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—Pienso en la alegre sorpresa que le estoy preparando: ¡figúrese!, creer muerta a la amada y encontrársela viva... Una sensación única, estupenda...

—Es usted un demonio. El comandante guardaría el secreto.

—No estoy del todo convencido.

—Es el honor en persona; estoy segurísimo.

—En ese caso es aún más difícil que llegase a guardar un secreto. Éste es un arte que requiere una habilidad suprema. ¿Podría fingir el comandante Challenger? Si es tal cual usted lo cree, no sería capaz de ello.

—¿Y no va usted a decirle nada?

—Me niego absolutamente a hacer fracasar mi idea por un motivo sentimental. Lo que arriesgamos en nuestro juego es cuestión de vida o muerte.

No insistí más, pues veía que Poirot no cedería. Me dijo que no se mudaría de ropa para cenar.

—He recibido un duro golpe. Ya no tengo confianza en mí mismo. Soy un hombre acabado. He fracasado... Apenas tocaré los manjares, que quedarán intactos en el plato. Creo que ésa es la actitud que debo adoptar. Luego, claro está, en mi cuarto tomaré algunas pastas y pasteles, de que ya me he provisto. ¿Y usted?

—Yo tomaré un poco más de quinina —respondí.

—¡Pobre chico! Pero anímese, que mañana estará mejor.

—Así lo espero. Estos ataques no suelen durarme más de veinticuatro horas.

No le oí volver a entrar en el salón. Seguramente estaría yo durmiendo.

Cuando me desperté le vi que estaba escribiendo. En la mesa que tenía delante había una hoja, en la que reconocí la lista de sospechosos que antes había arrugado y tirado al cesto.

Haciendo una seña con la cabeza, respondió a mi muda pregunta:

—Sí, la retiré; pero ahora vuelvo a estudiarla desde otro punto de vista. He reunido una serie de preguntas relativas a cada uno de los que estaban en la lista. Las preguntas tal vez no tengan relación con el delito. Son sólo cosas que no sé, cosas que quedan sin explicación y a las cuales busco una razón de ser devanándome los sesos.

—¿Y a qué punto ha llegado usted?

—Ya he terminado. ¿Quiere oírlo? ¿Se siente usted con fuerzas suficientes?

—Sí, me encuentro mucho mejor.

—Menos mal. Podremos volver a examinar juntos todo esto... Seguramente dirá usted que algunos de estos datos son pueriles...

Y empezó a leer:

—«A) Helen: ¿Por qué se quedó en casa y no fue a ver los fuegos artificiales? (Contra lo acostumbrado, como lo prueban la sorpresa y las observaciones de Esa.) ¿Qué creía, o temía, que sucedería? ¿Introdujo a alguien en la casa? (A J., por ejemplo.) ¿Ha dicho la verdad respecto al escondrijo secreto? Y si éste existiera, ¿cómo puede ignorar el sitio? (Si hubiera algún escondrijo, miss Esa lo sabría, y, en cambio, parece muy segura de lo contrario.) ¿Por qué, pues, se lo ha inventado? ¿Con qué objeto? ¿Conocía las cartas de Seton a miss Esa o fue sincera su sorpresa?

»B) El marido: ¿Es realmente tan estúpido como parece? ¿Sabe todo lo que sabe su mujer o no? ¿Es realmente un deficiente, un loco?

»C) El niño: Su pasión por la sangre, ¿forma parte de un instinto común a su edad o es cosa morbosa, una tara hereditaria de su padre o de su madre?

»D) ¿Quién es Croft? ¿De dónde viene? ¿Envió de veras el testamento? De lo contrario, ¿por qué razón jura en falso y retiene el documento?

»E) Lo mismo que el anterior. ¿Quiénes son estos Croft? ¿Se esconden acaso? Y, si es así, ¿por qué motivo? ¿Tienen relaciones con la familia Buckleys?

»F) Mistress Rice: ¿Conocía el noviazgo de miss Esa? ¿Se lo había imaginado? ¿Ha leído las cartas de Seton a su novia? (En este caso, sabría que Esa es la heredera del capitán.) ¿Sabe que es la segunda heredera en el testamento de miss Esa? (Es probable; su amiga debe de habérselo avisado, añadiendo, probablemente, que no le tocaría gran cosa.) ¿Habrá algo de cierto en la alusión del comandante a haberle gustado Esa a Lazarus? (El hecho explicaría el enfriamiento que parece haberse producido entre las dos amigas.) ¿Quién es el «solterón» proveedor de cocaína, de que se habla en su carta de febrero último? ¿Podría ser que fuera J.? ¿Cuál es la verdadera causa de haberse casi desmayado el otro día en este cuarto? ¿Alguna palabra oída o alguna cosa vista? ¿Es sincero lo que dice de la llamada telefónica o es una mentira premeditada? ¿En qué estaba pensando cuando se le escapó la frase «Lo otro, sí; pero esto, no»? Si ella no es culpable, ¿qué es lo que sabe y no quiere confesar?»

En este punto interrumpió Poirot la lectura para hacerme ver que las preguntas concernientes a mistress Rice eran innumerables.

—Esa mujer sigue siendo un enigma —añadió Hércules—. Y estoy obligado a deducir que o es culpable ella o conoce, cuando menos cree conocer, al culpable. Pero ¿tiene razón para creerlo? ¿Sabe realmente algo o sólo tiene indicios y presentimientos inciertos? ¿Y cómo se le podría hacer hablar?

Exhaló un suspiro y siguió diciendo:

—Bueno, prosigamos. «G) Lazarus: Es curioso; no se puede construir hipótesis sobre el. Únicamente, pero apenas plausible, se presenta la pregunta: ¿Sustituyó él los bombones buenos por los envenenados? Aparte de ésta, puede formularse otra, pero sin importancia. La apuntaré, para ser completo. ¿Por qué ofreció cincuenta libras por un cuadro que apenas vale veinte?»

—Querría complacer a miss Esa —dije yo.

—No lo hubiera hecho de ese modo. Es comerciante. Seguramente no compra por el gusto de revender a precios más bajos de lo que le ha costado. Si hubiera querido tener atención con miss Esa, le hubiera prestado dinero particularmente.

—Sea lo que fuese, no puede tener ninguna relación con el delito.

—Es verdad. Pero yo quisiera saber algo. Hago un estudio psicológico; pasemos ahora a la H. Escuche. «H) Es el comandante Challenger. ¿Cómo confesó Esa su compromiso al comandante? ¿Por qué se lo dijo a él, cuando lo calló a todos los demás? ¿Habrá pedido acaso su mano? ¿Qué relaciones tiene con su tío?»

—¿Qué tío, Poirot?

—El doctor. Ese individuo más bien equívoco. ¿Habría tenido el almirantazgo alguna noticia anticipada de la muerte de Seton?

—No acierto a comprender adonde va a parar su pregunta. Aunque Challenger haya sabido con algunas horas de antelación la noticia de la muerte de Seton, la cosa no tiene importancia en lo que a nosotros nos interesa. Pues no era, indudablemente, una razón para matar a la muchacha amada.

—Conforme. Su objeción es muy razonable. Pero he querido indicar todas las cosas que pueden pensarse. Soy el perro que va olfateando en busca de cosas no demasiado limpias y claras.

—«I) Charles Vyse: ¿Por qué afirmó tan perentoriamente el fanatismo de Esa por la Escollera? ¿Qué motivo pudo inducirle a semejante acción? ¿Recibió el testamento o no lo recibió? Y después de todo, ¿es o no es hombre de bien?»

—Y ahora pasemos a la J.

—«J) Es, en realidad, como lo he comprendido al momento, un formidable punto de interrogación. ¿Existe ese deseo...?»

Se interrumpió, alarmado, para decir.

—Pero ¿qué le pasa, Hastings?

Me había puesto en pie, gritando, y extendí una mano temblorosa hacia la ventana.

—Un rostro, Poirot, un rostro de pesadilla, apoyado contra los cristales. Ahora ha desaparecido, pero lo he visto...

Poirot corrió a la ventana, la abrió de par en par y empezó a mirar afuera.

—No hay nadie aquí —dijo pensativo—. ¿Está usted seguro de haber visto a alguien?

—Segurísimo... Una cara horrible.

—Sí, aquí hay una pequeña terraza; cualquiera podría acercarse fácilmente para sorprender nuestra conversación. Al hablar usted de cara horrible, ¿qué quiere decir, Hastings?

—Una cara cadavérica, con los ojos espantados, apenas humana.