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Llegó a las trojes y sintió el calor del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si no lo había alcanzado el gorgojo. Midió la altura: ''Rendirá -dijo-. En cuanto crezca el pasto ya no vamos a requerir darle maíz al ganado. Hay de sobra."

De regreso miró el cielo lleno de nubes: "Tendremos agua para un buen rato." Y se olvidó de todo lo demás.

– Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores… Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció.

– No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la verí a… Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido… El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.

– ¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

– Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: "Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más." Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor -lo conoció por sus pasos- hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a llamar. Después siguió corriendo.

Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado.

Ruidos vagos.

Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces diciéndole: ¨¡Han matado a tu padre!" Con aquella voz quebrada, deshecha sólo unida por el hilo del sollozo.

Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.

– ¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas?

Todo en voz baja.

– ¿Y él?

– El duerme. No lo despierten. No hagan ruido. Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado.

– ¿Quién es? preguntó.

Fulgor Sedano se acercó hasta él y le dijo:

– Es Miguel, don Pedro.

– ¿Qué le hicieron? -gritó.

Esperaba oír: "Lo han matado." Y ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras de rencor pero oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decian:

– Nadie le hizo nada. Él solo encontró la muerte.

Había mecheros de petróleo aguzando la noche.

– … Lo mató el caballo -se acomidió a decir uno.

Lo tendieron en su cama, echando abajo el colchón, dejando las puras tablas, donde acomodaron el cuerpo ya desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro. "Parece más grande de lo que era", dijo en secreto Fulgor Sedano.

Pedro Páramo se había quedado sin expresión ninguna como ido. Por encima de él sus pensamientos se seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo:

– Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto.

No sintió dolor.

Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo.

– Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo -le ordenó a Fulgor Sedano.

– Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado.

– Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas.

El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.

Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.

"El asunto comenzó -pensó- cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: 'Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo.' 'Me acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páramo.' 'De que le presté mi hija a Pedro Páramo.' Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento."

Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido.

Le había dicho:

– Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.

– Y él ni lo dudó, solamente le dijo:

– ¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.

– Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.

– ¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?

– Realmente sí, don Pedro.

– Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.

– En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.

El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora.

– ¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo.

Después había abierto la botella:

– Por la difunta y por usted beberé este trago.

– ¿Y por él?

– Por él también, ¿por qué no?

Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura.

– Así fue.

Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río "¿De quién te escondes?", se preguntó a sí mismo.

– ¡Adiós, padre! -oyó que le decían.

Se alzó de la tierra y contestó:

– ¡Adiós! Que el Señor te bendiga.

Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.

– Padre, ¿ya dieron el alba? -preguntó otro de los carreteros.

– Debe ser mucho después del alba -respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse.

– ¿Adónde tan temprano, padre?

– ¿Dónde está el moribundo, padre?

– ¿Ha muerto alguien en Contla, padre?

Hubiera querido responderles: "Yo. Yo soy el muerto." Pero se conformó con sonreír.

Al salir del pueblo precipitó sus pasos:

Regresó entrada la mañana.

– ¿Dónde estuvo usted, tío? -le preguntó Ana, su sobrina-. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero.

– Que regresen a la noche.

Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.

– ¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?

– Hace calor, tío.

– Yo no lo siento.

No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:

– Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar.

– ¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?

– Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estas en pecado.