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Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia.

Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra.

Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.

Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.

No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta:

– ¿Eres tú, padre?

– Soy tu padre, hija mía.

Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. "Se te está muriendo de pena el corazón -piensa-. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón."

Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería.

¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! -dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.

El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo.

Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas.

El padre Rentería le dijo:

– He venido a confortarte, hija.

– Entonces adiós, padre -contestó ella-. No vuelvas. No te necesito.

Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo.

– ¿Para qué vienes a verme, si estás muerto?

El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche.

El viento seguía soplando.

Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo.

– ¿Para qué lo solicitas?

– Quiero hablar cocon él.

– No está.

– Dile, cucuando regrese, que vengo de paparte de don Fulgor.

– Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas.

– Dile es cocosa de urgencia.

– Se lo diré.

El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, que nunca había visto, se le puso enfrente:

– ¿Qué se te ofrece?

– Necesito hablar directamente cocon el patrón.

– Yo soy. ¿Qué quieres?

– Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el rurrumbo de los vertederos para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: "Yo a ése le coconozco. Es el administrador de la Memedia Luna. "

"A mí ni me totomaron en cuenta. Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le dijeron que eran revolucionarios. Que venían por las tierras de usté.'¡Cocórrale! -le dijeron a don Fulgor-. ¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos veremos!' Y él soltó la cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo pepesado que era; pero corrió. Lo mataron,cocorriendo. Murió cocon una pata arriba y otra abajo."

"Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle lo que papasó."

– ¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo que se les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de revolucionarios son?

– No lo sé. Ellos ansí se nonombran.

– Dile al Tilcuate que lo necesito más que de prisa.

– Así lo haré, papatrón.

Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba "más para la otra que para ésta". Había dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien. "De todos modos, los 'tilcuatazos' que se van a llevar esos locos", pensó.

Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared, observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento.

Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo terminaría aquello.

Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague.

Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.

Él creía conocerla. Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos.

¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber.

"Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea…"

– Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.

"… Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas.

" -En el mar sólo me sé bañar desnuda -le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen 'picos feos', que gruñen como si roncaran y después de que sale el sol desaparecen. El me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí."

Es como si fuera un 'pico feo', uno más entre todos me dijo. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad.

" Y se fue."

"Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo con él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo."

" Me gusta bañarme en el mar" -le dije.

"Pero él no comprende"

"Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome en sus olas"

Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de cerrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles.

Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra el Tilcuate.

– Patrones -les dijo cuando vio que acababan de comer-, ¿ en que más puedo servirlos?

– ¿Usted es el dueño de esto? -preguntó uno abanicando la mano.

Pero otro lo interrumpió diciendo:

– ¡Aquí yo soy el que hablo!

– Bien. ¿qué se les ofrece? -volvió a preguntar Pedro Páramo.

– Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

– ¿Y?

– Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

– ¿Pero por qué lo han hecho?

– Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

– Yo sé la causa dijo otro. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir.

– ¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? -preguntó Pedro Páramo. -Tal vez yo pueda ayudarlos.

– Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.

– Pos yo ahi al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo?

– Les voy a dar cien mil pesos -les dijo Pedro Páramo. ¿Cuántos son ustedes?

– Semos trescientos.

– Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo,a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?

– Pero cómo no.

– Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.

– Sí -dijo el último al salir. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre.

Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.

– ¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? -le preguntó más tarde al Tilcuate.

– Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es él… Me equivoco pocas veces, don Pedro.