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– Pero sabías quién era.

– Sí. Y qué cosa era. Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor.

– No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos están rezando ahora por él! Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre.

Iba a decirle: "Además, yo le he dado el perdón." Pero sólo lo pensó. No quiso maltratar el alma medio quebrada de aquella muchacha. Antes, por el contrario, la tomó del brazo y le dijo:

– Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo.

Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla. Nadie lo vio. Sin embargo, una mujer que esperaba en las afueras del pueblo contó que había visto el caballo corriendo con las piernas dobladas como si se fuera a ir de bruces. Reconoció el alazán de Miguel Páramo. Y hasta pensó: "Ese animal se va a romper la cabeza.". Luego vio cuando enderezaba el cuerpo y, sin aflojar la carrera, caminaba con el pescuezo echado hacia atrás como si viniera asustado por algo que había dejado allá atrás.

Esos chismes llegaron a la Media Luna la noche del entierro, mientras los hombres descansaban de la larga caminata que habían hecho hasta el panteón. Platicaban, como se platica en todas partes, antes de ir a dormir.

– A mí me dolió mucho ese muerto -dijo Terencio Lubianes-. Todavía traigo adoloridos los hombros.

– Ya mí -dijo su hermano Ubillado-. Hasta se me agrandaron los juanetes. Con eso de que el patrón quiso que todos fuéramos de zapatos. Ni que hubiera sido día de fiesta, ¿verdad, Toribio?

– Yo qué quieren que les diga. Pienso que se murió muy a tiempo.

Al rato llegaron más chismes de Contla. Los trajo la última carreta.

– Dicen que por allá anda el ánima. Lo han visto tocando la ventana de fulanita. Igualito a él. De chaparreras y todo.

– ¿ Y usted cree que don Pedro con el genio que se carga, iba a permitir que su hijo siga traficando viejas? Ya me lo imagino si lo supiera: "Bueno -le diría-. Tú ya estás muerto. Estáte quieto en tu sepultura. Déjanos el negocio a nosotros." Y de verlo por ahí, casi me las apuesto que lo mandaría de nuevo al camposanto.

– Tienes razón, Isaías. Ese viejo no se anda con cosas.

El carretero siguió su camino: "Como la supe, se las endoso."

Había estrellas fugaces. Caían como si el cielo estuviera lloviznando lumbre.

– Miren nomás -dijo Terencio- el borlote que se traen allá arriba.

– Es que le están celebrando su función al Miguelito -terció Jesús.

– ¿ No será mala señal?

– ¿Para quién?

– Quizá tu hermana está nostálgica por su regreso.

– ¿A quién le hablas?

– A ti.

– Mejor vámonos, muchachos. Hemos trafagueado mucho y mañana hay que madrugar.

Y se disolvieron como sombras.

Había estrellas fugaces. Las luces en Comala se apagaron.

Entonces el cielo se adueño de la noche.

El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir:

"Todo esto que sucede es por mi culpa -se dijo-. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento… Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges:

"-Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno.

"-Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.

"-No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.

"-Falló a última hora -eso es lo que le dije-. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!

"-Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor… Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano.

"-Tal vez rezando mucho.

"-Vamos rezando mucho, padre.

"-Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas, pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.

"Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos.

"-No tengo dinero. Eso usted lo sabe, padre.

"-Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.

"-Sí, padre."

¿Por qué aquella mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día: "Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; Santas Salomé, viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato." Y siguió. Ya iba siendo dominado por el sueño cuando se sentó en la cama: "Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras."

Salió fuera y miró el cielo. Llovía estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra. La tierra, "este valle de lágrimas".

– Más te vale, hijo. Más te vale -me dijo Eduviges Dyada.

Ya estaba alta la noche. La lámpara que ardía en un rincón comenzó a languidecer; luego parpadeó y terminó apagándose.

Sentí que la mujer se levantaba y pensé que iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada vez más lejos. Me quedé esperando.

Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en el suelo a esperar el sueño.

Dormí a pausas.

En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado, como el alarido de algún borracho: "¡Ay vida, no me mereces!"

Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la calle; pero yo lo oí aquí untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.

No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando terminó la pausa y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un largo rato: "¡Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!"

Entonces abrieron de par en par la puerta.

– ¿Es usted, doña Eduviges? -pregunté-. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Tuvo usted miedo?

– No me llamo Eduviges. Soy Damiana. Supe que estabas aquí y vine a verte. Quiero invitarte a dormir a mi casa. Allí tendrás donde descansar.

– ¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna?