– Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.
– Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: "Ruega a Dios por nosotros." Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.
– Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
– Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.
– ¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre mirando de reojo como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el "bendito" y al otro el "maldito". El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: "Esto prueba lo que te demuestra".
"Tú sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida: 'Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu purgatorio sea menos largo.´
"Ése fue el sueño 'maldito' que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después de que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. 'Nadie me hará caso', pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves ni siquiera le robé espacio a la tierra. Me enterraron en la misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá afuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?"
– Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.
Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse en el polvo blando y suelto de los surcos. Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y gimió imitando el quejido de un niño; más allá se le oyó dar un gemido como de cansancio, y todavía más lejos, por donde comenzaba a abrirse el horizonte, soltó un hipo y luego una risotada, para volver a gemir después.
Fulgor Sedano sintió el olor de la tierra y se asomó a ver cómo la lluvia desfloraba los surcos. Sus ojos pequeños se alegraron. Dio hasta tres bocanadas de aquel sabor y sonrió hasta enseñar los dientes.
– ¡Vaya! -dijo-. Otro buen año se nos echa encima." Y añadió: "Ven, agüita, ven. ¡Déjate caer hasta que te canses! Después córrete para allá, acuérdate que hemos abierto a la labor toda la tierra, nomás para que te des gusto."
Y soltó la risa. El pájaro burlón que regresaba de recorrer los campos pasó casi frente a él y gimió con un gemido desgarrado.
El agua apretó su lluvia hasta que allá, por donde comenzaba a amanecer, se cerró el cielo y pareció que la oscuridad, que ya se iba, regresaba. La puerta grande de la Media Luna rechinó al abrirse, remojada por la brisa. Fueron saliendo primero dos, luego otros dos, después otros dos y así hasta doscientos hombres a caballo que se desparramaron por los campos lluviosos.
– Hay que aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y el de Estagua córranlo para los cerros de Vilmayo -les iba ordenando Fulgor Sedano conforme salían-. ¡Y apriétenle, que se nos vienen encima las aguas!.
Lo dijo tantas veces, que ya los últimos sólo oyeron: "De aquí para allá y de allá para más allá." Todos y cada uno se llevaban la mano al sombrero para darle a entender que ya habían entendido.
Y apenas había acabado de salir el último hombre, cuando entró a todo galope Miguel Páramo, quien, sin detener su carrera, se apeó del caballo casi en las narices de Fulgor, dejando que el caballo buscara solo su pesebre.
¿-De dónde vienes a estas horas, muchacho? -Vengo de ordeñar. -¿A quién? -¿A que no lo adivinas? -Ha de ser a Dorotea, la Cuarraca. Es a la única que le gustan los bebés. -Eres un imbécil, Fulgor; pero no tienes tú la culpa.
Y se fue, sin quitarse las espuelas, a que le dieran de almorzar.
En la cocina, Damiana Cisneros también le hizo la misma pregunta:
– ¿Pero de dónde llegas, Miguel?
– De por ahí, de visitar madres.
– No quiero que te enojes. Disimúlalo. ¿Cómo se te hacen los huevos?
– Como a ti te gusten.
– Te estoy hablando de buen modo, Miguel.
– Lo entiendo, Damiana. No te preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca?
– Sí. Y si tú la quieres ver, allí está afuerita.
– Siempre madruga para venir aquí por su desayuno. Es una que trae un molote; en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna.
– ¡Maldito viejo! Le voy a jugar una mala pasada que hasta le harán remolino los ojos.
Después se quedó pensando si aquella mujer no le serviría para algo. Y sin dudarlo más fue hacia la puerta trasera de la cocina y llamó a Dorotea:
– Ven para acá, te voy a proponer un trato -le dijo.
Y quién sabe qué clase de proposiciones le haría, lo cierto es que cuando entró de nuevo se frotaba las manos: