Poirot escuchaba muy serio.
—Cuénteme ahora el caso número dos.
—Ése es más insignificante aún. Por ahí abajo pasa un caminito que va al mar. Yo bajo siempre por ahí para ir al baño, porque hay un saliente, a poco más de un metro sobre el agua, desde el cual se zambulle una admirablemente. Ayer, mientras me preparaba para bañarme, se desprendió un pedrusco desde lo alto, sabe Dios cómo, y rodó, pasando rozándome precisamente... El tercer caso es muy distinto. Se estropeó no sé qué en los frenos del automóvil. Un empleado del garaje ha intentado explicarme la naturaleza del desperfecto, pero no he comprendido sus explicaciones. Únicamente he entendido con claridad que si hubiese yo querido, una vez traspuesta la verja, continuar descendiendo hacia la colina, no hubieran funcionado los frenos, y yo, juntamente con mi coche, hubiera ido a estrellarme contra la Casa Consistorial... Leves desperfectos en la fachada del palacio, y completo destrozo de Esa Buckleys. Pero debido a un olvido hube de volver atrás por un objeto que me había dejado en casa, y así tuve la suerte de detenerme simplemente en medio de los laureles del seto.
—¿No puede usted darme idea de la clase de avería sufrida?
—Sería preciso ir a pedir explicaciones claras al garaje de Molt. Me parece que se trataba de un tornillo aflojado. Helen, la criada que les ha abierto la puerta, tiene consigo un hijo, y habrá querido tal vez entretenerse en desmontar las piezas. Los chiquillos suelen tener esas manías. Como es natural, la madre jura y perjura que el niño no se arrimó al coche. Y, sin embargo, según me dio a entender Molt, alguien tuvo que estropear aquella parte del coche en cuestión.
—¿Dónde está el garaje, señorita?
—En la otra parte de la casa.
—¿Está cerrado con llave?
De nuevo Esa pareció sorprenderse y respondió:
—No.
—Así, cualquiera podría manipular en su coche.
—Sí, podría si quisiera; pero ¿quién ha de querer semejante simpleza?
—Nada de simpleza, señorita. Usted no se convence del peligro a que está expuesta; peligro grave, gravísimo. Se lo digo yo. ¿Y sabe usted quién soy yo?
—¿Quién? —preguntó Esa conteniendo el aliento.
—Hércules Poirot.
—¡Oh! —exclamó la joven, con muy poca emoción.
—Usted conoce mi nombre, ¿verdad?
—Por supuesto.
Estaba turbada, confundida; se le leía en los ojos la angustia de no saber cómo salir del aprieto. Poirot la miraba atentamente.
—Se comprende, señorita, que no ha leído usted nunca mis libros.
—Eso... No... No todos... Naturalmente, pero conozco su nombre.
—Ahora miente usted por cortesía, señorita.
Me estremecí, recordando la confidencia que había tenido horas antes en el Majestic.
—Se comprende —siguió diciendo Hércules—. Es usted tan joven aún, que no ha oído hablar... ¡Se apaga tan pronto una fama!... Pero mi amigo aquí presente le explicará.
Esa me miró. Tosí para no tener que hablar inmediatamente, tras lo cual dije, algo embarazado:
—Monsieur Poirot es..., era..., un famoso detective.
—¿Y, según usted, basta eso? ¿No sabe usted dar a entender a la señorita que soy un detective único, incomparable, el más genial de todos cuantos han existido?
—Ya no tengo que tomarme ese trabajo, pues usted se ha dado a conocer por sí mismo, muy claramente por cierto.
—Pero hubiera sido más agradable no tener que violentar mi modestia. Esto se debería poder hacer sin necesidad de cantar las propias alabanzas.
—Se debería poder hacer cuando se tiene un perro fiel —dijo irónicamente Esa—. ¿Y quién es el perro?
—Soy Harold Hastings —respondí con gran frialdad.
—Lo que me sucede es asombroso, espléndido. ¿Y creen ustedes que alguien desea enviarme al otro mundo? El hecho sería sensacional. Pero no ocurren semejantes cosas en la realidad. Sólo suceden en los libros. Monsieur Poirot puede compararse a un cirujano inventor de una nueva operación, o a un médico que, habiendo estudiado cierta enfermedad, querría encontrarla en todos sus clientes.
—En fin —exclamó con impaciencia Poirot—. ¿Querría usted decidirse a hablar en serio? ¿Son ustedes efectivamente incapaces, los jóvenes de hoy, de mirar seriamente las cosas? No hubiera sido cosa de risa encontrar su cadáver con un lindo agujerito en la cabeza, en vez de encontrarlo en el sombrero. Le aseguro que en ese caso no hubiera usted reído.
—He oído una risa ultraterrena en una sesión espiritista —respondió Esa—. Pero en verdad, monsieur Poirot, su bondad me conmueve... Por lo demás, no puedo creer que no se trate de casos fortuitos.
—¡Es usted obstinada como un diablo!
—Y de eso precisamente deriva mi nombre. Mi abuelo tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Por ello le llamaban Nicolás el Diablote. Era un hombre malo, pero bastante ingenioso. Yo le adoraba. Siempre iba con él, y la gente decía de nosotros: «Ahí va el Diablote con la Diablesa.» Y de ahí mi diminutivo, Esa; pero mi verdadero nombre es Magdalena, nombre que abunda bastante en nuestra familia. Ahí tiene usted una —añadió mostrándonos un retrato que había en la pared.
Después de mirarlo, preguntó Poirot:
—Y el otro retrato que hay encima de la chimenea, ¿es el de su abuelo?
—Sí. Una verdadera obra de arte. Jim Lazarus deseaba que yo se lo vendiese, pero no he querido. No quiero separarme del querido Diablote.
Poirot permaneció pensativo un momento. Luego, con grave acento, siguió diciendo:
—Escúcheme, señorita, y le suplico que preste mucha atención. La amenaza un gran peligro; hoy alguien ha disparado contra usted con una pistola Mauser.
—¿Una pistola Mauser?
La vimos vacilar.
—Sí. ¿Conoce usted alguien que tenga un revólver de esa marca?
La joven dijo con una sonrisa:
—Yo tengo uno.
—¿Usted?
—Sí. Era de mi padre, que lo trajo a casa al volver de la guerra, y desde entonces lo he visto rodar por ahí. El otro día estaba en este cajoncito.
Indicó un escritorio antiguo, y movida por súbita sospecha, se levantó de pronto y corrió a abrir el cajón, tras lo cual se volvió a nosotros y nos dijo con gran mudanza en la voz:
—¡Ya no está!
Capítulo III
¿Casos fortuitos?
A partir de aquel momento la conversación tomó otro giro. Hasta allí, Poirot y su interlocutora habían tenido palabras contrarias, permaneciendo infranqueable entre ellos la alta barrera de los años. No habiendo sabido hasta entonces nada de la gran fama del detective, pues su generación solamente sabe los nombres conocidos de la actualidad inmediata, Esa Buckleys no había dado importancia a la clamorosa autopresentación del detective. Para ella, Poirot había sido hasta aquel momento un forastero anciano y casi cómico con su propensión al melodrama.
Su actitud había herido a Hércules en su vanidad, ya que estaba convencidísimo de que todo el mundo conocía su existencia. Y he aquí que alguien la ignoraba. Lo cual no era del todo inútil para él, convencido estoy de ello, pero perjudicaba directamente al objeto a que quería llegar. No obstante, con el descubrimiento de la desaparición del revólver el asunto cambió de aspecto: Esa ya no lo juzgó como una broma poco interesante. Siguió hablando con desenvoltura, pues era su costumbre tomar las cosas a la ligera; pero en su modo de proceder se notaba ya cierta diferencia.
Se apartó del escritorio y volvió a sentarse a nuestro lado en el brazo de una butaca. Con grave semblante susurraba: