– Desearía también… Los gastos… El traslado… Un mínimo adelanto de honorarios… Algo extra, por si usted lo tiene a bien.
– ¿Quinientos?
– ¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?
– ¿Te conformas con mil?
– ¿Y si fueran cinco?
– ¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.
Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!
Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquél hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: "¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!", les decía.
– Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan.
Y él que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió:
– Sí, tampoco los muertos retoñan -y agregó-: Desgraciadamente.
Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.
Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros.
"Esos animales nunca duermen -dijo Damiana Cisneros-. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno."
Se dio vuelta a la cama, acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes.
Detuvo la respiración y abrió los ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos; pero en la misma pared.
"¡Válgame! Si no serán los tres toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo que ha llegado la hora de su muerte."
Y como ella había perdido el novenario desde hacía tiempo, a causa de sus reumas, no se preocupó; pero le entró miedo y, más que miedo, curiosidad.
Se levantó del catre sin hacer ruido y se asomó a la ventana.
Los campos estaban negros. Sin embargo, lo conocía tan bien, que vio cuando el cuerpo enorme de Pedro Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.
– ¡Ah, qué don Pedro! -dijo Damiana-. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le gusta hacer las cosas tan a escondidas; con habérmelo avisado, yo le hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesita para esta noche, y él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.
Cerró la ventana al oír el bramido de los toros. Se echó, sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha Margarita.
Más tarde tuvo que quitarse el camisón porque la noche comenzó a ponerse calurosa…
– ¡Daminana! -oyó.
Entonces ella era muchacha.
– ¡Ábreme la puerta Damiana!
Le temblaba el corazón como si fuera un sapo brincándole entre las costillas.
– Pero ¿para qué, patrón?
– ¡Ábreme, Damiana!
– Pero si ya estoy dormida, patrón.
Después sintió que don Pedro se iba por los largos corredores, dando aquellos zapatazos que sabía dar cuando estaba corajudo.
A la noche siguiente, ella, para evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que él no encontrara dificultades. Pero Pedro Páramo jamás regresó con ella.
Por eso ahora, cuando era la caporala de todas las sirvientas de la Media Luna, por haberse dado a respetar, ahora, que estaba ya vieja, todavía pensaba en aquella noche cuando el patrón le dijo: "¡Ábreme la puerta Damiana!"
Y se acostó pensando en lo feliz que sería a estas horas la chacha Margarita.
Después volvió a oír otros golpes; pero contra la puerta grande, como si la estuvieran aporreando a culatazos.
Otra vez abrió la ventana y se asomó a la noche. No veía nada; aunque le pareció que la tierra estaba llena de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos. Sentía que se levantaba algo así como el calor de muchos hombres. Oyó el croar de las ranas; los grillos; la noche quieta del tiempo de aguas. Luego volvió a oír los culatazos aporreando la puerta.
Una lámpara regó su luz sobre la cara de algunos hombres. Después se apagó.
"Son cosas que a mí no me interesan", dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.
– Supe que te habían derrotado, Damasio. ¿Por qué te dejas hacer eso?
– Le informaron mal, patrón. A mí no me ha pasado nada. Tengo mi gente enterita. Ahi traigo setecientos hombres y otros cuantos arrimados. Lo que pasó es que unos pocos de los viejos, aburridos de estar ociosos, se pusieron a disparar contra un pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército. Villistas, ¿sabe usted?
– ¿Y de dónde salieron ésos?
– Vienen del Norte, arriando parejo con todo lo que encuentran. Parece, según se ve, que andan recorriendo la tierra, tanteando todos los terrenos. Son poderosos. Eso ni quien se los quite.
– ¿Y por qué no te juntas con ellos? Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando.
– Ya estoy con ellos.
– ¿Entonces para qué vienes a verme?
– Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. Ya ni se nos antoja. Y nadie nos quiere fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un entre a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una gorda con chile. Estamos hartos de comer carne.
– ¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio?
– De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos, por mí, ni me apuro.
Está bien que te acomidas por tu gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te ha ocurrido asaltar Contla?¿Para qué crees que andas en la revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen. ¿O acaso creen que tú eres tu pilmama y que estás para cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás cómo sales con centavos de este mitote.
– Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho.
– Pues que te aproveche.
Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de caballos oscuros confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra. Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro.
Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchacha con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. "Puñadito de carne", le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. "Una mujer que no era de este mundo."