– No te irás de aquí, maldita y condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás quien te quiera como yo.
– No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar, te cuidaré siempre.
La había cuidado desde que nació. La había tenido entre sus brazos. La había enseñado a andar. A dar esos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus ojos "como de dulce". "El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y Azul. Revuelto con menta y yerbabuena." Le mordía las piernas. La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. "Juega -le decía-, juega con este juguetito tuyo." La hubiera apachurrado y hecho pedazos.
Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra.
Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas.
Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.
Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara:
– ¿Eres tú, Bartolomé? -preguntó.
Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.
Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:
– ¡Justina!
Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.
– ¿Qué quieres, Susana?
– El gato. Otra vez ha venido.
– Pobrecita de ti, Susana.
Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó:
– ¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.
– Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola. Susana.
– Entonces era él -y sonrió-. Viniste a despedirte de mí -dijo, y sonrió.
Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho:
– Baja, Susana, y dime lo que ves.
Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.
– No veo nada, papá.
– Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.
Y la alumbró con su lámpara.
– No veo nada, papá.
– Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.
Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:
– Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.
Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando "en el no encuentro dónde poner los pies".
– Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.
Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía:
– ¡ Dame lo que está allí, Susana!
Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.
– Es una calavera de muerto- dijo.
– Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres.
El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos.
– Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.
Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre.
Por eso reía ahora.
– Supe que eras tú, Bartolomé.
Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada.
Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia.
Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra.
Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.
Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.
No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta:
– ¿Eres tú, padre?
– Soy tu padre, hija mía.
Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. "Se te está muriendo de pena el corazón -piensa-. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón."
Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería.
¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! -dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.
El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo.
Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas.
El padre Rentería le dijo:
– He venido a confortarte, hija.
– Entonces adiós, padre -contestó ella-. No vuelvas. No te necesito.
Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo.
– ¿Para qué vienes a verme, si estás muerto?
El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche.
El viento seguía soplando.
Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo.
– ¿Para qué lo solicitas?
– Quiero hablar cocon él.
– No está.
– Dile, cucuando regrese, que vengo de paparte de don Fulgor.
– Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas.
– Dile es cocosa de urgencia.
– Se lo diré.
El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, que nunca había visto, se le puso enfrente: