—¿Listo? —preguntó una voz en su oído.
Horza dio un salto.
—¡Sí! ¡Sí! —dijo—. ¡Dale ya!
La escotilla no se podía abrir de la forma convencional. El compartimento giró sobre sí mismo y le arrojó al espacio. Horza se alejó del disco achatado que era el crucero dando vueltas entre una minigalaxia de partículas heladas. Empezó a buscar con los ojos la nave de la Cultura, y un instante después se dijo que era una estupidez. Probablemente aún estaba a varios trillones de kilómetros de distancia… La guerra moderna ya no guardaba ninguna relación con las escalas humanas. Podías atacar y destruir desde distancias inimaginables, acabar con planetas enteros desde más allá de su propio sistema y convertir estrellas en novas desde varios años luz de distancia…, y, aun así, seguías sin tener una idea muy clara del porqué estabas luchando.
Horza dedicó un último pensamiento a Balveda y alargó la mano hasta encontrar la palanca que controlaba el incómodo bulto de la unidad de distorsión, pulsó los botones en la secuencia correcta y vio como las estrellas se retorcían y distorsionaban a su alrededor. La unidad estaba haciendo que él y su traje se alejaran lo más deprisa posible de la nave espacial idirana.
Jugueteó un rato con los controles incrustados en la muñeca de su traje intentando captar señales de La mano de Dios 137, pero no había nada, sólo estática. El traje habló con él en una ocasión: «Carga / unidad / distorsión / semi / agotada». Horza podía vigilar el funcionamiento de la unidad mediante una de las pequeñas pantallas que había en el interior de su casco.
Recordó que los idiranos tenían la costumbre de dirigir una especie de plegaria a su Dios antes de abandonar el espacio normal. En una ocasión viajaba con Xoralundra a bordo de una nave que se disponía a entrar en el hiperespacio, y el Querl insistió en que el Cambiante también debía unirse a la oración. Horza protestó diciendo que aquellas frases no significaban nada para él. Aparte de que sus convicciones personales no tenían ningún lugar para el Dios idirano, la oración estaba en una lengua muerta idirana que no entendía. La respuesta de Xoralundra —más bien fría— fue que lo importante era el gesto. En el caso de lo que los idiranos consideraban esencialmente como un animal (la mejor traducción de su palabra para referirse a los humanoides era «biotómata») sólo se exigía la apariencia exterior y la conducta propias de la devoción; lo que pasara por su corazón y por su mente no tenían ninguna importancia. Horza le preguntó qué ocurría con su alma inmortal y Xoralundra se rió. Fue la primera y única vez en que Horza había visto reírse al viejo guerrero. ¿Quién había oído hablar de un cuerpo mortal poseedor de un alma inmortal?
Horza desconectó la unidad de distorsión cuando ya casi no le quedaba carga. Las estrellas aparecieron a su alrededor haciéndose nítidas y visibles. Ajustó los controles de la unidad y se la quitó. La unidad y el traje se separaron, con Horza desplazándose lentamente en una dirección mientras la unidad se alejaba girando en otra. Los controles automáticos entraron en funcionamiento y la unidad desapareció. El resto de carga sería consumido impulsando la unidad en la dirección equivocada para despistar a cualquiera que pudiese haber estado siguiendo su rastro.
El Cambiante fue calmando gradualmente su respiración; llevaba cierto tiempo respirando deprisa y con cierto esfuerzo, pero redujo el ritmo de ésta y el de sus latidos mediante un esfuerzo consciente. Se acostumbró al traje, examinando sus funciones y capacidades. Por el tacto y el olor parecía nuevo, y daba la impresión de ser un artefacto construido en Rairch. Los trajes fabricados en Rairch estaban concebidos para ser los mejores. La gente decía que la Cultura fabricaba trajes aún más eficientes, pero la gente decía que la Cultura era capaz de hacerlo mejor todo, y aun así estaba perdiendo la guerra. Horza comprobó los láseres incorporados al traje, buscó la pistola oculta que sabía formaba parte del equipo y logró encontrarla disfrazada como una parte más del recubrimiento protector del antebrazo izquierdo: era una pequeña arma manual de plasma. Sintió deseos de disparar contra algo, pero no había nada contra lo que apuntar, así que volvió a guardarla.
Cruzó los brazos sobre la voluminosa placa pectoral y miró a su alrededor. Había estrellas por todas partes. No tenía ni idea de cuál era el sol de Sorpen. Así que las naves de la Cultura podían esconderse en la fotosfera de una estrella… Y una Mente —incluso si estaba desesperada y huyendo de sus enemigos— podía saltar al fondo de un pozo gravitatorio, ¿eh? Bueno, quizá los idiranos debieran enfrentarse a un trabajo más duro de lo que habían esperado. Eran guerreros por naturaleza, poseían la experiencia y los redaños necesarios y toda su sociedad estaba preparada para el conflicto continuo. Pero la Cultura, esa mezcla de especies más o menos humanas que producía una impresión de anarquía, hedonismo y desunión y que siempre estaba emitiendo o absorbiendo grupos distintos, llevaba casi cuatro años luchando sin dar ninguna señal de querer rendirse o de que estuviera empezando a pensar en la posibilidad de un compromiso…
Lo que todo el mundo había esperado iba a ser un enfrentamiento breve y limitado que duraría el tiempo suficiente para servir de lección a los adversarios se había transformado en un esfuerzo bélico que absorbía todos los recursos disponibles. Los reveses iniciales y las primeras megamuertes no habían tenido el efecto profetizado por los expertos y los sabihondos. La Cultura no se había rendido, horrorizada ante las brutalidades de la guerra pero orgullosa por haber llevado su vida colectiva al lugar que, normalmente, sólo estaba ocupado por las proclamas surgidas de su boca colectiva. No, la Cultura se había limitado a efectuar una retirada detrás de otra, preparándose, acumulando sus recursos y trazando planes. Horza estaba convencido de que las Mentes se encontraban detrás de todo aquello.
No podía creer que las personas corrientes de la Cultura hubieran querido la guerra, sin importar lo que hubiesen votado. Después de todo, ya gozaban de su Utopía comunista, ¿no? Eran seres blandos y mimados que veían satisfechos todos sus caprichos, y el materialismo evangélico de la sección de Contacto les proporcionaba las buenas obras con que calmar su conciencia. ¿Qué más podían querer? La guerra tenía que ser idea de las Mentes; era una parte más del impulso clínico de limpiar la galaxia y conseguir que funcionara de una forma limpia y eficiente donde no hubiera lugar para los desperdicios, injusticias o sufrimientos. Los imbéciles de la Cultura no podían comprender que un día las Mentes empezarían a pensar en lo ineficientes y derrochadores que eran los humanos de la Cultura.
Horza usó los giróscopos internos del traje para echar un vistazo a cada parte del cielo, y se preguntó qué áreas de aquel vacío puntuado de luces albergarían batallas donde morían miles de millones de personas. ¿Cuáles serían los lugares en que la Cultura seguía resistiendo y las flotas de combate idiranas ejercían presión sobre sus defensas? El traje zumbaba, siseaba y emitía leves crujidos a su alrededor; preciso, obediente, tranquilizador…
Y de repente el traje detuvo su lento girar con una sacudida tan violenta e inesperada que Horza sintió un castañeteo en los dientes. Un ruido desagradablemente parecido a una alarma de colisión zumbó en uno de sus oídos, y el rabillo de su ojo izquierdo le mostró cómo una micropantalla incrustada en el interior del casco se iluminaba ofreciéndole un holograma de gráficos rojizos.
—Blanco / adquisición / radar —dijo el traje—. Aproximándose / aumentando.