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—¿Y eso?

—Ahora la aguardo sin prisas pero sin inquietud, disfruto más de cuanto tengo sin el antiguo temor a que me lo arrebaten de improviso, y por lo tanto soy mucho más feliz pese a que me falten las piernas. —Alargó la mano para posarla sobre mi antebrazo al tiempo que concluía con una leve sonrisa—: Como comprenderás, queriéndola como la quiero, necesito que María Luisa comparta esas mismas sensaciones.

Admito que no necesité meditar demasiado sobre cuanto me acababa de decir, dado que yo era el primero en reconocer que el continuo trato con los muertos había contribuido de forma esencial a que mi vida fuera mucho más complicada, pero al mismo tiempo mucho más rica y repleta de esperanzas. Es de suponer que incluso al más creyente de entre los creyentes le asaltan en un determinado momento las dudas, pero de hecho me he convertido en dueño absoluto de la certeza de que nada termina en el momento en que el corazón deja de latir.

Es cierto que aún no he conseguido averiguar cuál es el destino final de quienes abandonan este mundo ni si en verdad lo que les aguarda es el premio o el castigo por sus actos, del mismo modo que no me siento capaz de garantizar que exista un Ser Supremo que orqueste semejante caos, pero de lo que sí abrigo una absoluta certeza es de que los difuntos se resignan al hecho de estar muertos por más que la mayoría considera que su fin les llegó demasiado pronto. Por lo general no se lamentan por haber perdido la vida, sino por haber perdido a los seres queridos.

¿Es posible que el hecho de estar relacionado con otras personas llegue a ser más importante que el hecho de respirar?

El ser humano que vive en soledad, y ese es un tema del que puedo hablar con harto conocimiento de causa, es como un hermoso reloj encerrado en un cajón; continúa marcando las horas porque su máquina interna así se lo ordena, pero en el fondo sabe muy bien que para nada sirve.

Durante años, hasta que los difuntos derribaron los muros de mi agobiante soledad, fui como un reloj que se limitaba a marcar las horas, ni tan siquiera con absoluta puntualidad, a la espera de que mi máquina interior se fatigara definitivamente. A nadie le importaba, y a mí menos que a nadie. Igual daba que mis manecillas señalaran las dos y diez o las siete y media; lo peor del hombre en soledad no es que nadie repare en él; es que se siente inútil. Y el término «inutilidad» aplicado a un ser humano inteligente se convierte en sinónimo de defunción, dado que plantas, animales e individuos obtusos son los únicos que nunca se preguntan por qué o para qué viven.

—¡De acuerdo! Si te vas a sentir mejor, puedes contarle la verdad, pero dudo que te crea.

Bartolomé Cisneros se limitó a apretar un botón y suplicar a través del interfono:

—Por favor, dígale a mi esposa que la necesito.

—Preferiría no estar presente...

—Tú sí, pero yo no —señaló con una leve sonrisa—. Tendrá un montón de preguntas que hacerte.

Mentiría si dijese que María Luisa estaba más hermosa que nunca, puesto que estaba tan arrebatadora como siempre, lo que es a lo máximo a lo que puede aspirar una mujer. En el caso de María Luisa la belleza era sobre todo interna, a lo que unía un cuerpo perfecto, por lo que su marido la observó ciertamente arrobado, le rogó que tomara asiento y trató de explicarle del modo más sencillo posible, tan sencillo que en cierto modo resultaba enrevesadamente cómico, que yo poseía el don de relacionarme con los muertos.

Cuando el bienintencionado hombre de la silla de ruedas hubo concluido su confusa y casi pintoresca exposición, los enormes y expresivos ojos de María Luisa se volvieron hacia mí.

—¿Y a qué viene a estas alturas contarme todo esto?

—¿Cómo que a qué viene? —protestó Bartolomé Cisneros—. Estoy pretendiendo hacerte comprender que Aquiles habla con los muertos.

—¡Pues vaya una noticia! —exclamó ella como si aquello se le antojara lo más natural del mundo.

Su marido y yo no pudimos evitar intercambiar una mirada de sorpresa y casi de incredulidad.

—¿Acaso lo sabías?

—Muy estúpida hubiera sido de no haberlo imaginado. Continuamente os reuníais a cuchichear en secreto, y a mi modo de ver no podía ser ni de mujeres, ni dinero, ni política. Al propio tiempo, Aquiles iba descubriendo cosas sobre el accidente que nadie más que los muertos podían saber, y se refería al pobre Alejandro como si fuera de la familia cuando me consta que apenas le había conocido en vida. El que acostumbre hablar poco no significa que sea tonta, es que suelo reflexionar a fondo antes de decir nada. No me gusta parlotear ni decir tonterías.

—¿Y te parece normal? —quiso saber su cada vez más perplejo esposo.

—Depende de lo que consideres «normal» en los tiempos en que nos ha tocado vivir... Empezando por nosotros mismos; tú lo tienes todo, menos piernas, y yo apenas tengo nada más que unas piernas muy largas, pero a pesar de ello, o quizá gracias a ello, nos compenetramos a la perfección. Si siempre se ha sabido de personas que tienen el don de relacionarse con los espíritus, ¿por qué razón no puede ser Aquiles uno de ellos?

—¿Y por qué ni siquiera lo habías comentado?

—Porque si disfrutabais como niños con tanto secretito no encontré motivos a la hora de privaros de vuestra diversión; sobre todo teniendo en cuenta que estaba convencida de que algún día os veríais obligados a contármelo todo.

—De acuerdo... ¡De nuevo has demostrado ser la más lista! ¿Qué opinas de todo esto?

—¿A qué te refieres exactamente?

Le expliqué, con bastante más coherencia de lo que lo había hecho su marido —dicho sea de paso y sin ánimo de alabarme—, todo cuanto se refería a las niñas asesinadas, y pude advertir que a medida que avanzaba en mi relato su, por lo general sereno, rostro se iba desencajando y cambiando de color hasta volverse casi una máscara cenicienta.

—¿Puede estar alguien tan enfermo como para llegar a esos extremos de perversión?

—No te equivoques —le atajó Bartolomé—. La maldad no es una enfermedad, aunque en ocasiones nos inclinemos a considerarla así aunque solo sea por el hecho de que como personas normales no concebimos que se pueda disfrutar torturando a una criatura hasta matarla.

—¿Qué quieres decir?

—Que esa gente es diferente porque considera que el resto de los seres humanos hemos nacido para satisfacer sus apetitos, pero eso no constituye en sí mismo una enfermedad; en todo caso se le podría considerar una regresión.

—¿Regresión? ¿Por qué empleas la palabra «regresión»?

—Porque alguien que ha hecho una regresión sería aquel que ha dado un enorme paso atrás en la evolución de la especie, y en el fondo de su alma se considera a sí mismo algo así como el primitivo «simio macho» al que todo le estaba permitido porque se había erigido en el rey de la manada. La fuerza bruta, el poder económico o el poder político son formas de convertirse en «rey de la manada», pero aquellos a los que no les resulta tarea sencilla alcanzar tales cotas de poder optan por intentar demostrar su superioridad convirtiéndose en depredadores de los más débiles.

—¿Y qué se puede hacer con ellos?

—Eliminarlos; aniquilarlos sin la menor consideración, puesto que al no estar enfermos no se les puede curar. Nacieron así, así morirán, y el mayor error que se puede cometer es intentar reinsertarlos en la sociedad.

—Una actitud demasiado extremista —protestó ella—. Diría que incluso abiertamente fascista.

—La experiencia nos enseña, querida, que en determinadas circunstancias, afortunadamente pocas, los métodos más expeditivos son necesarios; esta es una de ellas.

—Nunca te había oído hablar así —intervine, admito que bastante incómodo por la forma en que se había expresado—. Y me sorprende.