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Lloré largo rato.

Lloré de pena, de rabia y de impotencia.

Lloré por el simple hecho de haber dado la mano y compartido una cerveza con cuatro seres humanos que no merecían semejante denominación.

Cuando al fin conseguí tranquilizarme nadé hasta la punta desde la que podía distinguir toda la costa oriental de Sa Dragonera con el fin de cerciorarme de que el Princess III no levaba anclas.

No puedo, aunque supongo que más bien debería decir no quiero, describir lo que pasó por mi mente y mi corazón aquel tenebroso día, tal vez el más amargo y aciago de una vida que ha conocido más amarguras que alegrías.

Una docena de niñas descansaban en las profundas tinieblas del mar por el simple hecho de que aquellas cuatro criaturas del averno disfrutaban abusando de ellas.

Prefiero no seguir escribiendo sobre ese tema.

Nada de lo que diga puede expresar la inmensidad del odio que se había adueñado de mi alma.

El sol continuó su camino, más lento que nunca.

Pero al fin llegó un rojizo atardecer al que siguió la noche.

Una noche serena, estrellada, silenciosa.

Aguardé durante horas.

Yo era en aquellos momentos el único hombre sobre la faz de la tierra.

Tenía la extraña sensación de que el mundo, la totalidad del universo que se alzaba sobre mi cabeza, permanecía inmóvil pendiente de mis actos.

Al fin puse la embarcación en marcha, me dirigí de nuevo al norte y cuando me estaba aproximando a la entrada de la diminuta bahía apagué el motor y continué a remo.

Me aproximé como un fantasma y quiero suponer que la naturaleza se alió conmigo, porque una espesa nube llegó del este, ocultó las estrellas y permitió que las tinieblas fueran tan densas que nadie hubiera sido capaz de distinguirme a tres palmos de distancia.

Los últimos metros los recorrí tan despacio que el tiempo se me antojó infinito, pero al fin el costado del blanco velero hizo su aparición ante la proa.

Sujeté las embarcaciones para que no golpeara la una contra la otra, afirmé un cabo a un obenque y salté a bordo sin realizar un solo gesto brusco.

Con un pedazo de gruesa cuerda que llevaba a la cintura até entre sí los tiradores de la puerta de la camareta y a continuación me deslicé hasta proa con el fin de afirmar igualmente desde fuera el tambucho por el que se introducían las velas.

Convencido de que no existía ninguna otra salida me apliqué a la tarea de rociar con el fueloil del motor de mi embarcación la vieja cubierta de madera reseca.

Las niñas me observaban atentas y en silencio.

Salté de nuevo a la barca, le prendí fuego a un pedazo de estopa y lo lance sobre aquella nave maldita.

A los pocos minutos ardía como yesca.

Me alejé unos metros y observé la inmensa hoguera.

Las niñas sonreían pese a estar muertas.

Se escucharon gritos, desesperados golpes, luego alaridos, llamadas de auxilio y al poco la ruptura de los cristales de uno de los pequeños ventanucos laterales.

Un hombre aullaba tras él intentando salir, pero resultaba evidente que ningún cuerpo adulto cabía por un espacio tan pequeño.

¡Dios, qué espectáculo!

¡Qué a gusto me sentía conmigo mismo!

A la luz de las llamas el hombre alcanzó a verme, nuestras miradas se cruzaron y pareció comprender la razón por la que iba a morir achicharrado porque casi al instante dejó de gritar, movió a un lado y otro la cabeza y desapareció de mi vista.

El infierno los alcanzó incluso antes de haber muerto.

Se abrasaron.

Al cabo de unos minutos el velero que había sido mudo testigo de tanta aberración y tanto sufrimiento comenzó a hundirse de popa.

Las niñas siguieron en cubierta, ajenas a las llamas, hasta que el mar se las tragó.

Me despidieron con un agradecido gesto de la mano.

Les dije adiós y me alegró saber que al fin descansarían en paz.

La nube se alejó para que las estrellas pudieran cerciorarse de que se había hecho justicia.

Al fin sobre el tranquilo mar no quedaron más que unas cuantas tablas chamuscadas.

No me arrepiento.

Por mil años que viva no me arrepentiré jamás.