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—Sin embargo, no puedo arrepentirme de haberle cedido mi reloj...

—Sí, señora.

La Rice exclamó casi gritando:

—¿Sabe usted también eso?

En aquel momento interrumpí yo para preguntar.

—¿Y Helen sabía o sospechaba algo?

—No. La he interrogado. Me ha dicho que se decidió a quedarse en casa aquella noche porque, repitiéndolo con sus propias palabras, sentía «que había algo en el aire». Supongo que Esa insistiría demasiado para decidirla a ir a ver los fuegos... Y ella había comprendido la antipatía de su ama por mistress Rice. Me ha dicho que «sentía en los huesos» que aquella noche había de suceder algo..., pero que creía que había de sucederle a Frica... Conocía el carácter de su ama, que, según ella, siempre había sido «una chiquilla extraña».

—Sí —murmuró Frica—. Eso pensamos de ella. Una chiquilla extraña. Una pobre criatura que no conseguía dominarse... Yo, por lo menos, quiero creerla así.

Poirot le tomó la mano y se inclinó gentilmente a besarla.

Charles Vyse se movió penosamente:

—Será un mal asunto... Sea como fuere, deberíamos unirnos para defenderla.

—No creo que sea necesario —repitió pausadamente Hércules Poirot—; cuando menos, si es verdad lo que sospecho.

Y volviéndose de pronto a Challenger

—¿No es usted el que introduce la droga en los relojitos de pulsera?

—Yo... Yo —balbució el marino muy sorprendido.

—No intente echárselas de bonachón para engañarnos... Usted habrá engañado al amigo Hastings, pero no a mí... Sacan ustedes pingües ganancias, usted y el tío de Harley Street, con el comercio de drogas estupefacientes.

—¡Monsieur Poirot!

Challenger se había puesto en pie de pronto.

Hércules le envolvió en una plácida mirada.

—Usted es el útil «solterón». Niéguelo si quiere. Pero si no quiere que intervenga la Policía en sus actos, le aconsejo que se vaya.

Y con gran sorpresa mía, Challenger se fue. Salió de la casa corriendo. Yo miraba la escena con la boca abierta.

Poirot reía:

—Ya se lo he dicho, querido: sus instintos siguen siempre pistas falsas. Es una asombrosa especialidad suya.

—¿Había cocaína en el reloj de pulsera?

—Sí; y así es cómo miss Esa pudo tenerla en el sanatorio consigo. Y como su provisión se acabó con los bombones de chocolate, ha pedido el reloj de la señora, porque sabía que estaba lleno.

—Según usted, ¿no puede prescindir ella de la cocaína?

—No, no; Esa no es cocainómana; alguna vez de cuando en cuando..., por extravagancia, nada más. Pero esta noche necesitará la droga por otro motivo. Esta vez la dosis era completa...

—¿Quiere usted decir...? —no pude llegar a terminar la frase.

—Sí, es el mejor camino que puede seguir... Siempre es preferible eso a la cuerda del verdugo, pero silencio. No debemos hablar en presencia del abogado Vyse, columna del orden y de la ley. Oficialmente yo no sé nada. El contenido del reloj de pulsera es simple suposición mía.

—Sus suposiciones son siempre exactas —dijo tristemente la Rice.

—Tengo que irme —declaró Charles Vyse abrumado, bajo su fría apariencia, sabe Dios por qué dolorosos pensamientos.

Apenas hubo desaparecido el abogado, Poirot miró uno después de otro a Frica Rice y a Lazarus.

—¿Se casarán ustedes ahora?

—Lo antes posible —respondió el joven.

—En realidad, monsieur Poirot —añadió ella—, no soy tan viciosa como usted cree. Me he curado casi completamente, y ahora con la felicidad en perspectiva... creo que ya no necesitaré reloj de pulsera.

—Le deseo que sea muy feliz, señora —dijo cordialmente Poirot—; usted ha padecido mucho, y a pesar de todas las penas sufridas, sigue siendo misericordiosa...

—Yo la cuidaré mucho —declaró con ímpetu Jim Lazarus—. Mis negocios no van muy bien, mas espero salir adelante... Y aunque todo continuase mal..., Frica se resignaría a ser pobre..., como yo.

Mistress Rice levantó la cabeza sonriendo.

—Es tarde —dijo Poirot después de mirar el reloj.

Nos levantamos los cuatro.

—Hemos pasado una extraña velada en esta extraña casa. Helen tiene razón en llamarla casa de mal agüero.

Alzó los ojos en aquel momento hacia el retrato de aquel «demonio». Y con uno de sus originales arrebatos, preguntó a quemarropa:

—Perdóneme, míster Lazarus. Sírvase darme respuesta a un problema que no he resuelto. ¿Por qué ofreció usted cincuenta libras por ese cuadro? Me gustaría saberlo.

Lazarus le miró muy serio por un momento. Luego se decidió a sonreír y a explican

—Verá usted, monsieur Poirot. Yo soy comerciante.

—Ya.

—Este cuadro no puede valer arriba de veinte libras esterlinas. Sabía que al ofrecerle cincuenta, a Esa se le hubiera metido en la cabeza que valía muchas más y hubiese mandado tasarlo... Hubiera tenido que convencerse de que el premio por mí ofrecido era superior en mucho al verdadero valor del cuadro. Si por segunda vez le hubiese yo propuesto la compra, ya se cuidaría de mandar tasar de nuevo el cuadro para cedérmelo.

—Ya... ¿Y qué?

—Ese cuadro vale lo menos cinco mil libras esterlinas —replicó lentamente Lazarus.

—¡Ah! —exclamó Poirot con un gran suspiro de descanso. Y luego añadió, radiante—: Ahora ya lo sé todo.

Table of Contents

Peligro inminente

Guía del Lector

Capítulo I - El Hotel Majestic

Capítulo II - La Escollera

Capítulo III - ¿Casos fortuitos?

Capítulo IV - Debe de haber un motivo

Capítulo V - Los Croft

Capítulo VI - Visita a Mr. Vyse

Capítulo VII - Tragedia

Capítulo VIII - Preguntas

Capítulo IX - De la «A» a la «J»

Capítulo X - El secreto de Esa

Capítulo XI - El móvil

Capítulo XII - Helen

Capítulo XIII - Cartas

Capítulo XIV - El testamento que no se encuentra

Capítulo XV - Curiosa actitud de Frica

Capítulo XVI - Consulta en casa de Whitfield

Capítulo XVII - Bombones de chocolate

Capítulo XVIII - Uno que se asoma a la ventana

Capítulo XIX - Poirot, director de escena

Capítulo XX - J.

Capítulo XXI - K.

Capítulo XXII - Cómo se llevó todo a cabo