—¡Una idea! —exclamó—. Aquí estamos todos alrededor de una mesa. ¿Y si tuviéramos una sesión espiritista?
—¿Una sesión? —preguntó escandalizada mistress Croft—. Pues haría falta...
—Sí, sí; será un experimento interesantísimo. El amigo Hastings tiene muy buenas condiciones de médium (¡demontres!, ¿por qué me meterá a mí en este lío?...); es una oportunidad única para tener un mensaje del otro mundo. Siento que las condiciones son propicias. ¿No lo siente usted también, Hastings?
—Muy propicias —respondí, pronto, como siempre, a secundarle en todo.
—Bien. Estaba seguro. ¡Pronto, las luces!
Se puso en pie y apagó la luz en un momento. Había obrado con tal rapidez, que ninguno hubiera tenido tiempo de protestar, aunque hubiese querido hacerlo. Además, creo que todos estaban atontados por el estupor que les había producido el testamento.
La habitación quedó a oscuras. Como la noche era calurosa estaban abiertas las ventanas. Venía del jardín una ligera claridad, por la cual, al cabo de unos minutos, empecé a distinguir los contornos de los muebles. Me esforzaba por imaginar lo que hubiera podido hacer o decir, y mandaba al demonio a Poirot por haberme metido en semejante fregado.
Sin embargo, cerré los ojos y me puse a soplar como un fuelle o como lo hacen los médiums en el ejercicio de sus funciones.
Pasados unos minutos, Poirot caminaba de puntillas, se acercó a mi silla, luego volvió a la suya y dijo:
—¡Ya está!... Pronto sucederá algo...
Cuando se espera, sentado en la oscuridad, siempre se siente un gran temor. Noté que me ponía nervioso, y aún peor que yo debían de estar los demás; porque yo, al menos, tenía alguna idea de lo que iba a acontecer; conocía el hecho esencial, construido por Poirot y desconocido de todos ellos.
No obstante, a pesar de mi certeza, me palpitó rápidamente el corazón al ver que se abría despacito la puerta de la estancia.
No se oía el menor rumor (debían de estar recién engrasadas las puertas) y el efecto de aquel movimiento silencioso era desconcertante. Poco a poco se abrió del todo la puerta y durante otro minuto no ocurrió nada. Entró en el aposento una corriente fría, debida probablemente a que estaba también abierta la ventana, pero que me dejó helado, como si viniera de veras de los espacios etéreos.
¡Y luego todos vimos! En el umbral se alzaba una figurita blanca, esbelta: Esa Buckleys...
Se movió lenta y silenciosamente, con el andar vaporoso y dulce de una cosa incorpórea, sobrehumana...
En aquel momento me percaté de que el mundo había desconocido a una actriz admirable. Se realizaba su sueño de representar una función en La Escollera, pues en aquel momento desempeñaba un papel dramático, y no podía dudarse de que la joven disfrutaba inmensamente.
Mientras avanzaba con aquel paso de diosa sobre las nubes, se rompió de varios modos el silencio.
Del sillón de inválido que había a mi lado partió un grito agudo.
Un murmullo salió del lugar donde estaba sentado Croft. Del sitio de Challenger, una blasfemia. Y me parece que Charles Vyse echó atrás su silla. Lazarus se inclinó hacia delante. Únicamente la Rice permaneció muda, sin pestañear.
Helen, dando un grito, se puso en pie.
—¡Es ella! ¡Es ella!...
Entonces se encendieron de pronto las luces y vi a Poirot, en pie, que tenía en los ojos y en el rostro la expresión de púgil victorioso. Esa estaba en medio de la habitación envuelta en amplia vestimenta blanca.
La primera en hablar fue mistress Rice. Extendió la mano hacia su amiga y, tocándola, murmuró:
—¿Eres tú, Esa, en carne y hueso?
Esa respondió riendo:
—Yo soy, sí, muy viva... Mil gracias por todo lo que hizo usted por mi padre, mistress Croft; pero aún no ha llegado el momento de disfrutar el premio de sus buenos actos.
—¡Dios mío! —exclamó la Croft—. ¡Dios mío! ¡Llévame pronto, Berto, llévame! ¡Sácame de aquí!... Ha sido una broma, una simple broma y nada más...
—¡Extraña broma! —replicó Esa, desdeñosa.
Entre tanto, alguien había entrado a escondidas en el salón. Yo no había advertido su entrada. Con gran sorpresa mía reconocí en el recién llegado al amigo Japp. Cambió éste una rápida seña de inteligencia con Poirot, y luego, de pronto, se le vio un resplandor en los ojos, mientras se acercaba a la mujer, que forcejeaba en su cochecito de inválida.
—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Al fin nos volvemos a ver! Una antigua conocida. Milly Merton en persona. ¿Ha vuelto usted a sus martingalas de antes y de siempre?
Se volvió a los demás, y sin hacer caso de las protestas de mistress Croft, añadió:
—Milly Merton es una falsificadora de gran mérito; la más valiente de todas cuantas han pasado por nuestras manos. Sabíamos del vuelco del automóvil, del que apenas tuvo tiempo de escaparse... Pero ni siquiera una lesión en la espina dorsal ha podido apartarla de su arte; porque es una verdadera artista, la Milly, en su especialidad.
—¿Cómo? ¿El testamento era falso?
El tono de aquella voz descubría el profundo estupor de Vyse.
—¡Naturalmente! —exclamó su prima—. ¿Has creído tú auténtico ese testamento tan imbécil? En realidad, yo te dejaba a ti La Escollera, y todo lo demás a Frica.
A todo esto se había acercado a la Rice y estaba a su lado cuando... ocurrió el hecho.
Vinieron de la ventana el fogonazo y el silbido de un disparo, seguidos al punto de otro disparo. Oyóse luego un gemido y la pesada caída de un cuerpo...
Frica Rice se levantó de un salto. Un ligero chorrito de sangre le bajaba a lo largo del brazo.
Capítulo XX
J.
La escena había sido fulminante. Ninguno se percató de pronto de lo que era. Poirot fue el primero en reponerse y salió a todo correr, gritando. Detrás de él fue el comandante; un momento después reaparecieron trayendo entre los dos el cuerpo inerte de un hombre. Mientras le tendían con grandes cuidados en una ancha butaca de cuero, vi el rostro que me arrancó de la boca estas palabras:
—¡El hombre asomado a la ventana!
En verdad, era el que había visto el día anterior a través de los cristales de nuestro saloncito. Le reconocí en el acto; pero comprendí también en el acto que Poirot había tenido razón en tacharme de exagerado al definirlo yo como un ser apenas humano.
No es que fuese del todo injustificada mi primera impresión, pues era el rostro de un extraviado, de un ser distinto de la humanidad normal. Aquella faz blanca y depravada parecía una careta, un despojo abandonado del espíritu animador. En aquel momento lo regaba un chorro de sangre.
Frica se había levantado y estaba ya junto a la butaca, y Poirot se interpuso y dijo suavemente:
—¿Está usted herida, señora?
—Un rasguño de bala, no será nada...
Y dicho esto, la Rice apartó gentilmente a Poirot y se inclinó mirando. El hombre abrió los ojos y balbució con una mueca feroz:
—Esta vez te he alcanzado.
Luego, mudando de acento y con voz gimiente, temblorosa, añadió:
—Frica, ¡oh Frica!... No quería matarte... No sé... Frica, Frica... ¡Siempre has sido tan buena!...
—No te preocupes...
Se inclinó junto al moribundo.
—No sé por qué. No quería...
La lamentación quedó interrumpida y el hombre inclinó la cabeza contra el pecho.
Frica miró a Poirot.
—Sí, señora —dijo éste con una caricia en la voz—; está muerto.
La Rice se levantó y le contempló largo rato. Le puso una mano sobre la frente, con un movimiento que me pareció de piedad. Luego, con un suspiro, se volvió a todos nosotros, diciendo quedamente:
—Era mi marido.
Yo murmuré:
—J.
Y Poirot, que cogió al vuelo ese sonido, aprobó de pronto, añadiendo: