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Plumas negras color pizarra cubrían las alas y la espalda del águila harpía. El manto blanco estaba rayado del mismo negro, y una banda negra rodeaba el cuello de la poderosa ave de presa, haciendo que la cabeza gris destacara con la pluma doble que la coronaba. El negro y blanco de las patas conducían hasta las enormes garras casi del tamaño de las de un oso gris. Con las alas extendidas de par en par, parecía imposible que el poderoso depredador maniobrara por los estrechos pasadizos de la canopia, con sus ramas nudosas y retorcidas y sus lianas colgantes, pero el águila lo hacía con majestuosa facilidad, manteniendo el paso del depredador del suelo.

El jaguar continuaba atravesando la selva, y su cojera se había vuelto más pronunciada al intentar aliviar el peso de las heridas del flanco izquierdo. La sangre endurecida había comenzado a correr con la infusión de agua sobre su pellejo, bajando por la pata y goteando sobre el suelo del bosque. El jaguar mantenía el mismo paso firme, con la cabeza baja, los costados exhalando mientras se movía con un dolor creciente a través de la retorcida red de raíces y enredaderas, decidida a alcanzar su meta. El cielo sobre la canopia se volvió oscuro y la lluvia finalmente disminuyó.

Los murciélagos alzaron el vuelo y el suelo de la selva volvió a la vida con millones de insectos. Ella seguía moviéndose, tejiendo su camino a través de los árboles. Dos veces tuvo que tomar la autopista aérea, utilizando las ramas para pasar sobre el agua en rápido movimiento. Podía nadar, pero estaba exhausta y la lluvia habían hinchado los bancos hasta de los arroyos más pequeños, así que el suelo entero parecía explotar de agua. Todo el rato el águila siguió acompañándola, proporcionándole la fuerza para continuar su viaje.

Caminó durante la mayor parte de la noche hasta que llegó a la primera marca que reconoció, los restos quebrados de un antiguo templo, una estructura impresionante a pesar de las ruinas, que unía el cielo, la tierra y el mundo subterráneo. La estatua de un jaguar hecha de caliza guardaba los restos, gruñendo hacia ella con los ojos bien abiertos y mirando fijamente, juzgando su valía. Ahora mismo, exhausta y demasiado cansada, no se sentía muy valiosa.

Bajó la cabeza y pasó escabulléndose de la estatua, dejando caer por primera vez la barbilla, evitando esos ojos fijos mientras avanzaba silenciosa sobre las piedras antiguas y se internaba más profundamente en la maleza. Unos pocos kilómetros más y la noche pareció más oscura, los árboles se juntaron más. La vegetación se enroscaba a lo largo de cada tronco y ocupaba cada espacio disponible, apiñándose tanto que requirió esfuerzo atravesarla hasta los bloques de caliza rotos, esparcidos y medio enterrados en la espesa vegetación que cubría lo que una vez fue un claro.

Hacía tiempo que los árboles habían alcanzado el lugar donde la tierra fue despejada para abrir el camino hasta un pequeño pueblo y una granja. Hacía mucho que había desaparecido el maíz, pero el jaguar lo recordaba, las hileras de tallos verdes brillante alzando las cabezas hacia el sol y la lluvia entre la neblina del bosque circundante. Calabazas y judías bordeaban las hileras, cuando su gente había vuelto a las viejas costumbres, utilizando la misma mezcla de polvo de caliza, maíz y agua para su harina, como hicieron sus ancestros en este mismo lugar.

Podía sentir la sangre, corriendo como el gran río subterráneo que circulaba bajo sus pies, fluyendo, empapando permanentemente la tierra. Sus ancestros habían muerto aquí -y hacía veinte años, su familia y amigos. Siempre oiría los sonidos de sus gritos, conocería el terror y el miedo del auténtico mal.

En lo alto, el grito del águila harpía lanzó a los monos durmientes a una oleada de aullidos, el sonido resonó a través de la selva, aunque el ruido la tranquilizó. El águila, señora de los cielos, aterrizó en la canopia, plegando las alas y estudiando al jaguar. Ella reconoció su presencia alzando la cabeza, mirando hacia arriba a través de la espesa vegetación. Era inusual para el gran depredador cazar de noche, y debería haber sido inquietante. Cualquier cosa fuera de lo normal en este bosque, donde las leyendas y pesadillas volvían a la vida y caminaban en la noche, la intranquilizaba, pero sentía un extraño compañerismo con el pájaro.

Jaguar y águila se miraron fijamente el uno al otro un largo rato, sin parpadear ni ceder terreno. El jaguar estudió al depredador del cielo, preguntándose vagamente qué significaba que un cazador diurno se estuviera moviendo por la noche en medio de la lluvia constante. Estaba demasiado cansada para tener mucho interés en la respuesta, y fue la primera en romper el contacto ocultar. Este lugar, las ruinas de dos pueblos masacrados, donde fantasmas gemebundos aullaban pidiendo venganza, no era sitio para encontrar el descanso que tanto necesitaba. Continuó su viaje, escogiendo su camino a través de las piedras rotas y los cimientos medio enterrados del alto árbol Kapok donde el águila estaba posada.

El pájaro majestuoso se alzó en el aire, rodeó las ruinas mayas y se dejó caer más bajo para estudiar lo que quedaba de los cimientos de la destrucción más reciente. Los ojos agudos examinaron el terreno mientras volaba por encima, luego se dejó caer incluso más abajo, casi rozando al jaguar antes de alzarse bruscamente, la gigantesca extensión de alas llevó al gran depredador de vuelta a la cobertura de la canopia.

El jaguar sintió el golpe de esas poderosas alas cuando pasaron tan cerca de ella. Alzó la cabeza y observó hasta que el águila estuvo fuera de la vista, su única reacción antes de subir a un árbol, utilizando sus garras para ayudarse en el ascenso. Se quedó allí un momento mirando al cielo vacío, sintiéndose absoluta y totalmente sola, su pena era una pesada carga. No podía permitirse sentir pena. Necesitaba este viaje para revitalizar su furia; no, furia no… ella no era suficiente para sustentarla cuando estaba sola, exhausta y herida. Necesitaba un pozo de rabia, un arma horneada durante años de luchar con el mal, luchando por mujeres que no podían luchar por sí mismas.

Encontró una bifurcación confortable en una rama amplia, aposentó su cuerpo dolorido escudándolo de la implacable lluvia y apoyó la cabeza sobre sus patas bajando la mirada a las ruinas de su pueblo. Las ruinas se retiraron y se encontró mirando a la destrucción de lo que una vez había sido su hogar. La maleza crecida desapareció en su mente, y el lugar sagrado ya no fue un cementerio bañado en sangre sino un lugar vivo con cuatro pequeñas casas, un campo de maíz y un huerto.

Al momento pudo oír el sonido de risas, de niños jugando en la tierra despejada, pateando un balón de acá para allá. Sus hermanos pequeños, Avery y Adam, ambos se parecían tanto entre sí como a su amado padrastro. Él había sido tan alto y guapo, su cara siempre sonreía, la levantaba alta en el aire y la hacía girar como un trompo, haciéndola sentirse como una princesa aquí en medio de la selva. Luego estaba su mejor amigo. Marcy, al igual que el hermano de Marcy, Phin, era un chico alto y serio que adoraba leer. Marcy siempre podía salirse con la suya con su sonrisa ganadora y sus grandes ojos verdes. Sus padres…

El jaguar parpadeó, intentando recordar los nombres de los padres de Marcy y Phin. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Nunca olvidaría a esa gente. Ella era la única persona que quedaba para marcar su existencia. Agitada, se alzó, con los costados exhalando, jadeando, la lengua colgando mientras luchaba con su cerebro lerdo para recordar a dos personas que habían sido tan buenas con todo el mundo en la pequeña aldea. Annika y Joseph.