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Cambió, tomando la forma del señor de los cielos, el águila hharpía. El pájaro era más grande de lo normal y las hharpías eran grandes aves. La envergadura de las alas era de unos buenos dos metros, las garras enormes. La forma ayudaría a protegerlo cuando entrara a la luz del sol antes de alcanzar el refugio relativo de la canopia. Se alzó desde el suelo a la luz del sol. A pesar del aguacero, la luz le quemó. El humo se elevó de las plumas oscuras, emanando incluso de la forma del pájaro. Había sufrido quemaduras y su cuerpo quedó destrozado por las cicatrices aunque éstas se habían aliviado con el tiempo, pero nunca olvidaría ese dolor. Estaba grabado en sus huesos.

Aspirando el aliento bruscamente, se forzó a levantar el vuelo y subir hacia esa masa horrorosa de ardiente calor. La lluvia crepitaba sobre él, escupiendo y siseando como un gato enojado cuando el gran pájaro despegó, batiendo las alas con fuerza para ganar altura y llevarle a los árboles. La luz casi lo cegó y dentro del águila se encogió lejos de los rayos, sin importar como se tamizaran con la lluvia. Pareció que cruzar los diez metros duraba una eternidad, aunque el pájaro estuvo en los árboles casi inmediatamente. Le llevó unos pocos momentos darse cuenta de que el sol ya no estaba directamente sobre sus plumas. El siseo y los escupidos cedieron una vez más al llamamiento de los pájaros y los monos, esta vez en aguda alarma.

Debajo de él, un puerco espín dejó caer los higos que había estado cenando cuando la sombra del águila pasó sobre su cabeza. Dos monos arañas hembra, borrachos por las frutas fermentadas, lo miraron fijamente. La selva del Amazonas atravesaba ocho fronteras, extendiéndose a través los países con sus propias formas diversas de vida. Un oso hormiguero que trepaba a las ramas de un árbol se detuvo para mirarlo con una ojeada cautelosa. Los guacamayos de brillante rojo y azul gritaron advertencias cuando pasó por encima, pero los ignoró, expandiendo su círculo más ampliamente para abarcar cada vez más territorio.

El águila se movía silenciosamente por el bosque, tan alta como el dosel lo permitía, sin emerger por encima, cubriendo kilómetros. Necesitaba el refugio de los miembros retorcidos y el tupido follaje para bloquear la luz. Con los ojos del águila hharpía podía ver algo tan pequeño como de dos centímetros a casi dos metros. Podía volar hasta ochenta kilómetros por hora si estaba en un espacio abierto y dejarse caer con mareante velocidad si era necesario.

Ahora bien, la vista era la razón principal para haber escogido la forma del águila. Divisó cientos de ranas y lagartos punteando las ramas y troncos mientras hacía barridos. Las serpientes estaban enrolladas entre los miembros treorcidos, ocultas entre las flores empapadas por la lluvia. Un margay se encogió más profundamente en el follaje de un alto kapok, con sus grandes ojos fijos en la presa. El águila se hundió más, inspeccionando la vegetación llena de maleza. Bloques de piedra caliza yacían medio enterrados en escombros, como si hubieran sido esparcidos por una mano voluntariosa. Un cenote brillaba con agua azul, testificando un río subterráneo.

El águila continuó expandiendo su círculo, abarcando cada vez más kilómetros hasta que encontró lo que buscaba. El pájaro se posó en lo alto de las ramas de un árbol alto al borde de un claro hecho por el hombre. Un edificio grande de acero y con cerrojos había sido introducido pieza a pieza y construido en el último año. Se había favorecido el crecimiento alrededor de él, presumiblemente con vistas a ocultarlo, pero no había habido suficiente tiempo para que el bosque recuperara el terreno perdido.

Algo había volado un agujero desde el exterior y había comenzado un fuego. El olor a humo no podía evitar que el hedor a carne podrida se elevara hasta hacer que su piel se erizara incluso en lo profundo de la forma del pájaro. Vampiro. El olor estaba allí, aunque desvaído, como si se hubieran sucedido muchos alzamientos desde que el no muerto había visitado este lugar. Aún así, el lamento de la muerte se alzaba desde los terrenos de los alrededores.

El lado derecho del edificio estaba ennegrecido y un agujero ofrecía vistazos del interior. Una batalla muy reciente, quizás en el último par de horas, había tenido lugar aquí. Los ojos agudos del águila pudieron ver los muebles volcados dentro, un escritorio y dos jaulas. Un cuerpo yacía inmóvil en el suelo.

En el exterior dos hombres, humanos, estaba seguro, se encontraban fuera del edificio con el equipo de combate, grandes fusiles atados a los hombros. Uno inclinó una botella de agua en su boca y luego retrocedió al refugio relativo de la puerta, tratando de evitar la lluvia constante. El segundo aguantaba estoicamente, el agua lo empapaba, mientras decía unas pocas palabras al primer guardia, antes de moverse para rodear el edificio. Ambos permanecían vigilantes y el guardia de la puerta se protegía la pierna izquierda, como si hubiera resultado herido.

El águila miró, inmóvil, oculta entre las ramas gruesas y retorcidas y bajo el paraguas de las hojas por encima del claro. No pasó mucho tiempo antes de que un tercer hombre apareciera saliendo del bosque. Desnudo, tenía un ancho pecho, con piernas cortas y fornidas y brazos muy musculosos. Llevaba a un segundo hombre sobre el hombro. La sangre le bajaba por el hombro y espalda, aunque era imposible decir si era del hombre inconsciente o de él. Se tambaleó un poco antes de alcanzar la puerta, pero el guardia no se movió para ayudarlo. En vez de eso, se apartó a un lado, levantó apenas el cañón de su arma, pero lo suficiente para cubrir a los recién llegados.

Hombres jaguares. Cambiaformas. No cupo duda en la mente de Dominic. Alguien había atacado este complejo y producido un daño considerable. Obviamente el guardia humano recelaba de los hombres jaguar, pero les permitió entrar en el edificio. El segundo guardia se había colocado detrás y cubría a los dos cambiaformas, con el dedo en el gatillo. Estaba claro, había una tregua inquieta entre las dos especies.

Dominic sabía que los hombres jaguar estaban al borde de la extinción. Él había visto el declive unos pocos cientos de años atrás y sabía que era inevitable. En esa época, los Carpatos habían tratado de advertirles de lo que se avecinaba. Los tiempos cambiaban y una especie tenía que evolucionar para sobrevivir, pero los hombres jaguar rehusaron el consejo. Quisieron seguir con las viejas costumbres, viviendo en lo profundo de las selvas, encontrando una compañera, impregnándola y trasladándose. Eran salvajes y de mal temperamento, siempre incapaces de asentarse.

Los pocos hombres jaguar con los que Dominic había pasado algún tiempo tenían un tremendo sentimiento de derecho y superioridad. Veían a todas las demás especies como inferiores, y sus mujeres no significaban para ellos mucho más que un recipiente para portar a sus crías. La familia real tenía una larga historia de crueldad y abuso contra sus mujeres y niñas, una práctica que los otros machos vieron como ejemplo y la siguieron. Unos pocos y raros hombres jaguar intentaron de convencer a los demás de que debían valorar a sus mujeres y niñas, en vez de tratarlas como a una propiedad, pero se les había considerado traidores, habían sido rechazados y ridiculizados, o peor, asesinados.

Al final los Carpatos habían dejado a los hombres jaguar a sus propios medios, sabiendo que la especie estaba condenada. Brodrick X, un raro jaguar negro guiaba a los machos como su padre y sus antepasados habían hecho antes que él. Se le consideraba un hombre difícil y brutal, responsable de matanzas de aldeas enteras, de los híbridos que creía no aptos para vivir. Se rumoreaba que había hecho una alianza con los hermanos Malinov así como con la sociedad de humanos dedicados a aniquilar vampiros.