—Ojalá no te lo hubiera contado —gruñó Yalson.
—¿Balveda? —dijo Xoxarle de repente.
Su inmensa cabeza giró lentamente hacia el otro extremo del túnel. Sus ojos dejaron atrás a Horza y Yalson, se deslizaron sobre la plancha del equipo y Unaha-Closp, fueron más allá de Wubslin —que estaba observando el sensor de masas—, y Aviger hasta posarse en la agente de la Cultura, que estaba sentada en silencio con los ojos cerrados y la espalda apoyada en la pared.
—¿Líder de sección? —dijo Balveda, abriendo sus ojos y contemplando al idirano con expresión impasible.
—El Cambiante dice que eres de la Cultura. Ése es el papel que te ha adjudicado. Quiere hacerme creer que eres una agente secreta que se dedica al espionaje. —Xoxarle ladeó la cabeza y sus ojos recorrieron el oscuro tubo del túnel hasta clavarse en la mujer sentada con la espalda junto a la curvatura de la pared—. A mí me parece que sólo eres otra cautiva de este hombre. ¿Afirmas ser lo que él dice que eres?
Balveda miró primero a Horza y luego al idirano, contemplándoles con una calma que casi rozaba la indolencia.
—Me temo que sí, líder de sección —dijo.
El idirano movió la cabeza de un lado a otro y parpadeó.
—Qué extraño —rugió su voz—. No consigo imaginarme ninguna razón por la que todos queráis engañarme o que justifique el sorprendente dominio que este hombre parece ejercer sobre todos vosotros. Y, aun así, su historia me resulta increíble… Si realmente está de nuestro lado, se ha comportado de una forma que puede dificultar el triunfo de nuestra gran causa y, quizá, incluso ayudar al triunfo de la tuya, mujer, si es que eres quien dices ser. Qué extraño.
—Sigue pensando en ello —dijo Balveda.
Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared del túnel.
—Horza no está a favor de nadie que no sea él mismo —dijo Aviger desde un poco más allá.
Se dirigía al idirano, pero hacia el final de la frase sus ojos se posaron en Horza. Bajó la cabeza, contempló el recipiente de comida que tenía al lado y cogió los últimos restos que contenía.
—Como hacen todos los de vuestra especie —dijo Xoxarle, aunque el viejo no le estaba mirando—. Habéis sido hechos para comportaros así. Todos debéis luchar para pasar por encima de vuestros congéneres durante el breve espacio de tiempo que se os permite estar en el universo, reproduciéndoos cuando os resulta posible para que los rasgos evolutivos más fuertes sobrevivan y los más débiles mueran. No os culpo por eso, como tampoco se me ocurriría predicar el vegetarianismo a un carnívoro desprovisto de conciencia. —Xoxarle miró a Horza—. Supongo que estás de acuerdo conmigo en eso, aliado Cambiante.
—Oh, sí, no cabe duda de que sois distintos —dijo Horza—. Pero lo único que me gusta de vosotros es que estáis luchando contra la Cultura. Puede que a largo plazo acabéis siendo un regalo de Dios o una verdadera plaga divina, pero lo que me importa es que por el momento estáis contra ellos.
Se volvió hacia Balveda y le hizo una seña con la cabeza. Balveda no abrió los ojos, pero sonrió.
—Qué actitud tan pragmática —dijo Xoxarle. Horza se preguntó si los demás habrían captado el leve matiz de humor que había en la voz del gigante—. ¿Qué te ha hecho la Cultura para que la odies de esa forma?
—Personalmente nada —dijo Horza—. Sencillamente, no estoy de acuerdo con sus ideas.
—Vaya, vaya… —dijo Xoxarle—. Los humanos nunca dejaréis de sorprenderme.
Se encorvó bruscamente sobre sí mismo y un ruido terrible salió de su boca, como si estuviera machacando rocas. Su inmenso cuerpo se estremeció. Xoxarle volvió la cabeza y escupió en el suelo del túnel. Mantuvo la cabeza ladeada mientras los humanos se miraban los unos a los otros, preguntándose cuál sería la auténtica gravedad de las heridas sufridas por el idirano. Xoxarle guardaba silencio. Se inclinó sobre lo que había escupido, emitió una especie de carraspeo distante envuelto en ecos y se volvió hacia Horza. Cuando volvió a hablar su voz se había convertido en un ronco jadeo sibilante.
—Sí, señor Cambiante, eres realmente muy extraño. Y creo que permites un exceso de disensiones en quienes te siguen.
Xoxarle alzó la cabeza y sus ojos se posaron en Aviger, quien se había erguido y estaba contemplando al idirano con cara de temor.
—Bueno, de momento voy tirando —dijo Horza. Se puso en pie, se volvió hacia los demás y estiró sus cansadas piernas—. Hora de seguir. —Se volvió hacia Xoxarle—. ¿Estás en condiciones de caminar?
—Desátame y podría correr lo bastante deprisa para escapar de ti, humano —ronroneó Xoxarle.
Su inmenso cuerpo fue irguiéndose lentamente. Horza alzó los ojos hacia la gigantesca V oscura que tenía por rostro y asintió lentamente con la cabeza.
—Concéntrate en seguir con vida para que pueda entregarte a los altos mandos de la flota, Xoxarle —dijo Horza—. La persecución y los combates se han terminado. Ahora todos estamos buscando esa Mente, ¿entendido?
—Qué cacería tan miserable, humano —dijo Xoxarle—. Un final ignominioso para toda esta empresa… Haces que me avergüence de ti pero, naturalmente, no eres más que un ser humano, ¿verdad?
—Oh, cállate y camina —dijo Yalson.
Pulsó los botones de la unidad de control de su traje y se alzó por los aires hasta que sus ojos quedaron a la altura de la cabeza del idirano. El idirano lanzó un bufido, giró sobre sí mismo y empezó a avanzar con paso cojeante por el túnel. Los demás le siguieron en fila de a uno.
Horza se dio cuenta de que el idirano empezaba a cansarse después de que llevaran recorridos varios kilómetros. Las zancadas del gigante se volvieron más cortas. Aparte de eso, movía con una frecuencia cada vez mayor las grandes placas de queratina que cubrían sus hombros, como si intentara aliviar algún dolor interno, y de vez en cuando meneaba la cabeza como si intentara despejarla. También se giró dos veces y escupió sobre la pared. Horza contempló las manchas de fluido que se deslizaban lentamente hacia el suelo: sangre idirana.
Xoxarle acabó tambaleándose y se desvió hacia un lado. Horza había estado un rato encima de la plancha y ahora volvía a caminar detrás de él. En cuanto vio que el idirano empezaba a vacilar frenó el paso y alzó una mano para advertir a los demás de que debían imitarle. Xoxarle emitió una especie de gimoteo, empezó a girar sobre sí mismo y cayó hacia adelante haciendo que los cables metálicos que le ataban los pies se tensaran y zumbasen como las cuerdas de un instrumento musical. Su inmenso cuerpo chocó ruidosamente contra el suelo y se quedó inmóvil.
—Oh… —dijo alguien.
—No os acerquéis —dijo Horza.
Avanzó cautelosamente hacia el inerte cuerpo del idirano. Contempló aquella gran cabeza que yacía inmóvil sobre el suelo del túnel. La sangre estaba empezando a brotar de ella formando un charco. Yalson se reunió con Horza y apuntó el cañón de su arma hacia la criatura caída.
—¿Está muerto? —preguntó.
Horza se encogió de hombros. Se arrodilló y puso la mano desnuda sobre el cuerpo del idirano en un punto cercano al cuello donde a veces era posible sentir el movimiento de la sangre mientras circulaba, pero no captó nada. Abrió uno de los ojos del idirano y lo cerró.
—No lo creo. —Las yemas de sus dedos rozaron el oscuro charco de sangre que iba haciéndose más grande a cada segundo que pasaba—. Parece que tiene alguna hemorragia interna bastante grave.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Yalson.