– Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
– Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.
En varias ocasiones él le había dicho: "No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás."
– Ahora sí, padre. Es de verdad.
– Di.
– Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo.
El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre:
– ¿Desde cuándo?
– Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual.
– Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea.
– Pos que yo era la que le conchavaba las muchachas a Miguelito.
– ¿Se las llevabas?
– Algunas veces, si. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
– ¿Fueron muchas?
No quería decir eso; pero le salió la pregunta por costumbre.
– Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.
– ¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
– Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.
– ¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone.
– Gracias, padre.
– Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte.
– ¿No me deja ninguna penitencia?
– No la necesitas, Dorotea.
– Gracias, padre.
– Ve con Dios.
Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: "por los siglos de los siglos, amén", "por los siglos de los siglos, amén", "por los siglos…"
– Ya calla -dijo-. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
– Dos días, padre.
Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. "¿Qué haces aquí? -pensó-. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado."
Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando:
– Todos los que se sientan sin pecado puede comulgar mañana.
Detrás de él, sólo se oyó un murmullo.
Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño… Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es falso.
Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
Siento el lugar en que estoy y pienso…
Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban son su olor el viejo patio.
El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.
Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.
En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces.
Que yo debía haber gritado: que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que fuera. ¿Pero acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. ¿Pero por qué iba a llorar?
¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su vestido negro, almidonando el cuello y el puño de sus mangas para que sus manos se vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto, su viejo pecho amoroso sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó para arrullar mis sueños.
Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas.
Tocaron la aldaba. Tú saliste.
– Ve tú -te dije-. Yo veo borrosa la cara de la gente. Y haz que se vayan. ¿Que vienen por el dinero de las misas gregorianas? Ella no dejó ningún dinero. Díselos, Justina. ¿Que no saldrá del purgatorio si no le rezan esas misas? ¿Quiénes son ellos para hacer la justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien.
– Y tus sillas se quedaron vacías hasta que fuimos a enterrarla con aquellos hombres alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire que les refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes. Dijeron: "Es tanto." Y tú les pagaste, como quien compra una cosa desanudando tu pañuelo húmedo de lágrimas, exprimido y vuelto a exprimir y ahora guardando el dinero de los funerales…
Y cuando ellos se fueron, te arrodillaste en el lugar donde había quedado su cara y besaste la tierra y podrías haber abierto un agujero, si yo no te hubiera dicho: "Vámonos, Justina, ella está en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta."
– ¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?
– ¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando?
– Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú.
– ¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueño.
– ¿Y quién es ella?
– La última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La verdad es que ya hablaba sola desde en vida.
– Debe haber muerto hace mucho.
– ¡Uh, sí! Hace mucho. ¿Qué le oíste decir?
– Algo acerca de su madre.
– Pero si ella ni madre tuvo…
– Pues de eso hablaba.
– … O, al menos, no la trajo cuando vino. Pero espérate. Ahora recuerdo que ella nació aquí, y que ya de añejita desaparecieron. Y sí, su madre murió de la tisis. Era una señora muy rara que siempre estuvo enferma y no visitaba a nadie.