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—¡Si lo hubiese sabido! —balbució Poirot—. ¡Si lo hubiese podido imaginar!... ¿Puedo ver a la señorita?

—Si quiere usted volver dentro de una hora, creo que podrá verla. Y no se desespere, señor, que la salvaremos.

Estuvimos una hora circulando por las calles de Saint Loo. Yo me afanaba por calmar la ansiedad de Hércules; insistía, especialmente, en decirle y repetirle que después de todo no había ocurrido nada trágico. Y él seguía moviendo la cabeza y exclamando de cuando en cuando:

—Tengo miedo, Hastings...

Lo decía con tales y tan impresionante entonaciones, que yo también me sentí invadido por la angustia.

Al llegar a cierto punto, me apretó el brazo, diciendo:

—Me he equivocado, me he equivocado por completo...

—¿Empieza usted a creer que no se trata de cuestión de dinero?

—No, no; en eso tengo razón, estoy segurísimo. Pero aquellos dos que parecían los más indicados... La explicación es demasiado simple, demasiado fácil... Es preciso buscar otro. Sí... Hay algún otro...

Y luego, estallando de indignación, añadió:

—¡Qué loca! ¿No se lo había yo prohibido? ¿No le había avisado diciéndole: «No toque nada de lo que venga de fuera»? Ha quebrantado las órdenes de Hércules Poirot. No le bastaba ya haberse librado cuatro veces de la muerte. Ha querido correr un peligro más... Son cosas increíbles.

Por último, volvimos al sanatorio. Después de un breve rato de espera, nos acompañaron a la habitación de miss Esa.

Esa estaba sentada en el lecho. Tenía las pupilas sumamente dilatadas. Parecía tener fiebre. Con una voz muy débil y moviendo nerviosamente las manos, murmuró:

—¡Otro golpe que ha fallado!

Poirot perdió el color al mirarla. Le tomó una mano. Se rascó el cuello para tener fuerzas para hablar y casi susurrando dijo, en tono disgustado:

—¡Ah, señorita!

—Si esta vez hubieran conseguido su objeto, no me hubiese importado nada, nada.

—¡Pobre muchacha!

—Sólo me desagradaría que pudieran tener la satisfacción...

—Muy bien. Así debe ser... Hay que querer vivir... Desafiar a la suerte...

—No habría sido un refugio muy seguro su famoso sanatorio.

—Si hubiese usted obedecido mis órdenes, señorita...

Esa exclamó, con acento de gran sorpresa:

—Pero ¡si he obedecido puntualmente!

—¿No le había yo prohibido comer nada de lo que le trajesen de fuera?

—Y así lo he hecho.

—¿Y los bombones?

—Eso estaba permitido, pues me los ha enviado usted.

—¿Qué está usted diciendo?

—Digo que usted me los ha mandado...

—¿Yo?... No... Yo no he mandado nada de comer.

—Sin embargo... En la cajita estaba su tarjeta...

—¿Cómo? ¿Cómo?

Esa hizo un esfuerzo para alargar la mano a la mesa que tenía junto a la cama. Se acercó una enfermera preguntándole:

—¿Quiere usted la tarjeta que estaba en la caja?

—Sí, haga el favor.

La enfermera no tardó en encontrar el objeto pedido. Y nadie se movió ni dijo una palabra hasta que la hubo puesto en manos de Hércules. Éste quedó petrificado al ver la tarjeta. Contenía, como la que él había mandado con el cesto de flores, estas palabras, escritas muy claramente:

«Cariñosos saludos de Hércules Poirot.»

—¡Voto al diablo!

—¿Lo ve usted? —exclamó Esa

—Yo no he escrito esto —dijo Poirot.

—¿Cómo?

—Y, sin embargo —volvió a decir mi amigo—, es mi letra.

—Yo estaba segura. Había visto su letra en la tarjeta del cesto de claveles, y no dudé que fuese usted quien me enviaba los bombones.

Inclinando la cabeza, dijo Poirot:

—Es natural que no haya usted tenido duda. ¡Es un demonio, es astuto, ese cruel bandido! ¡Haber imaginado semejante golpe! Pero ¡ese hombre es un genio, un genio! Cariñosos saludos de Hércules Poirot... Una cosa simple, sencillísima. Bastaba pensar en ella. ¡Y yo que no he sabido preverla!

La joven se agitaba.

—No se entristezca, señorita. Nada tiene usted que reprocharse. ¡Yo soy el censurable, el imbécil! ¡Hubiera debido preverlo! Hubiera debido..., sí...

Con el mentón apoyado contra el pecho, Poirot parecía la imagen de la desolación.

—Creo realmente... —dijo a media voz la enfermera.

No se había separado y se comprendía que desaprobaba el que se prolongase nuestra visita.

—¡Ah! Sí, sí... Ahora nos vamos... Valor, señorita: ésta habrá sido mi última equivocación. Estoy abrumado de vergüenza. Se han burlado de mí como de un colegial... Pero no volverá a suceder, se lo prometo. Vámonos, Hastings.

Lo primero de todo, Poirot quiso hablar con la superiora, que estaba consternadísima por lo ocurrido en el sanatorio.

—¡Que haya podido suceder aquí un caso semejante! No puedo acostumbrarme. No llego a comprender cómo ha sido posible...

Poirot se mostró con gran tacto y simpatía. Después de haberla consolado un poco, empezó a indagar la forma en que había llegado allí la caja fatal. La superiora declaró que sobre eso podría enterarle mejor el ayudante que estaba de turno a aquella hora.

El ayudante, un tal Hodd, era un joven de aspecto honrado y algo estúpido. Tendría unos veintidós años. Estaba evidentemente nervioso y espantado. Poirot le dijo al momento, con amabilidad:

—No se le puede reprochar a usted nada. Sólo quiero saber exactamente cómo y cuándo trajeron aquí esa caja.

El ayudante titubeó:

—Es difícil decirlo, señor. ¡Viene aquí tanta gente a pedir noticias y a dejar paquetes para los enfermos!

—La enfermera ha dicho que éste lo trajeron ayer tarde, a eso de las seis —dije yo.

El rostro del joven se aclaró un poco y dijo:

—Sí, lo recuerdo. Lo trajo un caballero.

—¿Un caballero rubio, delgado, de nariz larga?

—Rubio, sí; pero en cuanto a la nariz... No reparé.

—¿Cree usted que Vyse lo haya traído en persona? —pregunté yo.

Yo pensé que el joven debería de conocer a un abogado del pueblo.

—No era míster Vyse —repuso inmediatamente—. Yo le conozco; era otro señor, de buen aspecto, que venía en automóvil.

—¡Lazarus! —exclamé.

Y me arrepentí en el acto de mi impulso, por las miradas que me dirigió Poirot, el cual siguió interrogando.

—¿Un señor que vino en un hermoso automóvil es el que dejó el paquete dirigido a miss Esa Buckleys?

—Sí, señor.

—¿Y qué ha hecho usted del envoltorio?

—No lo toqué; se lo llevó la enfermera.

—Comprendido. Pero ¿no fue usted quien lo tomó de manos del caballero?

—Sí, naturalmente. Lo tomé de sus manos y lo puse sobre la mesa.

—¿Qué mesa? ¿Podría verla?

El ayudante nos condujo al vestíbulo. Precisamente al lado de la puerta de entrada, a la sazón abierta, había una mesa de mármol llena de cartas y paquetes.

—Todos los paquetes que llegan se dejan aquí y las enfermeras los distribuyen luego a las personas que los esperan.

—¿Recuerda usted la hora en que fue recogida la caja?

—Debían de ser las cinco y media... O tal vez un poco más tarde. Sé que ya había llegado el correo, y el correo suele llegar a las cinco y media. Fue una tarde muy movida. Vino mucha gente a traer flores o a visitar a los enfermos.

—Muchas gracias... Ahora desearía ver a la enfermera que subió la caja.

Poco después vimos venir a nuestro encuentro una alumna enfermera, una personita agitada, turbada a más no poder. Se acordaba de habérsele encargado el paquete para entregar a miss Buckleys a las seis, o sea en el momento en que había entrado de turno.

—A las seis —murmuró Poirot—. Así, pues, hacía unos veinte minutos que el paquete estaba sobre la mesa.

—¿Decía usted?

—Nada, señorita; continúe. Llevó usted la caja a miss Buckleys.

—Había varias cosas para ella. Esta caja. Flores enviadas por míster Croft, según creo, y otro paquete que vino por correo. Y lo más extraño es que también éste contenía una caja de bombones de chocolate.