Выбрать главу

El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.

Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.

"El asunto comenzó -pensó- cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: 'Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo.' 'Me acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páramo.' 'De que le presté mi hija a Pedro Páramo.' Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento."

Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido.

Le había dicho:

– Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.

– Y él ni lo dudó, solamente le dijo:

– ¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.

– Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.

– ¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?

– Realmente sí, don Pedro.

– Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.

– En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.

El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora.

– ¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo.

Después había abierto la botella:

– Por la difunta y por usted beberé este trago.

– ¿Y por él?

– Por él también, ¿por qué no?

Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura.

– Así fue.

Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río "¿De quién te escondes?", se preguntó a sí mismo.

– ¡Adiós, padre! -oyó que le decían.

Se alzó de la tierra y contestó:

– ¡Adiós! Que el Señor te bendiga.

Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.

– Padre, ¿ya dieron el alba? -preguntó otro de los carreteros.

– Debe ser mucho después del alba -respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse.

– ¿Adónde tan temprano, padre?

– ¿Dónde está el moribundo, padre?

– ¿Ha muerto alguien en Contla, padre?

Hubiera querido responderles: "Yo. Yo soy el muerto." Pero se conformó con sonreír.

Al salir del pueblo precipitó sus pasos:

Regresó entrada la mañana.

– ¿Dónde estuvo usted, tío? -le preguntó Ana, su sobrina-. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero.

– Que regresen a la noche.

Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.

– ¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?

– Hace calor, tío.

– Yo no lo siento.

No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:

– Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar.

– ¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?

– Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estas en pecado.

– ¿Y si suspenden mis ministerios?

– No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.

– ¿No podría usted…? Provisionalmente, digamos… Necesito dar los santos óleos… la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.

– Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.

– ¿Entonces, no?

Y el señor cura de Contla había dicho que no.

Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.

– Son ácidas, padre -se adelantó el señor cura la pregunta que le iba a hacer- Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.

– Tiene usted razón, señor cura. Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios Y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿.Recuerda usted las guayabas de China que teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita… después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.

– Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?

– Así es la voluntad de Dios.

– No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?

– A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.

– ¿Y entre ésos estás tú?

– Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.

Luego se habían despedido. Él, tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad. no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.

Se levantó y fue hacia la puerta.

– ¿Adónde va usted, tío?

Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.

– Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.

– ¿Se siente mal?

– Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.

Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con éclass="underline"

– No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.

Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.

La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia.

Sintió que olía a alcohol.

– ¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?

– Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.