– No, Damasio, el jefe eres tú. ¿ O qué, no te quieres ir a la revuelta?
– Pero si hasta se me hace tarde. Con lo que me gusta a mí la bulla.
– Ya viste pues de qué se trata, así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos muchachos de tu confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo.
– ¿Y del dinero qué les digo? ¿También se los entriego?
– Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis ¿Te gustaría el ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno pues es tuyo desde ahorita. Le vas a llevar un recado al Licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio?
– Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá por lo menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo.
– Y mira, ahi de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento.
– ¿No importa que sean cebuses?
– Escoge de las que quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad.
– Nos veremos patrón.
– ¿Qué es lo que dice Juan Preciado?
– Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice.
– ¿A quién se refiere?
– A alguien que murió antes que ella, seguramente.
– ¿Pero quién pudo ser?
– No sé. Dice que en la noche en la cual él tardó en venir sintió que había regresado ya muy noche, quizá de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado solos y fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y les da calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que ella había estado leyendo mientras lo esperaba y que había dejado caer al suelo cuando ya no pudo soportar el sueño. Y que allí estaban sus pies envueltos en periódico cuando vinieron a decirle que él había muerto.
– Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque oye como un crujir de tablas.
– Sí, yo también lo oigo.
– Esa noche volvieron a sucederse los sueños ¿Porqué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Porqué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?
– Florencio ha muerto, señora.
– ¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿O se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. "¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿del mío? ¡Oh!, porqué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y yo lo que quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré de mis doloridos labios?"
Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporreaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría.
Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquélla débil luz con que él la veía?
Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan.
Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta el calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida.
Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.
– ¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?
– Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto, pero de ahi en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?
– Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con unos que se dicen villistas.
– ¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?
– Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá volveré a establecerme.
– Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico.
– Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y las diferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los papeles?
– No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes seguir encargado de mis asuntos allá a donde vas?
– Agradezco su confianza, don Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades…Digamos… Testimonios que nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.
– Dices bien. Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo?
– Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso.
– Ve con Dios, Gerardo.
– ¿Qué dijo usted?
– Digo que Dios te acompañe.
El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer:
– Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará. Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestro días.
Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué? Ella no estuvo segura de que consiguiera algo:
– Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.
– ¿Por qué lo dices?
– Lo sé.
Siguió andando hacia la puerta, atento a cualquier llamado: "¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo te debo favores que no se pagan con dinero. Recibe esto: un regalo insignificante."
Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: "Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo."
– Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos.
Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora.
– Está bien, Gerardo. Allí están los papeles, donde tú los dejaste.
– Desearía también… Los gastos… El traslado… Un mínimo adelanto de honorarios… Algo extra, por si usted lo tiene a bien.
– ¿Quinientos?
– ¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?
– ¿Te conformas con mil?
– ¿Y si fueran cinco?
– ¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.
Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!
Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquél hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: "¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!", les decía.
– Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan.
Y él que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió:
– Sí, tampoco los muertos retoñan -y agregó-: Desgraciadamente.
Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.
Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros.
"Esos animales nunca duermen -dijo Damiana Cisneros-. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno."