—Han sabido guardar muy bien su secreto.
—Tal vez hayan tenido que callar —murmuró mistress Rice— por causa del viejo sir Mateo, que era un tanto lunático.
—¿Y usted no sospechaba nada, señora, siendo tan amiga de miss Esa?
—También sabe Esa callar cuando le conviene. Es un diablillo muy astuto. Pero ahora comprendo por qué estaba tan nerviosa de poco tiempo a esta parte. Y debiera haberlo comprendido todo por una palabra que se le escapó el otro día.
—Su amiguita es muy atractiva, señora.
La vigorosa voz de Challenger proclamó, con muy dudosa delicadeza:
—Ese era también el parecer de Jim Lazarus...
—¡Oh, Jim...! —mistress Rice no quería dar importancia a la cosa; pero se comprendía que la observación le había herido en lo vivo.
Se volvió hacia Poirot y le dijo:
—Dígame, monsieur Poirot, ¿acaso tiene...?
No terminó la frase. Vaciló, y en aquel momento los ojos quedaron fijos en un punto de la mesa.
—¿No se encuentra bien, señora?
Le acerqué una silla y le ayudé a sentarse. Ella movió la cabeza, diciendo:
—No es nada.
Permaneció un momento con el busto algo inclinado y el rostro entre las manos. Todos la mirábamos, sin saber qué hacer.
Se incorporó y dijo a Challenger:
—Nada, nada, querido George. No ponga usted esa cara tan asustada. Hablamos de delitos, de cosas excitantes... Quería saber si míster Poirot tiene alguna pista del asesino...
—Es demasiado pronto para pronunciarse —respondió evasivamente Hércules.
—Pero tendrá ya alguna idea, ¿verdad?
—Tal vez... Me hacen falta muchas más pruebas...
—¡Oh!
Después de esa exclamación, pronunciada con voz poco firme, Frica se levantó casi de un salto, diciendo:
—Me duele la cabeza. Me conviene ir a echarme un poco en la cama. Quizá me dejen ver a Esa mañana.
Y se fue. Challenger refunfuñó:
—Nunca se sabe lo que quiere esta mujer. Esa puede quererla mucho, pero me parece que ella no quiere a Esa. Sin embargo, con las mujeres, ¡vaya usted a saber! Cuando todo parecen mimos y halagos y te sueltan a cada paso «querida, queridísima», a lo mejor están pensando: «¡Mal rayo te parta!» ¿Sale usted, monsieur Poirot?
Poirot se había levantado y se quitaba cuidadosamente del sombrero un granito de polvo.
—Sí, voy a la ciudad.
—Yo no tengo nada que hacer... ¿Me permite usted que le acompañe?
—Desde luego. Tendré muchísimo gusto.
Cuando se disponía a dejar el cuarto, Poirot volvió un momento hacia atrás.
—Se me había olvidado el bastón —nos dijo cuando nos alcanzó de nuevo.
Fuimos primeramente a ver una florista, porque Hércules quería enviar una canastilla de flores a miss Esa.
No fue fácil contentarle. Por último, se decidió por una cestita dorada que mandó llenar de claveles amarillos. Todo ello debía ir atado con una ancha cinta azul celeste.
La florista le entregó una cartulina, en la cual escribió éclass="underline"
«Cariñosos saludos de Hércules Poirot.»
Siguiendo a su nombre una complicada rúbrica.
—Yo le he enviado flores esta mañana —dijo Challenger—. ¿Podría mandarle ahora un poco de fruta?
—Es inútil —dijo Hércules en tono perentorio.
—¿Cómo?
—Le digo que es inútil, porque no le permiten recibir nada de comer.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Lo digo yo, que he dado esa orden. Ya se la han transmitido a miss Esa, y ella la ha comprendido perfectamente.
—¡Dios mío! —exclamó el comandante. Y mirando fijamente a Poirot, añadió verdaderamente intrigado—: Así, pues, estamos lo mismo que antes... ¿Aún tiene usted miedo?
Capítulo XVI
Consulta en casa de Whitfield
La información judicial fue un trámite legal y estéril. Se comprobó la identidad de la víctima. Se dieron detalles del hallazgo del cadáver y siguió el informe médico.
Los testigos fueron citados para la semana siguiente. Los periódicos hablaban mucho del crimen de Saint Loo.
Los comentarios del hecho habían sustituido en sus columnas a los que en los días precedentes decían con grandes títulos: No hay noticias de Seton. Se ignora la suerte del piloto del «Albatros», y otros parecidos. Los periodistas, después de deplorar la suerte del joven aviador y rendir el debido homenaje a su memoria, no podían dejar de sentir la necesidad de otra noticia sensacional que publicar. Así que el misterioso homicidio debió de llegar como un maná a las Redacciones, siempre faltas de asuntos en los meses estivales.
Después de haber asistido al interrogatorio y de librarme afortunadamente de los reporteros, volví a ver a Poirot y con él fui a visitar al reverendo Files Buckleys y a su esposa.
Los padres de Maggie eran un simpático matrimonio de modales sencillos y distinguidos.
Ella era una señora rubia, en la que se veían los rasgos característicos de su origen septentrional. Él era bajito, delgado, y en su trato y en su palabra demostraba un constante, aunque muy amable, comedimiento.
Aquellos dos infelices estaban todavía anonadados por la desgracia que les había arrebatado a su querida Maggie.
—No llego a convencerme —decía él—. ¡Una muchacha tan buena, monsieur Poirot, tan dulce, tan altruista...! Inspirada siempre por el deseo de ayudar al prójimo, ¿quién podía desear su muerte?
—No llegué a comprender el significado del telegrama. La habíamos acompañado a la estación la víspera...
—En todo momento de la vida estamos cerca de la muerte —murmuró el marido.
—El coronel Weston ha sido muy bueno —dijo la señora—. Nos ha prometido no descansar hasta que llegue a descubrir al asesino. Debe de tratarse de un loco; no hay otra explicación posible.
—Señora, no sé expresarle la parte que tomo en su pena ni lo mucho que admiro su valor.
—Con entregarnos a la desesperación no devolveremos la vida a nuestra Maggie —replicó la heroica madre.
—Mi mujer es admirable —dijo el pastor—. Tiene más fe y más valor que yo... ¡Es tanto y tan angustioso lo que nos ha sucedido, monsieur Poirot!
—Comprendo, señor, comprendo.
—Usted es un gran detective, ¿verdad, monsieur Poirot?
—Así dicen, señora.
—Ya lo sé; hasta en nuestra pequeña aldea se habla de usted. ¿Llegará a descubrir la verdad?
—No tendré tregua ni reposo hasta que lo haya conseguido, señora.
—La verdad le será revelada —afirmó con tono solemne el eclesiástico—. El mal no puede quedar impune.
—El mal nunca queda impune, señora; pero a veces permanece secreto el castigo.
—¿Qué quiere usted decir?
A esa pregunta Hércules contestó únicamente moviendo la cabeza.
—¡Pobre Esa! —suspiró mistress Buckleys—. Me ha escrito una carta patética. Dice que le parece haber llamado a Maggie a morir aquí.
—Son expresiones morbosas —repuso sentenciosamente el marido.
—Ya, pero me identifico con sus sentimientos. Quisiera que me dejasen verla. Me parece tan raro que no se le permita recibir ni siquiera a sus parientes...
—Los médicos y las enfermeras son harto exigentes —aseguró Poirot—. Se atienen con demasiada rigidez a su reglamento. Por lo demás, en este caso se comprende su deseo de evitar la emoción tan natural que su sobrina podría experimentar al verlos.
—Tal vez —contestó en tono poco convencido la señora—. Pero no me gustan los sanatorios. Esa estaría bastante mejor si nos dejasen llevárnosla.
—Sí, estaría mejor, pero me temo que los doctores no lo entiendan así. ¿Hace mucho tiempo que no la han visto ustedes?
—Desde el otoño pasado. Entonces estaba ella en Scarborough. Maggie fue a pasar allí un día con ella y luego la trajo consigo a Lambley... Es una criatura simpatiquísima. Sin embargo, no puedo aprobar su modo de vivir. Pero no tiene la culpa la pobrecilla... No la han educado de ningún modo...