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El capitán extendió los brazos hacia él y dejó escapar una carcajada. Algunos de los demás también se rieron.

—Una oportunidad —repitió Horza—. Mierda, no creo que sea pedir mucho, ¿verdad?

—Lo siento. —El Hombre meneó la cabeza—. Ya tenemos problemas de espacio.

El joven de los cabellos plateados estaba mirando a Horza con el rostro distorsionado por el dolor y el odio. Los otros miembros del grupo observaban a Horza con sonrisas burlonas o hablaban en voz baja entre ellos y le señalaban con la cabeza. Horza fue repentinamente consciente de que tenía todo el aspecto de un viejo desnudo.

—¡A la mierda! —rugió clavando los ojos en el rostro del Hombre—. Dame cinco días y acabaré contigo cuando me dé la gana.

El capitán enarcó las cejas. Durante un segundo dio la impresión de que iba a ponerse furioso, pero acabó echándose a reír. Señaló a Horza con el láser.

—De acuerdo, viejo, te diré lo que vamos a hacer… —Se puso las manos en la cintura y señaló con la cabeza al joven que seguía arrodillado sobre la cubierta—. Puedes luchar con Zallin. ¿Qué, Zallin, te sientes con ánimos?

—Le mataré —dijo Zallin sin apartar los ojos de la garganta de Horza.

El Hombre se rió. Algunos mechones de su cabellera negra asomaban por encima del cuello del traje.

—De eso se trata. —Miró a Horza—. Ya te he dicho que tenemos problemas de espacio. Si quieres quedarte con nosotros tendrás que provocar alguna baja en el personal. —Se volvió hacia los demás—. Dejad un poco de sitio, y que alguien le traiga unos pantalones cortos al viejo. Verle desnudo me está revolviendo el estómago.

Una de las mujeres le arrojó unos pantalones cortos. Horza se los puso. El traje fue recogido del suelo y la lanzadera desplazada un par de metros hacia un lado hasta quedar pegada al otro extremo del hangar. Zallin acabó levantándose de la cubierta y fue a reunirse con los demás. Alguien le roció los genitales con un anestésico. «Benditos sean los órganos sin protección», pensó Horza. Estaba descansando apoyado en el mamparo sin apartar los ojos del grupo. Zallin era el más alto de todos. Tenía unos brazos tan largos que casi parecían rozarle las rodillas, y su grosor casi igualaba el de los muslos de Horza.

Horza vio como el capitán le señalaba con la cabeza y una de las mujeres fue hacia él. Tenía los rasgos pequeños y la expresión dura. Su piel era bastante morena, y poseía una erizada cabellera rubia. Todo su cuerpo parecía esbelto y fuerte; Horza pensó que caminaba como un hombre. Cuando estuvo más cerca vio que la piel de su rostro, brazos y piernas estaba cubierta por una ligera capa de vello. La mujer se detuvo ante él y su mirada le recorrió desde los pies hasta los ojos.

—Soy tu ayudante —dijo la mujer—, aunque no sé si eso va a servirte de mucho.

Era la de la voz bonita. Horza estaba asustado, pero aun así se llevó una decepción. Agitó una mano.

—Me llamo Horza. Gracias por preguntármelo.

«¡Idiota! —se dijo a sí mismo—. Ahora ya saben cómo te llamas. Anda, ¿por qué no les cuentas también que eres un Cambiante? Maldito estúpido…»

—Yalson —dijo la mujer secamente, y le ofreció la mano.

Horza no estaba seguro de si aquella palabra era un saludo o su nombre. Estaba enfadado consigo mismo. Como si no tuviera bastantes problemas, había cometido la estupidez de revelar su verdadero nombre… Lo más probable era que eso no tuviese ninguna importancia, pero sabía que aquellos pequeños deslices y los errores aparentemente sin consecuencias solían significar toda la diferencia entre el éxito y el fracaso…, incluso entre la vida y la muerte. Cuando comprendió qué se esperaba de él extendió el brazo y estrechó la mano de la mujer. Su mano era seca y fresca, y muy fuerte. La mujer le apretó los dedos, pero le soltó la mano antes de que Horza tuviera tiempo de devolverle el apretón. No tenía ni idea de cuál era su origen, por lo que no sabía cómo interpretar el gesto. En el sitio del que venía Horza aquello habría sido considerado una invitación de naturaleza bastante precisa.

—Horza, ¿eh? —La mujer asintió y se puso las manos en las caderas tal y como había hecho el capitán—. Bien, Horza, buena suerte. Creo que Kraiklyn piensa que Zallin es el tripulante más inútil con que contamos, así que si ganas no le importará demasiado. —Bajó los ojos hacia la fláccida piel del vientre de Horza, observó la delgadez de su pecho tensado por las costillas, y frunció el ceño—. Si ganas —repitió.

—Muchísimas gracias —dijo Horza, intentando esconder el estómago y abombar el pecho. Señaló a los demás—. ¿Están haciendo apuestas?

Intentó sonreír.

—Sí, pero sólo sobre el tiempo que aguantarás.

Horza dejó que su intento de sonrisa se desvaneciera. Apartó los ojos de la mujer.

—¿Sabes una cosa? Probablemente sería capaz de deprimirme yo solo sin tu ayuda. Si quieres apostar algo de dinero, adelante…

Sus ojos se posaron en el rostro de la mujer. No vio compasión, ni tan siquiera simpatía. La mujer volvió a mirarle de arriba abajo, asintió, giró sobre sus talones y se reunió con el resto del grupo. Horza lanzó una maldición.

—¡Bien!

Kraiklyn hizo chocar sus manos enguantadas en una fuerte palmada. El grupo se disgregó y fue desplazándose por el hangar, ocupando la longitud de dos mamparos. Zallin estaba mirando fijamente a Horza desde el otro extremo del espacio que acababan de despejar. Horza se apartó del mamparo y se sacudió, intentando relajar los músculos con el fin de prepararse para la pelea.

—Es una pelea a muerte, ¿entendido? —anunció Kraiklyn sonriendo—. Nada de armas, pero no veo a ningún arbitro, así que… Todo vale. De acuerdo…, empezad.

Horza dejó un poco más de espacio entre él y el mamparo. Zallin estaba aproximándose con el cuerpo encorvado y los brazos extendidos como si fueran las mandíbulas de un insecto gigante. Horza sabía que si usaba todas las armas incorporadas a su organismo (suponiendo que dispusiera de todas ellas; tenía que recordarse continuamente que le habían arrancado los dientes venenosos en Sorpen), lo más probable era que ganase la pelea sin demasiados apuros, siempre que Zallin no tuviera la suerte de asestarle un golpe fatal. Pero estaba igualmente seguro de que si utilizaba la única arma efectiva que conservaba —las glándulas venenosas que había bajo sus uñas—, los otros se darían cuenta de lo ocurrido y Horza acabaría muerto. Una mordedura de sus dientes quizá le habría permitido salir bien librado. El veneno afectaba al sistema nervioso central, y las reacciones de Zallin se habrían ido volviendo gradualmente más lentas; probablemente nadie habría adivinado lo ocurrido. Pero arañarle sería fatal para los dos. El veneno contenido en las glándulas que había bajo las uñas de Horza paralizaba los músculos siguiendo una secuencia que se iniciaba en el punto de entrada del veneno, y resultaría obvio que Zallin había sido arañado por algo muy distinto a unas uñas corrientes. Aun suponiendo que los otros mercenarios no considerasen que había hecho trampa, existían bastantes posibilidades de que Kraiklyn, el Hombre, adivinara que Horza era un Cambiante y ordenara su muerte.

Un Cambiante era una amenaza para cualquiera que gobernase mediante la fuerza, tanto si empleaba la fuerza de voluntad como la fuerza de las armas. Amahain-Frolk lo había comprendido, y Kraiklyn también lo comprendería. Además, la especie a la que pertenecía Horza siempre provocaba un cierto grado de repugnancia en todos los seres humanos. Aparte de las considerables alteraciones que les separaban del material genético corriente, los Cambiantes eran una amenaza a la identidad, un desafío al individualismo de todos los que les rodeaban, incluso de aquellos que, probablemente, jamás podrían ser candidatos a la suplantación. No tenía nada que ver con las almas o la posesión espiritual o física; lo que causaba esa repugnancia era el que los Cambiantes copiaban la conducta de otro ser, y eso era algo que los idiranos entendían muy bien. La individualidad —ese aspecto que la mayoría de seres humanos valoraban por encima de cualquier otra cosa— era degradada por la facilidad con que un Cambiante podía ignorar las limitaciones que imponía y utilizarla en tanto que disfraz.