Supongo que alimentaba la absurda esperanza de que la visión del lugar en que había nacido y se había criado Jimena me inspirase las más difíciles palabras que tendría que pronunciar a lo largo de toda mi vida.
—Mi padre murió cuando yo era muy pequeña y apenas lo recuerdo... —me había confesado el día anterior, sentada como de costumbre en uno de los muros de los parterres del jardín—. Años más tarde, mi madre salió con un par de señores e incluso fuimos con uno de ellos de vacaciones a Mallorca, pero aunque llegué a tomarle un cierto cariño la relación quedó en nada y un buen día desapareció, porque debo admitir que a veces mi madre se comporta de un modo un tanto especial.
—¿Especial en qué sentido?
—Es muy «suya»... Por lo general es amable, cariñosa e incluso muy divertida a ratos, pero de pronto se queda ensimismada, te mira como si no te conociera, se ausenta, y se pasa horas o días casi sin hablar, hasta el punto de que da la impresión de que se ha mudado a otra ciudad.
—¿Y eso por qué?
—¡Y yo qué sé! A mí no me importaba porque la conocía y sabía que siempre acababa reaccionando, pero a los hombres no les gustaba que se comportara como si de pronto no estuvieran allí.
—Claro, a nadie le apetece convivir con una persona que, como dices, «se muda a otra ciudad» sin previo aviso.
—Pero no es culpa suya, y cuando se quiere a alguien hay que quererlo en lo bueno y en lo malo...
Observando desde las alturas el altivo puente de hierro, no apto para ser cruzado por quienes padeciesen de vértigo, con la majestuosa mole del parador de turismo al otro lado del impresionante abismo de la hoz del río Huécar, no pude por menos preguntarme qué ocurriría si en el momento de presentarme ante la infeliz Alicia Jiménez, se encontraba atravesando uno de aquellos extraños períodos de ausencia a que se había referido su hija.
Pedí tres cafés y me deleité largo rato con un enorme puro canario, cosa que no suelo hacer más que en muy contadas ocasiones, especialmente cuando estoy buscando la forma de retrasar el momento de tomar una decisión.
Pero incluso los mayores puros, sean o no canarios, acaban por consumirse, devolviéndonos a la realidad de que hemos recorrido más de cien kilómetros para encontrar a una determinada persona, y por lo tanto no es de recibo regresar a Madrid, a confesarle a una niña muerta que tuvimos miedo a la hora de enfrentarnos a su atribulada madre.
La casa era pequeña, de un solo piso, alzada no lejos de un farallón cortado a pico sobre el Huécar y aparecía rodeada por un pequeño huerto y una amplia terraza cuajada de rosales. Un chucho de color canela y raza indefinida, Coco me había dicho Jimena que se llamaba, me enseñó los dientes gruñendo amenazadoramente, y tras ladrar repetidas veces mientras observaba inquieto cómo agitaba la campanilla que colgaba sobre la verja, guardó silencio en el momento en que hizo su aparición una mujer de poco más de cuarenta años pero que en aquellos momentos podría aparentar sesenta. Se la advertía demacrada, con los ojos rojos, los párpados hinchados y el cabello revuelto; con un aspecto tan desamparado y abatido que hubiera servido de modelo ideal a la hora de pintar un retrato de la Dolorosa bajando a Cristo de la cruz.
Me resulta imposible recordar, o más bien transcribir, cuáles fueron mis primeras palabras de aquellos difíciles momentos, porque me temo que lo único que hice fue balbucear como un imbécil, pero lo que sí recuerdo con absoluta claridad es que en el momento en que le dije que su hija había muerto, Alicia Jiménez de Jimeno ni tan siquiera reaccionó, se limitó a musitar quedamente:
—Ya lo sabía.
—¿Quién se lo ha dicho?
Se llevó el dedo índice al pecho al tiempo que replicaba en el mismo tono:
—No necesito que nadie me lo diga. Durante un tiempo mantuve la extraña sensación de que me llamaba y eso alimentaba mi esperanza de que al fin me la devolvieran, pero una noche se me paró el corazón y supe que mi niña había muerto. Por desgracia, el corazón volvió a latir contra mi voluntad y aún ignoro por qué razón continúa haciéndolo.
Se quedó muy quieta, contemplando como hipnotizada la silueta de la torre Mangana que se distinguía a poco más de un kilómetro de distancia, y por unos instantes temí que se hundiera en uno de aquellos períodos de ausencia de los que al parecer solía tardar varios días en regresar.
Me mantuve en silencio, acariciando la cabeza del chucho, que se había tumbado a mis pies y que me olfateaba como si estuviese descubriendo en mí el olor de su joven ama, y cuando comenzaba a hacerme a la idea de marcharme, los enrojecidos ojos se volvieron a mirarme con inquietante fijeza.
—¿Le hicieron daño?
—Supongo que sí... Pero eso ya ha pasado.
—¿Quién se lo hizo?
—Lo ignoro, pero le juro que haré cuanto esté en mi mano para averiguarlo.
—¿Es usted policía?
—No.
—Entonces ¿cómo sabe que mi hija ha muerto y cómo piensa atrapar al asesino?
—Prefiero no decírselo... Nunca me creería.
Guardó silencio de nuevo; de nuevo se concentró en contemplar la torre, y cuando al fin me miró tuve la sensación de que se sentía algo más serena.
—Escuche, señor... Soy una madre a la que le han arrebatado lo único que tenía, llevo mucho tiempo imaginando las cosas terribles que algún maldito sádico le estaría haciendo en esos momentos a mi pequeña, y ahora que me consta que ha muerto, mi único futuro es arrojarme por aquel risco para acabar de una vez con tanto padecimiento. Si existe una esperanza, ¡una sola, y por increíble que parezca!, de que el pervertido que me lo ha arrebatado todo pague su culpa, le suplico que me brinde esa pizca de aliento para tener al menos un motivo para seguir viviendo.
¿Qué podía responderle?
Evidentemente aquel era, en aquellos momentos, el ser humano más desgraciado del planeta, y al reparar por primera vez en la gran cantidad de fotografías de Jimena que adornaban cada rincón de la pequeña sala de estar, llegué a la conclusión de que, efectivamente, cualquier cosa que dijera y por absurda que se me antojase sería siempre preferible al silencio.
—Aunque supongo que le costará aceptarlo, lo cierto es que poseo unos ciertos poderes de los cuales nunca me he lucrado ni pienso hacerlo bajo ninguna circunstancia. —Hice una pausa para que entendiera bien que no venía a pedirle nada, y por último añadí—: Su hija se me aparece con cierta frecuencia y me ha pedido que venga a rogarle que deje de buscarla. Nunca la encontrará, pero tal vez le consuele saber que ha dejado de sufrir.
—Me consuela, pero, ciertamente, me cuesta creerle.
—Lo comprendo. Yo también ignoro por qué extraña razón los muertos acuden a mí en busca de justicia antes de continuar su camino hacia un destino que en verdad desconozco; tal vez por el hecho de que mi casa fue construida sobre la cueva de un ermitaño que aseguran que había recibido el don de hablar con los muertos.
—¿Pretende hacerme creer que habla con ellos?
—Tal como estoy hablando ahora con usted.
—¿Y no le asustan?
—Al principio sí. Luego llegué a la conclusión de que no pueden, ni quieren, hacerme daño; lo único que pretenden es descansar en paz sabiendo que los causantes de su desgracia han recibido su merecido.
—¿Y lo han recibido?
—Por el momento lo he conseguido. ¿Recuerda el accidente de tren en el que murieron cuarenta personas? Ahí empezó todo, porque en realidad ese «accidente» se debió a que alguien pretendía ganar mucho dinero desviando la línea por un lugar peligroso. Tardé más de un año en encontrar a los culpables, pero al fin lo conseguí.
—¿Qué ha sido de ellos?
—Siguieron el mismo camino que sus víctimas, aunque probablemente su destino final será muy diferente.
—¿Los mató usted?