—Me dijo usted ayer una cosa exacta, exactísima, ingeniosa... —no del todo despierto aún, le miré incierto en cuanto al sentido de lo que oía—. La hora más oscura es la que precede al alba. Es exacto, exactísimo. He estado bastante a oscuras y ahora asoma el alba.
Volví los ojos a la ventana y vi que tenía perfecta razón.
—¡No, hombre, no! —exclamó—. En la cabeza, en la imaginación; la luz viene de la sustancia gris.
Se interrumpió un momento y luego añadió:
—Mire usted aquí, Hastings; miss Buckleys ha muerto.
—¿Cómo? ¿Cómo?
—Cállese; no se asuste. Como lo digo. En broma, se entiende. Pero podría ser verdad. Sí, por veinticuatro horas puede hacerse pasar por verdad. Me pondré de acuerdo con el doctor y con las enfermeras. El asesino ha conseguido su objetivo. Cuatro veces ha intentado en vano el golpe. A la quinta le ha salido bien. Y ahora veremos qué sucederá. Seguramente cosas muy interesantes.
Capítulo XVIII
Uno que se asoma a la ventana
De cuanto sucedió al día siguiente tengo un recuerdo confuso, porque me desperté con fiebre. Son pesadas sorpresas a las que estoy un poco sujeto después del largo período de fiebres palúdicas que padecí hace años.
Así, los acontecimientos de aquel día quedaron en mi imaginación como una serie de pesadillas en las que aparece y desaparece, cual un payaso fantástico, mi amigo Hércules Poirot.
Él parecía estar satisfechísimo. No podría decir cómo se arregló para realizar el proyecto esbozado junto a mi lecho en las primeras horas de la mañana; pero que llegó a ponerlo en práctica con muy buen resultado, es cosa cierta. Y es muy cierto también que la empresa debió ser sumamente ardua.
La complicada ficción requería fatalmente el auxilio de otras muchas ficciones accesorias. Y la clase de ayuda que hacía falta para asegurarse el éxito de la iniciativa era de las que más repugnan al temperamento inglés.
El primero que consintió secundar a Poirot debió ser el doctor Graham. Convencido él, fue necesario persuadir también a la superiora y a algunas otras de las dirigentes del sanatorio. No se dejarían convencer fácilmente y hasta es probable que cedieran sólo por la autorización e intervención del doctor.
Además, Poirot debió de contar también con el comandante de Policía y con sus agentes, y en esto se ponía en choque con el elemento oficial. Sin embargo, supo conquistar el asentimiento del coronel Weston, quien declaró que rehuía toda responsabilidad. Poirot y sólo Poirot sería responsable de la propagación de la falsa noticia. Poirot no dudó ni un solo instante. Hubiera aceptado toda clase de condiciones con tal de que le dejasen libertad para desenvolver su plan.
Pasé la mayor parte del día arrellanado en una cómoda butaca. Cada dos o tres horas venía Hércules y me enteraba de lo que iba sucediendo.
—¿Cómo sigue, querido? Siento su malestar, pero casi puedo considerarlo, en cierto sentido, como una combinación afortunada; usted no sabría dar el pego como yo. Acabo de encargar una corona inmensa, magnífica, una corona de azucenas... Y a todo alrededor, una ancha cinta que dice: «A miss Buckleys, el desconsolado Hércules Poirot.» ¡Vaya una comedia!
Y se fue.
Cuando volvió me contó una conversación conmovedora que había tenido con mistress Rice:
—Le sienta muy bien el negro a Frica. He hablado a ésta de su pobre amiga. ¡Qué tragedia!... «Era tan alegre Esa, tan animada; no puedo imaginármela muerta». —me dice, y yo, suspirando, exclamo—: «Oh, suprema ironía de la muerte, que se lleva a los jóvenes y deja en el mundo a los viejos, a los inútiles...» Y vuelvo a suspirar.
—¡Cómo se divierte usted! —susurré, pues hasta me fatigaba hablar en voz alta.
—Absolutamente nada. Sólo pienso en el objetivo que hemos de alcanzar. Para sostener bien la fábula hay que empaparse en el papel que se recita... En fin, agotadas las frases de rigor, la señora desciende a particularidades más conformes con su pensamiento; ha pasado toda la noche despierta, pensando en los bombones envenenados... «Una cosa imposible, imposible»... Señora, le respondo yo, no es imposible; puedo enseñarle los resultados del análisis...» Frica me pregunta, con voz trémula: «¿Era... cocaína?...» Yo le digo que sí, y entonces ella murmura: «Dios mío, no lo entiendo...»
—Y será verdad —dije yo.
—Sin embargo, comprende muy bien que se halla en una situación enojosa. Es inteligente, lo ha advertido en seguida. Sabe que se encuentra en peligro.
—No obstante, me parece que usted empieza a creerla inocente.
Poirot enarcó las cejas. Su excitación desapareció de pronto.
—Acaba usted de decir una cosa profunda, Hastings. Es verdad; los hechos no se adaptan ya a mi hipótesis. Estos delitos han tenido hasta ahora como carácter común una astucia peregrina. Y aquí no hay traza de picardía. Esta vez nos hallamos frente a una maldad brutal. No. Mis suposiciones se derrumban.
Sentóse junto a la mesa.
—Examinemos los hechos. Hay tres posibilidades: los bombones fueron comprados por mistress Rice y llevados por Lazarus al sanatorio. En ese caso el delito es de uno de los dos o de ambos a la vez. La llamada por teléfono hecha al parecer por miss Esa es pura invención; ésa es la más clara de las soluciones. Solución número dos: ¿Quién le envió la caja de bombones llegada por paquete postal? ¿Alguno de los indicados en la lista de la A hasta la J? (¿Se acuerda? El campo de investigaciones era bastante amplio.) Pero si la segunda caja es la envenenada, ¿qué objeto tenía la llamada telefónica? ¿Por qué complicar las cosas con una segunda caja?
Yo aprobaba con la cabeza. Cuando se tienen treinta y nueve grados de fiebre, se consideran inútiles todas las complicaciones.
—Solución número tres: la caja de bombones inocua comprada por mistress Rice es sustituida por bombones envenenados. En este caso, la llamada telefónica me parece una comprensible e ingeniosa hazaña: mistress Rice ha de ser la mano ajena que saque el ascua. La solución número tres es, pues, la más lógica; pero también la más difícil... ¿Cómo arreglarse para tener la seguridad de que la sustitución se ha de efectuar en el momento oportuno? El paquete... Había más de cien probabilidades de que el golpe fracasase... No; no puede ser.
—A menos que el culpable fuese Lazarus...
Poirot me miró con viva sorpresa, diciendo:
—¿Le ha subido a usted la fiebre?
Tuve que asentir.
—Es curiosa la influencia de unos pocos grados de temperatura en la actividad del cerebro. Su observación es de una profunda sencillez, tan sencilla que al principio no he caído en ella... Pero... sugiere un extraño concurso de cosas; entre otras, que Lazarus, muy apegado a la Rice, haría lo posible para que su amante muriese a manos del verdugo. Nos encontramos frente a desenlaces muy extraños y complicados, complicadísimos.
Cerré los ojos. Cansado de haberme mostrado profundo y además decidido a dejar de meditar sobre cosas complicadas, sólo me sentía con ganas de dormir. Creo que Poirot seguía hablando, pero yo no le escuchaba ya, su voz me arrullaba...
Le volví a ver a última hora de la tarde.
—Mi comedia habrá hecho la fortuna de las floristas. Todos van a encargar coronas: Croft, Vyse, Challenger...
El nombre del comandante me llegó como un rumor.
—Oiga, Poirot, cuando menos a ése debería usted avisarle... Estará loco de desesperación... No es usted justo.
—¿Se enternece usted por él?
—Es un hombre muy bueno. Habría que comunicarle el secreto...
Poirot negó enérgicamente con la cabeza, diciendo:
—No, querido, no haré ninguna excepción.
—Pero no podemos menos que creerle ajeno al delito.
—No hago excepciones.
—Piense usted en lo que estará padeciendo.