—Es extraño... Es extraño.
Poirot se volvió a mirarme:
—¿Se acuerda usted de mi dudosa hipótesis? Pues bien: como ve, no era desacertada. Si la señorita hubiera muerto en el jardín de la fonda, no se hubiera descubierto su cadáver probablemente hasta algunas horas después de cometido el delito. Pocas personas pasan por allí. Junto a ella, cual si se le hubiese caído de la mano, hubieran encontrado el revólver. Helen no hubiera titubeado en identificarlo, y habrían salido a relucir habladurías sobre preocupaciones, insomnios...
Esa replicó vacilante:
—Es verdad... ¡Tengo tantas preocupaciones!... Todos me reprochan haberme vuelto nerviosa... Sí; se hubiera hablado de todo esto.
—Y habrían atribuido el suceso a suicidio. Ninguna huella dactilar en la culata del arma, a no ser las de la señorita... Un caso sencillo, muy convincente. Eso hubiera sido todo.
—¿De veras? La cosa tiene una gracia tremenda —exclamó Esa, a la que, sin embargo, no parecía hacerle mucha.
Poirot tomó la frase en un sentido convencional.
—¿Tremenda? Sí. Pero convendrá usted conmigo, señorita, que ese juego ha durado ya bastante y debe terminar. Cuatro tentativas han sido inútiles, pero la quinta podría ser eficaz.
—Y bajaría yo a la negra tumba —se arriesgó a decir en tono alegre la joven.
—Pero aquí estamos el amigo Hastings y yo para evitarle ulteriores daños.
Me agradó aquel «estamos». Poirot no suele asociarme a mí en sus empresas. Creí, pues, deber añadir:
—Sí, sí, esté usted tranquila, señorita, que la protegeremos.
—Son ustedes muy amables —respondió miss Buckleys—. Todo esto es extraordinario, increíble, melodramático.
Esa no había querido desechar el tono alegre de quien no toma las cosas por lo trágico, pero parecíame descubrir cierta turbación en sus ojos.
—Lo primero que debemos hacer ahora —declaró Poirot— es tener una consulta.
Sentóse y la miró con expresión de sincera amistad.
—Ante todo, vamos a ver, señorita: ¿sabe usted si tiene enemigos?
Esa movió la cabeza, y casi parecía lamentar tener que respondernos:
—No creo tenerlos.
—Está bien. Podemos dejar por ahora esa hipótesis. Pasemos a la pregunta clásica de las películas y de las novelas policíacas: ¿a quién aprovecharía su muerte?
—No lo podría decir —contestó Esa—. Y precisamente eso es lo que me impide tomar por lo trágico mis casos. ¿Esta casa? Es una ruina. Y, además, está hipotecada hasta el máximo de su valor: el techo se hunde, la roca en que se apoya no esconderá seguramente un filón de antracita ni de ningún otro precioso mineral.
—¿Hipotecada?
—No hubo más remedio que recurrir a eso. Tenga usted presente que en pocos años he tenido que pagar dos veces derechos de sucesión. Mi abuelo murió hace seis años y poco después de él murió mi hermano. Ésa fue la última caída.
—¿Y su padre?
—Era inválido de guerra cuando volvió del frente y se lo llevó una pulmonía en mil novecientos diecinueve. Era yo muy niña cuando perdí a mi madre. Vivía aquí con el abuelo. Entre éste y mi padre no existía buena armonía, cosa que no puede sorprender, así, pues, mi padre nos dejó y empezó a correr por el mundo por su propia cuenta. Tampoco mi hermano Gerard se entendía con el abuelo. Y aun creo que éste no me hubiera tomado a mí cariño si yo hubiese nacido varón. Pero a mí me quería. Decía que yo era un retoño de la antigua rama y que había heredado todos los caracteres de ella —y al llegar aquí se interrumpió con una sonrisa—. Creo que mi abuelo era un calavera, pero con mucha suerte. Decían que en sus manos todo se convertía en oro. En cambio, como era jugador empedernido, pronto perdía lo que había ganado. Cuando murió, no dejó casi nada más que la casa y ese poco de terreno que la rodea. Entonces tenía yo dieciséis años y Gerard veintidós. Gerard falleció víctima de un accidente de automóvil hace tres años, y yo me quedé en posesión de la finca.
—¿Y a quién iría ésta a parar si usted desapareciese? ¿Cuál es su pariente más cercano?
—Mi primo Charles; Charles Vyse, un abogado domiciliado en Saint Loo, persona muy digna y muy buena, pero poco divertida. Siempre me aconseja que refrene mis gustos extravagantes.
—¿Y es él quien administra sus bienes?
—Administrar... Es un decir, porque yo no tengo nada que administrar. Sin embargo, Charles fue quien me buscó un prestador para la casa y los inquilinos de la casita que está próxima a la verja.
—¿La casita? Iba a pedirle datos sobre ella. ¿Está alquilada?
—Sí; a un matrimonio australiano, un tal Croft, con su esposa. Muy buena gente, de una cordialidad excesiva, oprimente. Nunca dejan de ofrecerme algún regalo de manojos de apios o peras primerizas o qué sé yo... Lo descuidado que está mi jardín les horroriza. Son algo pesados, es verdad, cuando menos él, demasiado diligente. Ella está inválida; la pobrecilla no puede moverse del sofá en el que permanece tendida desde la mañana a la noche. Además, pagan el alquiler, que para mí es un gran alivio.
—¿Hace mucho que han venido aquí?
—Unos seis meses.
—Comprendo. Ahora dígame: aparte de ese primo suyo... Entendámonos: ¿es primo por parte de su padre o de su madre?
—Por parte de mi madre, que de soltera se llamaba Any Vyse.
—Muy bien. Decía, pues, si no tiene otros parientes, aparte de ese primo.
—Tengo otros primos lejanos, auténticos Buckleys, que viven en el distrito de York.
—¿Y ninguno más?
—Ninguno.
—Está muy aislada.
Ella le miró.
—¿Aislada? ¡Qué gracia! Aquí estoy muy poco. Vivo generalmente en Londres. Por lo demás, los parientes suelen ser aguafiestas, husmean por todas partes, se meten en lo que no les importa... Vale más, mucho más, tenerlos lejos y no hacerles caso.
—No perderé el tiempo en compadecerla. Usted es una muchacha moderna... Ahora dígame qué personal tiene a su servicio.
—¿Personal?... Vaya una palabra imponente. El personal se reduce únicamente a Helen. Su marido cuida un poco del jardín, pero es jardinero de ocasión, se contenta con una mísera paga porque le he dado permiso para que tenga en casa a su hijo. Helen me sirve cuando estoy aquí, y ella y yo nos ayudamos en lo que podemos cuando doy alguna recepción. Daré una el lunes: la semana que viene es la semana de regatas, como usted sabe.
—¿El lunes?... Y hoy es sábado... Bueno. Dígame ahora algo de sus amigos. ¿Quiénes son los que comían hoy con usted?
—Frica Rice, la joven señora rubia, puede decirse que es mi mejor amiga. Es una criatura desgraciada, casada con un tunante, borracho y morfinómano, un desequilibrado sin miramientos humanos. Frica tuvo que separarse de él hace un año o dos, y desde entonces no para en ningún sitio... Quisiera que pudiese conseguir el divorcio para casarse de nuevo con Jim Lazarus.
—¿Lazarus? ¿El anticuario de Bond Street?
—El mismo. Mejor dicho, Jim es hijo único del dueño de esa casa de antigüedades. Tiene mucho dinero. ¿Han visto ustedes su automóvil? Jim es judío, pero de los buenos. Está enamoradísimo de Frica y siempre anda detrás de ella. Habían venido juntos a pasar el fin de semana en el Majestic, pero se detendrán un poco más para poder tomar parte en mi recepción del lunes por la noche.
—¿Y el marido de mistress Rice?
—¿El marido? Le echan de todos los cargos y ahora nadie sabe dónde para. Así, pues, la situación de su mujer es muy enojosa. ¿Cómo va a divorciarse de un individuo cuyo domicilio se ignora?
—Ya.
—¡Pobre Frica! Es desdichada de veras. Hubo un momento en que parecía poder quedar libre, pues el marido había aceptado dejarse sorprender en compañía de una mujer; pero a última hora dijo que andaba muy corto de dinero... Y por último consiguió que le pagasen para marcharse, y desde aquel día nadie ha vuelto a saber nada de él. En resumen, es un ser abyecto.