—Será mejor que vigile su contador de radiaciones —dijo volviéndose hacia Yalson—. Los alrededores de ese vagón están bastante calientes.
Yalson empezó a mordisquear otra barra de las raciones.
—Oh, deja que se fría. Viejo bastardo… —murmuró.
Xoxarle acababa de despertar. Yalson vio como recobraba el conocimiento y agitó el arma ante sus ojos.
—Oye, Horza, ¿quieres decirle a ese bicho que empiece a bajar lentamente por la rampa?
Xoxarle miró a Horza y logró ponerse en pie con un considerable esfuerzo.
—No te molestes —dijo en marain—. Puedo ladrar esa miserable parodia de lenguaje tan bien como tú. —Se volvió hacia Yalson—. Después de usted, caballero.
—Soy una hembra —gruñó Yalson, y movió el arma señalando hacia el final de la rampa—. Y ahora, mueve ese culo tan raro que tienes y empieza a bajar.
La unidad antigravitatoria del traje de Horza no volvería a funcionar y aunque hubiera podido utilizarla, Xoxarle pesaba demasiado para Unaha-Closp, por lo que tendrían que caminar. Aviger podía flotar, igual que Wubslin y Yalson, pero Balveda y Horza tendrían que turnarse para ir en la plancha del equipo, y en cuanto a Xoxarle, no le quedaría más remedio que recorrer a pie los veintisiete kilómetros que les separaban de la estación siete.
Dejaron los dos cadáveres junto a los tubos de tránsito con la idea de llevárselos cuando volvieran. Horza arrojó los restos de la unidad controlada a distancia al suelo de la estación y los derritió con su láser.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Aviger.
Horza alzó los ojos hacia el viejo. Aviger flotaba dentro de su traje listo para entrar en el túnel con los demás.
—Voy a decirte una cosa, Aviger. Si quieres hacer algo útil, ¿por qué no subes flotando hasta esa rampa de acceso y disparas unas cuantas veces contra la cabeza del camarada de Xoxarle para asegurarte de que está muerto y bien muerto?
—Sí, capitán —dijo Aviger, y le saludó con expresión burlona.
Se alzó por los aires hasta llegar a la rampa donde yacía el cuerpo del idirano.
—Bueno, en marcha —dijo Horza volviéndose hacia los demás.
Entraron en el túnel justo cuando Aviger se posaba en el nivel central de la rampa de acceso.
Aviger contempló al idirano. El traje blindado estaba cubierto de agujeros y quemaduras. La criatura había perdido un brazo y una pierna. Charcos de negra sangre coagulada estaban esparcidos a su alrededor. Uno de los lados de la cabeza del idirano estaba chamuscado, y Aviger pudo ver la queratina agrietada debajo de la cuenca del ojo izquierdo, allí donde la había pateado antes. El ojo muerto le miraba fijamente. Daba la impresión de haberse desprendido de su hemisferio de hueso, y había rezumado una especie de pus. Yalson apuntó con su arma a la cabeza ajusfando los controles para que no disparase a ráfagas. El primer chorro de energía hizo saltar el ojo; el segundo agujereó el rostro de la criatura por debajo de lo que podría haber sido su nariz. Un chorro de líquido verde brotó del agujero y se esparció sobre la parte delantera del traje de Aviger. Aviger echó un poco de agua de su cantimplora sobre la mancha y dejó que el líquido viscoso fuera goteando del traje.
—Qué asco —murmuró echándose el arma al hombro—. Todo esto es una auténtica mierda.
—¡Mirad!
Llevaban recorridos menos de cincuenta metros de túnel. Aviger acababa de entrar en él y se les aproximaba flotando cuando Wubslin lanzó su grito. Todos se detuvieron y se volvieron hacia la pantalla del sensor de masas.
La pantalla mostraba una mancha grisácea casi en el centro del apretado diagrama de líneas verdes. Era la huella del reactor que ya estaban tan acostumbrados a ver. La pila nuclear del tren que habían dejado atrás engañaba a los mecanismos del sensor, haciéndoles creer que habían detectado lo que buscaban.
Pero casi pegada al borde de la pantalla, a unos veintiséis kilómetros de distancia, había otro eco. No era ninguna mancha gris o una señal falsa. Era un puntito de luz tan brillante que parecía una estrella.
12. El Sistema de Mando: Motores
—Un cielo que parecía hecho de hielo desmenuzado, un viento que se abría paso hasta el centro de tu cuerpo. Durante la mayor parte del trayecto hacía tanto frío que no nevaba, pero nos encontramos con una ventisca que duró once días con sus noches, una ventisca que volaba sobre el campo de hielo por el que caminábamos y que aullaba como un animal capaz de morder con dientes de acero. Los cristales de hielo fluían igual que un torrente sobre la tierra congelada. No podías contemplarla y no podías respirar; incluso intentar mantenerse en pie resultaba casi imposible. Hicimos un agujero en el suelo y nos acostamos allí hasta que el cielo volvió a despejarse.
»Éramos como muertos que siguen caminando. Perdimos a algunos porque la sangre se heló dentro de sus cuerpos. Uno desapareció de noche durante una tormenta de nieve. Algunos murieron a causa de sus heridas. Les fuimos perdiendo uno a uno, nuestros camaradas y nuestros sirvientes… Todos nos suplicaron que usáramos sus cuerpos de la mejor manera posible cuando se hubieran marchado. Teníamos tan poca comida… Todos sabíamos lo que querían decir. Todos estábamos preparados. ¿Se os ocurre algún sacrificio más total o más noble?
»El aire era tan frío que cuando llorabas las lágrimas se congelaban sobre tu rostro con un leve crujido, como el de un corazón al romperse.
»Montañas. Los desfiladeros por los que avanzamos, mulléndonos de hambre e intentando respirar esa atmósfera tenue que cortaba como un cuchillo… La nieve era un polvo blanco tan seco como la arenilla. Respirarla significaba congelarte por dentro. Los torbellinos de nieve que caían de los riscos o la que era desplazada por los pies de quienes iban delante te quemaban la garganta igual que un trago de ácido. Vi arco iris en los velos cristalinos de hielo y nieve que iba creando núestro avance, y aprendí a odiar esos colores, esa sequedad congelada, la atmósfera irrespirable y los cielos de un color azul oscuro.
»Atravesamos tres glaciares y perdimos a dos de nuestros camaradas en sus gargantas. Cayeron hasta más allá de donde llegaban los ecos, escapando a la vista y al oído.
»Nos internamos en un anillo de montañas y topamos con una ciénaga que yacía en su hondonada como una letrina destinada a sepultar las esperanzas. Estábamos agotados y nuestras reacciones se habían vuelto tan lentas que no pudimos salvar a nuestro Querl cuando se adentró en ella y se hundió. Pensamos que era imposible. Con aquel aire tan frío que nos rodeaba, y pese a la pálida luz del sol… No, la ciénaga no podía existir. Creímos que estaba congelada y la vimos tal y como nos pareció que debía ser, y pensamos que nuestros ojos se aclararían dentro de un segundo y que él volvería caminando a reunirse con nosotros, no que se desvanecería bajo aquel líquido oscuro sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo.
»Comprendimos demasiado tarde que era una ciénaga de brea y alquitrán, y cuando nos dimos cuenta de ello sus profundidades ya se habían cobrado un precio. Al día siguiente seguíamos buscando una forma de atravesarla. El aire se volvió tan frío que incluso aquel barro viscoso acabó congelándose, y pudimos cruzar rápidamente al otro lado.
»Empezamos a morir de sed rodeados por aquella neblina hecha de agua helada. Apenas teníamos nada con que calentar la nieve salvo nuestros propios cuerpos, y absorber aquel polvo blanco hasta que nos entumecía las entrañas hizo que nuestras reacciones se fueran volviendo aún más lentas, y el frío casi nos impedía hablar o caminar. Pero seguimos avanzando, aunque el frío se pegaba a nosotros tanto si estábamos despiertos como si intentábamos dormir, y el sol nos quemaba en las planicies o arrancaba destellos blancos a la nieve torturando nuestros ojos con dolores terribles. El viento nos hería, la nieve intentaba engullirnos, aquellas montañas que hacían pensar en negros cristales tallados nos rodeaban por todas partes y las estrellas que tachonaban el cielo en las noches despejadas parecían burlarse de nuestros esfuerzos, pero aun así seguimos adelante.