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—No exactamente.

Se ausentó una vez más, aguardé acariciando la cabeza de Coco, que ya no se separaba ni un instante de mis pies, y cuando la pobre mujer se volvió de nuevo, sus tristes ojos contenían ahora una ardiente súplica.

—¿Me permitirá que sea yo misma quien mate a ese hijo de puta si es que consigue encontrarle?

—¿Y qué sacará con ello?

—Dormir.

—¿Dormir?

—¿Qué mejor somnífero puede existir para una madre que la sangre del asesino de su hija? Desde el día en que me la arrebataron no he conseguido descansar dos horas seguidas, ¡estoy a punto de volverme loca! ¿Lo hará?

—Lo haré.

—¿Me lo jura?

—Le juré a su hija que encontraría a quien le hizo daño, y ahora le juro a usted que le permitiré que lo mate con sus propias manos.

—Tal vez esta noche consiga dormir un poco... Tal vez esa esperanza me permita continuar con vida por algún tiempo.

De la misma forma que el amor puede salvar a un desahuciado, el odio posee la fuerza suficiente para lograr que un ser tan desesperado como Alicia Jiménez decidiera aplazar su suicidio hasta haber conseguido llevarse por delante al degenerado que había transformado su existencia en un infierno.

—Desde que el maldito cáncer que parece pretender acabar con todos nosotros, bien matándonos o bien llevándose a los seres que amamos, me arrebató a mi marido, lo único que me quedaba en este mundo era Jimena. Me esforcé por encontrar a alguien que le sirviera de padre, pero fracasé. Aquellos con los que intentaba olvidar a Germán me lo traían a la mente una y otra vez, y admito que en lugar de devolverme a la vida me alejaban de ella.

—Es lo que suele suceder en estos casos. Como se suele decir, «las comparaciones siempre son odiosas».

—Así es, en efecto; la muerte fue muy cruel llevándose al único hombre que he amado y dejándome a mí con vida, pero esa crueldad llegó al extremo cuando también me arrebató a mi niña y no me partió el corazón en ese instante. ¿Es usted creyente?

—No.

—¡Suerte la suya! Han sido mis creencias las que me han impedido suicidarme, y estoy convencida de que ese es el precio más costoso que nos vemos obligados a pagar los que confiamos en que existe otra vida en la que la crueldad no llegue a los extremos que acostumbra a llegar en esta.

—Existe otra vida... De eso puedo darle fe, pero lo que no puedo asegurarle es de si se trata de una vida mejor o peor. Lo que sí sé es que es tan larga, y supongo que tan monótona, que no conviene apresurarse a la hora de llegar a ella. «Vivir» es que nos ocurran cosas, buenas o malas, y nacimos para vivir, no para ser felices.

—¿Y cree que vale la pena vivir si estamos condenados a no ser felices?

—No estamos condenados puesto que existe mucha gente que es feliz a ratos, pero aunque lo estuviéramos, eso siempre es mejor que no haber vivido. La posibilidad de que un determinado espermatozoide fecunde un determinado óvulo y dé origen a un determinado ser es de una entre miles de millones, por lo que creo que nadie tiene derecho a despreciar semejante milagro por el hecho de que las cosas no le hayan salido como esperaba.

—¿Considera que el hecho de haber perdido a los dos seres que he amado es que «las cosas no me hayan salido como esperaba»?

—Si perdió a los seres que amaba fue porque hubo un tiempo en que los tuvo y fue feliz amándolos. Y eso es más de lo que la mayoría de las personas ha tenido nunca.

—¿Acaso cree que los años que disfruté con la presencia de Jimena me compensarán por lo que voy a sufrir por su definitiva ausencia? Resulta evidente que usted no tiene hijos.

—Tengo uno... —le repliqué—. Y me destrozaría el corazón que desapareciese, pero resultaría egoísta por mi parte considerar que el dolor que ello me produjese no estaría compensado por las horas felices que pasé a su lado, o lo feliz que él mismo fue porque le concedí la oportunidad de vivir; la amargura de una muerte no basta para empañar la dulzura de una vida.

—Probablemente me consolaría compartir sus ideas, pero lo cierto es que en estos momentos no puedo hacerlo. Quizá se deba a que todo es demasiado reciente.

—Quizá... Pero tenga muy presente que usted es lo único que ahora inquieta a su hija. He llegado a la conclusión de que los muertos prefieren que quienes les amaron en vida les olviden, pero por desgracia los vivos consideramos que olvidarlos sería tanto como traicionarlos.

—¿Y pretende hacerme creer que no es así?

—Desde el punto de vista de una persona viva sí, pero desde el de una persona muerta no, porque los muertos ya no entienden ni de mentiras ni de traiciones; lo único que desean es descansar.

—En ese caso debo de estar muerta... —señaló segura de sí misma—. Lo único que deseo es descansar, y si pocas oportunidades de hacerlo tenía hasta ahora, me temo que van a ser menos de aquí en adelante.

—¿Por qué lo dice?

—Porque si existía una remota posibilidad de que llegase a resignarme, ha desaparecido desde el mismo momento en que me ha hecho concebir la esperanza de que algún día conseguiré vengarme.

Ni siquiera me molesté en señalarle que a mi modo de ver la venganza no era el mejor cimiento sobre el que asentar una nueva vida, puesto que si pretendo ser sincero ni siquiera estaba convencido de tener razón. La historia está repleta de ejemplos en los que el ansia de revancha ha llevado a los seres humanos hasta límites insospechados, puesto que en una sociedad que se alza sobre los pilares de terribles injusticias suelen ser millones los que exigen casi a diario una reparación.

Nada ni nadie le devolvería su hija a una mujer que acababa de sumirse una vez más en un abismo sin fondo en el que únicamente ella habitaba, pero debo admitir que la sed de venganza era el último madero al que podía aferrarse para salir a flote.

Me encontraba tumbado...

Me encontraba tumbado en la cama ensimismado en el estudio de un plúmbeo informe sobre resistencia de materiales en las líneas férreas de alta velocidad en el momento en que escuché voces en el jardín, y cuando me asomé a la terraza advertí que una niña, a la que apenas pude entrever, corría a esconderse entre los parterres de rosas justo detrás de la vieja casa de muñecas.

Jimena, que estaba sentada en el muro de siempre, alzó el rostro hacia mí y dijo:

—Tiene miedo.

—¿De qué?

—De todo. Ayer la mataron.

El corazón me dio un vuelco, me aferré a la barandilla para evitar que las piernas me traicionaran, y cuando al fin conseguí reponerme bajé a reunirme con la chiquilla.

—¿Quién es?

—No me ha dicho su nombre. No hace más que llorar porque al parecer la han torturado de una forma horrible. Supongo que aún ni siquiera sabe que está muerta.

—¿Y está muerta?

—Tanto o más que yo.

—Ve a buscarla. Intenta tranquilizarla y hacerle comprender que no tiene nada que temer.

—¿Le digo la verdad? Le cuento que la han raptado, torturado, violado y asesinado, o le permito que conserve la esperanza de que volverá a ver a sus padres?

—¿Y qué quieres que te diga? Tú debes saber mejor que yo si es preferible que te digan la verdad o aguardar a descubrirla por ti misma.

—Pero es que yo no lo sé... Aún confío en que todo esto no sea más que una pesadilla de la que me despertaré gritando para que mi madre acuda a consolarme.

—También a mí me gustaría que todo fuera una pesadilla. Hasta hace un par de años yo no era más que un hombre normal que aspiraba a que en alguna ocasión le ocurriera algo extraordinario que le librase de la monotonía de una vida sin alicientes, pero debo admitir que cuanto me está ocurriendo es demasiado «extraordinario». El día que conocí a tu madre casi se me parte el corazón.

—¿Me llevarás a verla?

—Eso no depende de mi, pequeña —le hice notar—. Tú aún no lo sabes, pero los difuntos poseéis privilegios que nos están vedados a los vivos y al mismo tiempo no se os consienten cosas de lo más banales. En cierto modo me sorprendió que no estuvieras allí aquel día.