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– Puede ser.

– Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien ¿No crees tú?

– No lo veo difícil.

– Entonces andando Fulgor, andando.

– ¿Y si ella lo llega a saber?

– ¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?

– Estoy seguro que nadie.

– Quítale el "estoy seguro que". Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrerar con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor.

– Me vuelve a gustar como acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos.

Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, b ajo los arcos del portal, y esperan.

La lluvia sigue cayendo sobre los charcos.

Entre surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado, ocupados en romper sus surcos para que el agua busque nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando en la tierra anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.

Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados gabanes de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo, que no suelta sus nubes.

Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar, y de ser posible y de haber, un cedazo para colar el atole. El gabán se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan: "Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer."

Justina Díaz, cubierta con paraguas, venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal. Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel montón de indios.

"Lo caro que está todo en este tiempo -dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna-. Este triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para dar olor".

Los indios levantaron su puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda; pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían venido. "Ahí será otro día", dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa.

Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida. Las sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura.

– ¡Justina! -le dijeron.

Ella volvió la cabeza. No vio a nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración de sus oídos. La voz en secreto: "Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres y vete. Ya no te necesitamos."

– Ella sí me necesita -dijo, enderezando el cuerpo-. Está enferma y me necesita.

– Ya no, Justina. Yo me quedaré aquí a cuidarla.

– ¿Es usted, don Bartolomé? -y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: "Parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano."

La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida.

– ¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué gritas? -preguntó Susana San Juan.

– Yo no he gritado, Susana. Has de haber estado soñando.

– Ya te he dicho que yo no sueño nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no echaste fuera al gato y no me dejó dormir.

– Durmió conmigo, entre mis piernas. Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo ruido.

– No, ruido ni hizo. Sólo se la pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando quedito como si tuviera hambre.

– Le di bien de comer y no se despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras, Susana.

– Te digo que pasó la noche asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo quiero cuando estoy dormida.

– Ves visiones, Susana. Eso es lo que pasa. Cuando venga Pedro Páramo le diré que ya no te aguanto. Le diré que me voy. No faltará gente buena que me dé trabajo. No todos son maniáticos como tú, ni se viven mortificándola a una como tú. Mañana me iré y me llevaré al gato y te quedarás tranquila.

– No te irás de aquí, maldita y condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás quien te quiera como yo.

– No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar, te cuidaré siempre.

La había cuidado desde que nació. La había tenido entre sus brazos. La había enseñado a andar. A dar esos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus ojos "como de dulce". "El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y Azul. Revuelto con menta y yerbabuena." Le mordía las piernas. La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. "Juega -le decía-, juega con este juguetito tuyo." La hubiera apachurrado y hecho pedazos.

Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra.

Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas.

Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.

Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara:

– ¿Eres tú, Bartolomé? -preguntó.

Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.

Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:

– ¡Justina!

Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.

– ¿Qué quieres, Susana?

– El gato. Otra vez ha venido.

– Pobrecita de ti, Susana.

Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó:

– ¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.

– Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola. Susana.

– Entonces era él -y sonrió-. Viniste a despedirte de mí -dijo, y sonrió.

Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho:

– Baja, Susana, y dime lo que ves.

Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.

– No veo nada, papá.

– Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.

Y la alumbró con su lámpara.

– No veo nada, papá.

– Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.

Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:

– Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.

Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando "en el no encuentro dónde poner los pies".

– Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.

Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía:

– ¡ Dame lo que está allí, Susana!

Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.

– Es una calavera de muerto- dijo.

– Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres.

El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos.

– Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.

Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre.

Por eso reía ahora.

– Supe que eras tú, Bartolomé.

Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada.