Croft se levantó, diciendo:
—Déjame a monsieur Poirot, que quiero enseñarle mi colección de instantáneas de la vida de Australia.
La última parte de la visita no tuvo nada de notable.
Apenas salimos, resumí mis impresiones de este modo:
—Son buena gente, muy simples y sin pretensiones, típicamente australianos.
—¿Le gustan a usted?
—¿A usted le han gustado?
—Han estado muy amables, muy obsequiosos.
—Entonces, ¿qué encuentra usted?
—Que tal vez sean demasiado «típicos» —murmuró Poirot—. Ese modo de llamarse al son de «Cu... u... u... y», y esa insistencia en enseñarnos su colección de fotografías... ¿No ha sentido también usted la impresión de que exageraban algo? ¿De que recitaban un papel?
—¡Qué receloso es usted!
—Es verdad, querido, es verdad... Sospecho de todo y de todos. Tengo miedo, Hastings; sí, tengo mucho miedo.
Capítulo VI
Visita a Mr. Vyse
Poirot permanecía fiel al café con leche de los continentales. Estaba, o cuando menos decía estar, asqueado de ver la tortilla con salchichón que me servían a mí al levantarme; y para dejarme saborear plenamente las alegrías del desayuno al gusto inglés, él lo tomaba en la cama. Al salir de mi cuarto el lunes por la mañana, fui al suyo y encontré a mi amigo sentado en el lecho, envuelto en una elegantísima bata.
—Buenos días, Hastings. Iba a llamar al camarero. ¿Quiere usted hacerme el favor de decir que envíen esta cartita a La Escollera y se la entreguen a la señorita? Se trata de una cosa urgente.
Mientras me entregaba el sobre dirigido a la Buckleys, me miró y me dijo entre suspiros:
—Hijo mío, ¡si quisiera usted llevar la raya en medio, en vez de llevarla a un lado..., su rostro adquiriría mayor simetría! ¿Y los bigotes? Si no quiere afeitárselos del todo, cuando menos debiera usted llevarlos enteros, como hago yo.
Al pensar que hubiera podido yo ser una imitación de Poirot, me corrió un escalofrío por la espalda. Cogí la carta y me marché.
Me había reunido con él en nuestra salita común cuando nos anunciaron la llegada de miss Buckleys al hotel. Hércules dio orden de que la dejasen subir al momento.
La muchacha se presentó con sus acostumbrados modales desenvueltos. Pero tenía una mirada más oscura que nunca. Traía en la mano un telegrama, que entregó a Poirot, diciendo:
—Aquí lo tiene. Supongo que estará contento.
Y Hércules leyó en voz alta:
«Llegaré a las diecisiete treinta. Maggie.»
—¡El guardia de Corps! Pero hace usted mal, muy mal, pues Maggie no es un «cráneo». No es capaz más que de moverse alrededor de obras benéficas. No sabe ni siquiera coger al vuelo una broma. Frica sería diez veces mejor que ella para descubrir una serpiente escondida. Y aún valdría más Jim Lazarus. ¡Ése sí que se podría decir que tiene una inteligencia ilimitada!
—¿Y el comandante Challenger?
—¿George? Sólo ve lo que se pone delante de las narices. Pero, por lo demás, haría pagar caro al que cayese en sus manos: es un verdadero atleta.
Se quitó el sombrero y añadió:
—He dado orden de que dejen entrar al hombre de quien me habla en su carta. Al agente misterioso... ¿Tendrá que colocar un dictáfono?
Poirot movió la cabeza.
—No, señorita, nada científico. Me ayudará a formarme una opinión, al suministrarme unos datos que necesito.
—¡Oh!, entonces... La charada está casi acertada, ¿no es así?
—Acertada precisamente...
Esa volvió la espalda y permaneció un momento parada mirando por la ventana. Luego, volviéndose otra vez, nos mostró su rostro profundamente alterado. En vez de su impertérrito y acostumbrado valor, reflejaba el tormento de quien, invadido de insoportable angustia, contiene trabajosamente las lágrimas.
—No —balbució despacito—. No está acertada. Tengo miedo, mucho miedo, ¡y me creía valiente!...
—Y lo es de veras. El amigo Hastings y yo estamos admirados de su valor.
—Así es —dije yo con toda la cordialidad de que era capaz.
—No, no —replicó Esa moviendo la cabeza—. No soy valiente... Es... la espera..., el temor de alguna nueva desgracia... La preveo, la espero...
—Ya, y el estar con el ánimo en suspenso.
—Esta noche he puesto la cama en medio del cuarto, he echado el pestillo a la puerta... Hoy, para venir aquí, he seguido la calle... No he podido decidirme a cruzar el jardín... Mis nervios han cedido de pronto... Una contrariedad más, como si no bastasen las otras.
—¿Qué otras, señorita? ¿Qué otras?
La joven titubeó y luego dijo confusamente:
—Nada en concreto... Los periódicos hablan de la enervante vida moderna. Tal vez sea culpa de ésta; demasiados aperitivos, demasiados cigarrillos... Tal vez... El caso es que he caído en un estado... ridículo de depresión.
Se había sentado en una silla y agitaba nerviosamente los dedos.
—No es usted del todo franca conmigo, señorita. Quiere ocultarme su pensamiento.
—No... Nada... Nada...
—Usted me calla algo.
—Se lo he dicho todo, todo...
Protestaba muy seria y parecía muy sincera.
—Todo cuanto concierne a los peligros corridos, eso sí.
—¿Pues entonces?
—No me ha dicho usted el sueño que le invade el corazón.
—¿Quién puede resolverse a tanto?
—¡Ah! —exclamó Poirot—; ¡admite la reticencia!
La joven movió la cabeza. Hércules fijaba en ella una mirada muy atenta.
—Tal vez —dije yo con cierta timidez— no se trate de un secreto suyo.
Vi parpadear rápidamente a la joven, y casi al mismo tiempo se recobró y se puso en pie.
—Monsieur Poirot, le he dicho verdaderamente todo cuanto sé referente a estos estúpidos sucesos. Si cree usted que le oculto algún dato o alguna sospecha de esta o de aquella persona, se equivoca por completo. Precisamente el no poder sospechar de ninguno es lo que me atormenta... Porque no tengo ni el menor indicio... Si los incidentes de los días pasados no son casos fortuitos, no pueden evidentemente ser otra cosa que maquinaciones de alguno que está cerca de mí. Y no tengo la menor idea de quién pueda ser.
Dicho esto se llegó otra vez a la ventana, y volviéndonos la espalda, se puso a contemplar el cielo y el mar. Poirot me hizo una seña para que callase. Creía esperar oír algún desahogo, pues la joven parecía haber perdido el dominio de sí misma.
Cuando volvió a hablar, su voz había mudado de acento. Parecía venir de lejos o de las nebulosidades del sueño:
—Voy a confesar —decía— un curioso deseo mío. Siempre he anhelado poner en escena una obra en La Escollera. Me ha parecido siempre que allí flotaba la atmósfera de un drama. Fantaseando sin consideración, he imaginado muchas obras teatrales adaptadas al ambiente. Ahora mismo me parece que aquí se desenvuelve un drama de veras. Un drama que, sin embargo, no he escrito yo. En cambio, tomo parte en él. Lo represento... Y tal vez esté destinada a morir en el primer acto...
La voz se le quebró en la garganta.
—Vamos, vamos. No sea así, señorita —le dijo afectuosamente el amigo Hércules—. Eso es histerismo.
Esa le miró escrutadora.
—¿Le ha metido a usted Frica en la cabeza que yo soy histérica? De cuando en cuando se dedica a explicar a todo el mundo que padezco histerismo. Mas no siempre hay que creer lo que diga Frica: hay momentos en que... no está enteramente en su juicio.