Le miré. Con ligera sonrisa, Hércules sacó del bolsillo la correspondencia llegada por la mañana, recogida y bien envuelta en un paquetito atado con una goma. Tomó de allí una carta y me la alargó. Después de leerla, exclamé algo excitado:
—Puede usted estar orgulloso, me parece.
—¿Lo cree usted así?
—¡Un ministro entusiasta de su habilidad!
—Y con razón —dijo tranquilamente Poirot, sin mirarme de frente.
—Le suplica a usted que investigue; se lo pide como un favor personal.
—Sí, pero no hace falta repetirme sus frases. Ya comprenderá usted que las he leído.
—¡Qué lástima! —exclamé suspirando—. ¡Ya se acabaron nuestras vacaciones!
—¡No, hombre, no; tenga usted calma! No hay que renunciar a nuestra feliz holganza.
—Si el ministro dice que la cosa es urgente...
—Tal vez lo sea y tal vez no. Los políticos, en general, se excitan fácilmente. En las sesiones de la Cámara, en París, he llegado a ver...
—El caso es que hemos de prepararnos para marchar. Ya se nos ha hecho tarde para el rápido de Londres, que sale de aquí a las doce. El próximo tren...
—Le repito que tenga calma, Hastings. Usted se pone nervioso en seguida. No nos iremos a Londres hoy ni tampoco mañana.
—Pero ¿esa llamada...?
—No me conmueve. Yo no pertenezco a la Policía inglesa. Se me pide que aclare un suceso enmarañado, se me pide como detective particular y yo me niego.
—¿Se niega?
—Sí. Respondo en tono muy cortés, presento mis excusas, expreso mi profundo sentimiento por la respuesta que me imponen las circunstancias... Y explico mi voluntad de retirarme, por creerme ya hombre acabado.
—¡Pero no lo es! —exclamé.
Poirot me golpeó amablemente la rodilla con una mano.
—Es la voz del corazón de un buen amigo. Y dice bien. La sustancia gris funciona aún admirablemente; todavía tengo la inteligencia capaz de claridad, de orden, de método. Pero el que ha resuelto descansar, no vuelve de su decisión. Yo no soy un divo de teatro para despedirme veinte veces del público. Además, quiero dejar generosamente el puesto a los jóvenes. ¿Quién sabe si éstos no han de llevar a cabo brillantes operaciones? Mucho lo dudo, pero puedo equivocarme. Sea como fuere, siempre sabrán lo bastante para limpiar de estorbos el Ministerio.
—¿Y el homenaje que rinde a su valor?
—No me deja ni frío ni caliente. El ministro del Interior, con muy buen sentido, sabe que si pudiera asegurarse mis servicios, vería allanársele todos los obstáculos. Pero ese buen hombre llega tarde. No está de suerte. Hércules Poirot se dedica al descanso.
Le miré asombrado, deplorando su obstinación. Aunque ya segura y grande su fama, hubiérase, sin embargo, acrecentado por la feliz solución de la trama en que se hallaba metido el ministro del Interior. Por lo demás, era realmente admirable la firmeza de mi célebre amigo. Se me ocurrió decirle sonriendo:
—Debería darle a usted miedo expresarse con tanto énfasis. No tiente a los dioses.
—A todos les sería imposible hacer desistir a Hércules Poirot de una decisión que haya tomado.
—¿Imposible? ¿De veras?
—Tiene usted razón, Hastings; no debería ser categórico en mis afirmaciones. Así, pues, diré que si cerca de mí alguien disparase una bala contra la pared, a la altura de mi cabeza, querría investigar y moverme hasta comprender la causa de lo sucedido. Por más que digamos, siempre seguiremos siendo míseras criaturas humanas.
Y precisamente en aquel momento cayó junto a nosotros en la terraza una piedrecita, por lo cual me hizo reír la hipótesis que imaginaba mi amigo. Vi que Hércules se inclinaba para recoger el guijarro al tiempo que seguía diciendo:
—Sí, somos criaturas humanas. Y si nos echamos a dormir, puede darse el caso de que alguien venga a despertarnos.
Me extrañó un poco verle levantarse en aquel momento y descender los dos escalones que separaban el jardín de la terraza. Y precisamente en aquel instante, mientras él bajaba, casi le salió al encuentro una señorita muy esbelta.
Apenas tuve tiempo de recibir la impresión de un conjunto de rara elegancia, cuando mi atención hubo de volverse de nuevo a mi amigo, que, por no haber mirado bien dónde ponía el pie, cayó pesadamente contra las raíces muy salientes de un árbol.
Se había desplomado muy cerca de la joven, por lo cual ella y yo acudimos con la misma prontitud a inclinarnos sobre él. Y yo le atendía a él solo, como es natural, y, sin embargo, tuve por un instante la percepción de una abundante cabellera castaña y del oscuro azul de los ojos maliciosos puestos en nosotros.
—Le pido mil perdones, señorita —balbució Poirot—. Su amabilidad me confunde... ¡Ay!... Me he torcido un pie... Pero no será nada... Pasará... Si quisieran ustedes ayudarme; usted, Hastings, por un lado y la señorita por el otro... Si no es muy indiscreto lo que les pido...
Sostenido por nosotros, volvió a subir cojeando a la terraza y de nuevo tomó asiento en la silla abandonada poco antes.
Le propuse que llamase a un médico, pero no quiso oír hablar de eso.
—No es nada. Una simple torcedura. Y eso que me duele bastante... ¡Ay!... —al breve lamento, añadió casi inmediatamente—: ¡Bah! Dentro de diez minutos ya no pensaré en ello. Señorita, no sé cómo agradecerle... Tenga la bondad de sentarse, por favor.
Asintió la joven y se sentó.
—No será nada —dijo luego—. Pero no debiera usted dejar de llamar al médico.
—Ya pasará. Es una bagatela, un pequeño dolor, que, con el placer de su compañía, casi no lo siento.
—Muy bien —dijo riendo la señorita.
—¿Tomará usted un aperitivo? —pregunté yo en aquel momento—. Es la hora más a propósito, me parece.
—Pues bien, sí, acepto, muchas gracias.
—¿Un Martini?
—Sí, con mucho gusto. Un Martini.
Me fui. Cuando volví, después de encargadas las bebidas, encontré muy empeñada la conversación entre ella y Hércules.
—Figúrese, Hastings —me dijo inmediatamente mi amigo—, que aquella casa que está en el extremo de la punta del espolón y que tanto hemos admirado pertenece a esta señorita.
No recordaba yo haber admirado ni siquiera haber visto la casa de que me hablaba. Pero, naturalmente, seguí la cosa, y en refuerzo de los elogios oídos ya seguramente por la señorita, exclamé:
—¿De veras? Es muy original su nido. Parece una roca dominadora, aislada, imponente.
—La llaman La Escollera. Le tengo bastante cariño, a pesar de lo poco que vale. Es tan vieja, que se cae en pedazos.
—¿Es acaso la señorita la última superviviente de un antiguo apellido?
—No, pero sí de una familia noble... De trescientos años a esta parte, siempre ha habido Buckleys en Saint Loo. Hace tres años perdí el único hermano que tenía, así que soy en realidad la última de nuestra familia.
—¡Triste destino! ¿Y vive usted sola en La Escollera, señorita?
—Suelo parar poco en Saint Loo. Y cuando estoy en casa, tengo siempre un séquito de alegres amigos.
—Es usted modernísima, señorita. Y figúrese. Yo me imaginaba su vida muy recogida en un palacio antiguo, misterioso, sobre el que pesase alguna maldición familiar...
—¡Qué férvida fantasía la suya! No: La Escollera no alberga fantasma alguno... O a lo sumo alberga uno benéfico. En tres días consecutivos me he librado tres veces de la muerte. Casi podría creer en una protección sobrenatural.
Poirot se incorporó en su silla.
—¿Que se ha librado tres veces de la muerte? Cuénteme, señorita; le suceden cosas interesantes.
—No; no se trata de casos espectaculares. Simples incidentes...
Movió vivamente la cabeza para espantar una avispa y añadió en tono atrevido:
—¡Malditos bichos! Debe de haber un nido por aquí cerca.
—Se ve que las abejas y las avispas no le son muy simpáticas. ¿Le han picado a usted alguna vez?