como no me sentía capaz de sentarme a esperar el resultado de la búsqueda de los barcos que faltaban, le pedí a Bartolomé Cisneros que pusiera a su gente a investigar a sus propietarios.

La información que llegó al día siguiente me aclaró muchas dudas: el Magnolia pertenecía a un viejo lord inglés que se encontraba disfrutando de unas largas vacaciones en compañía de toda su familia, incluidos tres nietos, lo cual explicaba que hubiera fondeado en un lugar tan paradisíaco como las costas de Taormina.

Por su parte, el Brabante era un barco de alquiler que en aquella ocasión había sido contratado por un grupo de jóvenes submarinistas que al parecer pensaban pasar todo el verano buceando en el mar Rojo.

Y, por último, el Princess III tenía dos dueños: un famoso abogado inglés y un acaudalado industrial belga, íntimos amigos, y que cada año solían recorrer el Mediterráneo en compañía de sus respectivas esposas.

—Son esos.

—¿Estás seguro?

—Los datos concuerdan con mis informes y sobre todo con lo que en cierto modo «presentía»; los Pescadores de Altura no son simples pederastas tal como yo los entiendo; son tan depravados que incluso han conseguido que sus mujeres participen en el juego... —Sonrió con lo que más bien era una mueca amarga para concluir—: Si en alguna ocasión llegaste a preguntarte si podía existir alguien peor que yo, aquí tienes la respuesta.

—Hubiera preferido ignorarla.

—Lo supongo.

—Y si quieres que te diga la verdad, no acabo de creérmelo y puede que toda esta historia del barco no sea más que una fantasía.

—Estás en tu derecho... —admitió con desgana—. Tal vez tan solo se trate de dos honrados matrimonios que a lo más que se atreven es a realizar un simple intercambio de parejas; pero lo que sí te advierto es que entre una cosa y otra ha pasado demasiado tiempo, lo más probable es que a estas alturas esas niñas ya hayan sido violadas, y a no tardar mucho habrá que buscarlas a más de mil metros de profundidad. —Se encogió de hombros con fingida indiferencia al añadir—: ¡O sea que tú mismo!

Había pasado, en efecto,...

Había pasado, en efecto, demasiado tiempo; casi un mes desde que desaparecieran las pequeñas, y me revolvía el estómago admitir que por mucha paciencia que tuviera y por mucho que le apeteciera regodearse en la simple vista de su futura víctima, ningún depravado resistiría tanto tiempo a sus impulsos.

Decidí, por tanto, que debería actuar pese a que aún no estuviera absolutamente seguro de que el Princess III fuera el barco que buscaba.

Le dejé a Bernardo Gil del Rey agua y comida para una semana, volé a Palma de Mallorca y contraté los servicios de un helicóptero con la excusa de que una revista náutica me había encargado fotografiar las costas baleares así como a los innumerables yates que pululaban por aquellas fechas en sus múltiples, tranquilas y transparentes calas.

Por suerte disponía de un más que sofisticado equipo fotográfico fruto de mi vieja afición a la ornitología, a la vista de lo cual no levanté la más mínima sospecha en el momento de subir al aparato cargado con un sinfín de cámaras.

Excuso decir que la mayor parte de las miles de fotografías que fingía tomar las estaba haciendo sin negativo, y tan solo cuando hacía su aparición un barco que en verdad me interesaba utilizaba una cámara digital con teleobjetivo de alta definición.