Cuando se me terminó el dinero telefoneé a Bartolomé Cisneros, que en menos de una hora me envió una transferencia que me permitiría continuar en el aire dos semanas más en caso de que fuera necesario.
Pero no lo fue.
Al sexto día, y tras coronar la cima del diminuto islote de Sa Dragonera, casi frente al puerto de Andraix, apareció ante nosotros, anclado en el centro de una minúscula ensenada a la que tan solo se podía acceder por mar, un altivo velero de unos veinticinco metros de eslora, sobre cuya cubierta dos mujeres y un hombre tomaban el sol totalmente desnudos mientras un segundo hombre buceaba junto a las rocas de la costa.
Pero ni rastro de dos niñas.
Ordené al piloto que girara en torno al barco aunque no demasiado cerca, y el teleobjetivo de la cámara me permitió leer con absoluta claridad el nombre impreso en letras rojas en el espejo de popa: Princess III.
Seguimos viaje bordeando en dirección norte la costa oeste de Mallorca, continué con el paripé de hacer un sinfín de fotos falsas, y al regresar a Palma le comuniqué al piloto que ya contaba con suficiente material,
—¿Suficiente material? —se escandalizó—. ¡Con eso tiene para ilustrar cien libros sobre barcos! ¡Menudo derroche!
—Cuando se quiere conseguir una foto extraordinaria es necesario tirar miles de fotos ordinarias —repliqué muy serio—. Y yo únicamente entrego fotos extraordinarias.
Debió de quedarse pensando que al menos me pagarían treinta mil euros por cada una de ellas o de lo contrario no me saldrían las cuentas, pero al fin y al cabo no me importaba en absoluto lo que pudiera pasar por la cabeza de aquel buen hombre aunque fuera, eso sí, un excelente piloto.
Lo primero que hice a continuación fue encaminarme al puerto de Andraix, en el que un amable anciano, el patrón Joanet Perdigó, accedió a alquilarme una vieja barca de pesca que ya apenas usaba.
Con dos semanas de alquilarla a semejante precio hubiera podido comprarse una nueva, pero lo que a mí me importaba en aquellos momentos no era el precio, sino la urgencia, y sobre todo el hecho de que admitiera el depósito de garantía en metálico y sin hacer ni una sola pregunta.
Con la primera claridad del alba «levé anclas» y a los pocos minutos, en cuanto abandoné la protección de la acogedora bahía, me encontraba vomitando a los pies de los impresionantes farallones del cabo de La Mola.
El mar no es mi elemento, nunca lo ha sido, ni nunca lo será.
Por fortuna en cuanto comenzó a calentar el sol se aplacó el viento, con lo que el mar comenzó a calmarse y el estómago dejó de molestarme sobre todo cuando, a los quince minutos, la isla me protegió del suave oleaje que llegaba de poniente.
Sa Dragonera no es más que un desolado peñasco de unos cuatro kilómetros de largo por apenas uno de ancho que por el oeste cae verticalmente al mar desde una altura que supongo debe de ser de poco más de cuatrocientos metros, mientras que por el lado que da a Mallorca desciende en una pendiente menos abrupta formando varias calas de aguas cristalinas.
No se advertía más signo de vida que un faro en la punta sur, algunas embarcaciones de pesca y cuatro o cinco yates que al parecer habían pasado allí la noche.
El corazón me dio un vuelco al advertir que el Princess III no se encontraba ya en la ensenada en la que lo había visto el día anterior, y admito que pasé unos minutos angustiosos hasta que al fin lo distinguí en otra cala un poco más pequeña a casi un kilómetro de distancia, hacia el norte.
No se distinguía a nadie sobre cubierta.
Al parecer sus ocupantes disfrutaban de sus vacaciones y por lo tanto se levantaban tarde.
Eché el ancla a unos quinientos metros de su popa, cebé, más mal que bien, media docena de anzuelos con las sardinas que amablemente me había proporcionado el patrón Perdigó, y los lancé al agua con escasas esperanzas de atrapar algo.
Para mi sorpresa de inmediato comencé a capturar lo que más tarde averigüé que eran sargos, serranos, cabrillas y roncadores, ¡la suerte del principiante!, y me entusiasmé a tal punto que se me pasó el tiempo y no volví a la realidad hasta advertir que dos de los ocupantes del yate se habían lanzado al agua y nadaban mansamente hacia las rocas.
Se trataba de un hombre y una mujer; él de unos cincuenta años, rubio y de complexión robusta, y ella mucho más joven y con una figura realmente atractiva en su absoluta desnudez.
Sobre cubierta, la otra pareja desayunaba a la sombra de un toldo.
Continué pescando fingiendo que lo único que me interesaba en aquellos momentos se encontraba bajo el agua.
Al cabo de media hora, el hombre que continuaba en el barco se lanzó de cabeza al mar y acudió nadando con fuertes brazadas para acabar acodándose a la borda con el fin de echar un vistazo al fondo de la embarcación:
—¡Buenos días! —saludó con un marcado acento francés—. Veo que se le está dando bien la mañana. ¿Qué cebo utiliza?
—Sardina.
—¡Qué raro! —exclamó sorprendido—. Yo casi nunca consigo pescar nada pese a que también suelo utilizar sardina.
—¡La experiencia...!
—¡Ya! ¿Me vende unos cuantos?
Fingí dudar unos instantes, pero al fin señalé:
—Se los cambio por un par de cervezas frías. Se me olvidaron.
—Le espero a bordo.
Regresó al velero y yo continué con mi «trabajo» aparentando una vez más que no tenía el menor interés por visitar una embarcación en la que no se advertía presencia alguna de niñas.
¿Me había equivocado?
El solo hecho de pensar que había empleado tanto tiempo, esfuerzo y dinero en perseguir el fantasma de un barco en el que al parecer dos inocentes parejas disfrutaban de unas tranquilas vacaciones tuvo la virtud de ponerme de mal humor, y como si ese humor fuera capaz de traspasar la superficie del agua y llegar al fondo, al poco los peces dejaron súbitamente de picar.
Al parecer se les había pasado la hora del desayuno, y admito que desde aquel día he estado tratando de averiguar inútilmente por qué demonios aquellos malditos bichos que minutos antes parecían tener un hambre voraz se veían asaltados de pronto por una absoluta desgana.
Las sardinas eran las mismas, los anzuelos eran los mismos e idéntica la profundidad, pero en aquellos momentos allá abajo no parecía quedar nadie.
Misterio.
Cuando llegué al convencimiento de que nada más me quedaba por hacer en un mar tan desierto, puse el motor en marcha y me aproximé al Princess III, donde me recibieron amablemente y con una cerveza helada en la mano.
Sus cuatro ocupantes estaban ahora a bordo.
Y vestidos.
Al menos cubiertos con toallas.
Les entregué ocho de mis peces, dos por cabeza, acepté las cervezas y unos canapés de salmón y caviar, y me disponía a reemprender la marcha cuando al fin conseguí verlas.
Se encontraban sentadas en proa, arrebujadas las unas contra las otras, completamente desnudas, y me miraban fijamente con aquella turbia mirada tan propia de los difuntos.
Eran al menos doce, todas de menos de siete años.
Una de las mujeres siguió la dirección de mi mirada, pareció sorprenderse y al poco inquirió en inglés:
—¿Le ocurre algo?
Tardé un siglo en responder a duras penas:
—Nada, gracias.
—Pero es que se ha quedado blanco; se diría que ha visto un fantasma.
—Debe de ser que la cerveza estaba demasiado fría y me ha caído mal.
—¿Quiere subir a bordo y descansar un rato?
—¡No, gracias! Ya es hora de irme. ¡Adiós!
—Adiós.
Me alejé de aquella diabólica embarcación y cuando me volví a mirarla por última vez advertí que los cuatro adultos me observaban, pero que de igual modo me observaban las niñas, y en sus ojos, por lo general tan inexpresivos, pude leer con absoluta claridad lo que me estaban pidiendo.
Continué mi marcha y fui a buscar refugio en una profunda ensenada triangular que se abre al sur del islote, justo bajo el faro.