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Volví al salón, donde Esa intentaba incorporarse.

—¿Cree usted... que puede traerme un poco de coñac?

—Indudablemente.

Corrí al comedor, donde encontré cuanto necesitaba. Unos sorbitos del licor espirituoso reanimaron a la muchacha, cuyas mejillas se volvieron menos pálidas. Le arreglé el almohadón que tenía detrás de la cabeza.

—¡Es tan tremendo todo esto! —murmuraba Esa, temblando—. ¡Todo!... ¡Por todas partes!...

—Lo sé, lo comprendo.

—No, no comprende usted, no lo sabe. No puede saberlo... Una crueldad inútil... En cambio, si hubiese sido yo la muerta... Todo habría concluido.

—Cálmese, no diga disparates —repuse yo.

Pero Esa no dejaba de agitarse y repetir:

—No puede saberlo. No puede.

Y de nuevo prorrumpió en llanto. Sollozaba como una niña. Pensé que ese desahogo sería para ella un alivio y no intenté refrenarlo.

Cuando se hubo calmado un poco, me asomé a la puerta-vidriera. Acababa de oír fuera un ruido de voces. En efecto, allí estaban todos formando un semicírculo. En el centro de la escena, Poirot hacía guardia al cadáver, teniendo apartados a todos los demás. Mientras yo miraba, vi acercarse dos agentes de uniforme. Me volví a mi puesto, al lado del sofá. Esa alzó la cara, bañada en lágrimas.

—Yo debería ayudar algo.

—No, señorita. Poirot estará en todo. Dejémosle a él...

Calló Esa unos minutos y murmuró luego:

—¡Pobre Maggie!... ¡Pobrecilla! Ella que nunca ha hecho mal a nadie... Ocurrirle semejante desgracia... Me parece haber sido yo la causa de su muerte... Yo fui quien la invitó a venir aquí...

Movió tristemente la cabeza. ¡Cuan poco sabíamos prever! ¿Quién hubiera dicho a Poirot, cuando insistía tanto para que Esa llamase a su lado a una amiga, que pronunciaba la sentencia de muerte de una criatura inocente?

Permanecimos en silencio. Yo hubiera querido saber lo que sucedía fuera; pero por atenerme fielmente a las instrucciones de mi amigo, me quedé en mi puesto.

Tuve la impresión de que transcurrieron horas enteras antes que se abriese el salón y entrasen Poirot y un inspector de Policía. Con ellos venía una tercera persona, que evidentemente debía de ser el doctor Graham. Éste se acercó a Esa:

—¿Cómo va, señorita? Ha debido de ser para usted una tremenda impresión —luego mientras le tomaba el pulso, añadió—: ¿Le han dado algo?

—Un poco de coñac —contesté.

—Estoy bien —dijo Esa valerosamente.

—¿Puede usted contestar algunas preguntas, señorita?

—¡Ya lo creo!

El inspector se adelantó, tosiendo, probablemente para dar a la interrogada tiempo de reponerse. Esa le acogió con una ligera sonrisa, diciéndole:

—Esta vez no dificulto el tránsito.

Se comprendía que ya se habían visto antes.

—Éste es un caso desgraciadísimo, señorita —dijo el inspector—, y créame que lo siento infinito. Monsieur Poirot, cuyo nombre me era muy conocido y que estamos orgullosos de tener aquí con nosotros, dice que está convencido de que el disparo del otro día en el Majestic fue dirigido contra usted.

Esa afirmó:

—Yo creí que era una avispa, pero no lo era.

—¿Le habían ocurrido ya algunos otros accidentes lamentables?

—Sí. Y para colmo de extrañeza, precisamente uno detrás del otro. Seguidos, muy seguidos.

Resumió brevemente los distintos casos ocurridos.

—Sí..., sí... Ahora le suplico que me explique cómo ha sido eso del mantón. ¿Por qué lo tenía su prima sobre sus hombros esta noche?

—Habíamos vuelto a casa para coger su abrigo, porque de estar paradas afuera mirando los fuegos artificiales sentíamos frío. Al entrar eché mi mantón sobre ese sofá y fui a ponerme el abrigo de pieles que llevo encima y a coger otro para mi amiga Frica Rice... Mírelo ahí, en el suelo, al lado de la ventana... A todo esto, Maggie me llamó para decirme que no encontraba su abrigo. Le contesté que tal vez estuviera en la planta baja. Mi prima bajó y desde allí me llamó de nuevo para repetirme que no lo encontraba. Entonces le dije que tal vez hubiera quedado en el coche. El suyo era un abrigo de lana, no de piel... Añadí que le llevaría cualquier prenda mía... «No te preocupes —me contestó—. Me pondré tu mantón si a ti no te hace falta.» Le respondí que temía que no le bastase. Y ella volvió a decirme: «Ya lo creo que me basta. Estoy acostumbrada al clima de York. Con tal de tener algo en la espalda...» «Pues póntelo —le dije— y dentro de un minuto estaré contigo...» Y un minuto después, cuando... salí...

No pudo terminar la frase.

—No se acongoje, señorita... Dígame solamente esto: ¿oyó usted algún disparo?

Esa empezó negando por señas, moviendo la cabeza. Luego balbució:

—¡Hacían tanto ruido los fuegos! Atronaban...

—Comprendo —asintió el inspector—. El ruido de los disparos se perdió entre el otro estrépito. Supongo que no podrá usted darme ninguna explicación acerca de su perseguidor.

—Nunca se sabrá. No puedo imaginarlo.

—Ni podrá usted —replicó el funcionario—. En mi opinión se trata de algún maniático del homicidio... Mal asunto... No le haré más preguntas hoy, señorita. Crea usted que siento ese triste caso, mucho más de cuanto pudiera expresar con palabras.

Apenas había acabado de despedirse, se adelantó el doctor Graham:

—Señorita, quisiera aconsejarle que no permaneciese aquí. Y mi opinión es también la de monsieur Poirot. Conozco un excelente sanatorio. Después de la terrible impresión necesita usted una quietud absoluta.

La mirada de Esa no se fijaba en el médico, sino en Poirot.

—¿Y es precisamente por causa de la impresión? —preguntó.

Poirot puso inmediatamente las cosas en claro.

—Hija mía, quiero que usted se encuentre a salvo. Y quiero saber que está usted en sitio seguro. En el sanatorio encontrará una enfermera agradable, reposada, sin caprichos en la cabeza, una buena mujer que estará a su lado esta noche y que sabrá animarla cuando usted se despierte y tenga ganas de llorar... ¿Comprende?

—Sí —respondió Esa—. Comprendo. Pero usted no... Yo no temo nada... ¡Venga la muerte si quiere! Ya no me importa... El que quiera matarme, máteme cuanto antes...

—Vamos, señorita —dije yo—. Tiene usted los nervios en tensión...

—No sabe... No sabe. Ninguno de ellos lo sabe...

El doctor asintió con voz serena:

—La proposición de monsieur Poirot me parece excelente. Usted vendrá ahora en automóvil conmigo, le daremos un calmante para asegurarle un buen descanso esta noche... ¿Qué dice usted?

—No importa —repuso la joven—. Todo lo que ustedes quieran; no tiene ninguna importancia...

Poirot puso su mano en la de la joven, diciéndole:

—Señorita... Yo sé... Comprendo... Y la compadezco... Estoy confundido, con el corazón atormentado. Había prometido protegerla y no he sabido cumplir mi promesa. He fracasado, soy un imbécil... ¡Si supiera usted lo que padezco, señorita, me perdonaría! No lo dude...

—Nada tiene usted que reprocharse —dijo Esa con voz apagada—. Estoy segura de que no ha descuidado usted ninguna precaución, de que nadie me hubiera podido ayudar más eficazmente, estoy segura... No se preocupe por mí, se lo ruego...

—Es usted muy generosa...

—No; yo...

En aquel momento se abrió violentamente la puerta del salón y entró precipitadamente George Challenger, gritando desaforadamente:

—¿Qué ha sucedido? Acabo de llegar... En la verja he tropezado con un policía y me ha dicho que hay un muerto. ¿Quién? ¿Qué ha ocurrido? ¡Por amor de Dios! ¿No será Esa?

Era conmovedora su angustia, y como pronto advertí, justificada, por el hecho de que Poirot y el doctor le interceptaban la vista de miss Buckleys.

Antes que nadie tuviera tiempo de contestarle, repitió:

—¿Y Esa? ¿Esa?... ¿No es ella?