La cabeza del ingeniero desapareció por el hueco. Wubslin siguió avanzando por el tren, tocándolo todo y haciendo pruebas, inspeccionando los controles y la maquinaria.
—Impresionante, ¿no? —dijo Balveda—. Para la época en que fue construido…
Horza asintió y sus ojos recorrieron lentamente el tren de un extremo a otro. Apuró el contenido del recipiente, lo dejó sobre la plancha del equipo y se puso en pie.
—Sí, es impresionante. Pero no les sirvió de mucho, ¿verdad?
Quayanorl estaba reptando por la rampa.
Una capa de humo flotaba bajo el techo de la estación. La circulación del aire era tan lenta que el humo apenas si se movía, pero los ventiladores del tren funcionaban y el escaso movimiento visible en aquella niebla gris azulada procedía básicamente de los puntos en que las puertas y ventanas abiertas expulsaban la calina acre de los vagones, sustituyéndola por el aire limpio que brotaba de los filtros y sistemas de ventilación del tren.
El idirano se arrastró a través de los escombros: fragmentos de pared y de tren, incluso restos de su propio traje. El avance era lento y le resultaba muy difícil, y estaba empezando a temer que moriría antes de llegar al tren.
Sus piernas no servían de nada. Si hubiera perdido las otras dos probablemente habría estado en condiciones de avanzar más deprisa.
Siguió arrastrándose con el brazo que le quedaba, agarrándose al borde de la rampa y tirando con todas sus fuerzas.
El esfuerzo suponía una auténtica agonía de dolor. Cada vez que tiraba de su cuerpo creía que el dolor habría disminuido un poco, pero no era así. Era como si cada uno de aquellos segundos excesivamente largos de su ascenso por la rampa, durante los que su cuerpo destrozado y ensangrentado subía un poco más por esa interminable superficie repleta de escombros que le causaban nuevas heridas, hiciera que sus venas se fuesen llenando de ácido. Meneó la cabeza y farfulló algo ininteligible. Podía sentir la sangre que brotaba de las grietas de su cuerpo que se habían curado mientras estaba inmóvil y habían vuelto a abrirse con el movimiento. Sentía las lágrimas que caían del único ojo que le quedaba; notaba el lento deslizarse del fluido curativo allí donde había estado su otro ojo, el que le habían arrancado de la cara.
La puerta que tenía delante brillaba a través de la neblina y la débil corriente de aire que surgía de ella creaba remolinos casi imperceptibles en la humareda. Sus pies arañaban los escombros y la parte delantera de su traje iba empujando una pequeña ola de escombros a medida que se movía. El idirano volvió a agarrarse al borde de la rampa y tiró.
Intentaba no gritar, no porque creyera que hubiese alguien a quien sus gritos pudieran poner sobre aviso, sino porque desde el primer momento en que logró sostenerse en pie por sus propios medios le enseñaron a sufrir en silencio. Lo intentaba; podía recordar cómo el Querl de su nido y su madre-padre le decían que no debía gritar, y desobedecerles significaría cubrirles de oprobio y vergüenza, pero había momentos en que el dolor resultaba excesivo. A veces el dolor estrujaba su cuerpo hasta arrancarle un grito.
Algunas de las luces del techo habían sido alcanzadas por los disparos y no funcionaban. Podía ver los agujeros y desgarrones en el reluciente fuselaje del tren, y no tenía ni idea de qué daños internos habría sufrido, pero ahora ya no podía detenerse. Tenía que seguir adelante.
Podía oír los sonidos que brotaban del tren. Podía oírlos tan bien como el cazador que acecha su presa. El tren estaba vivo; herido —el zumbido irregular de algunos motores parecía indicar que no funcionaban del todo bien—, pero vivo. Quayanorl se estaba muriendo, pero haría cuanto estuviera en sus manos para capturar a su bestia.
—¿Qué opinas? —preguntó Horza volviéndose hacia Wubslin.
Había seguido la pista del ingeniero hasta encontrarle debajo de uno de los vagones. Wubslin estaba suspendido cabeza abajo para inspeccionar los motores de las ruedas. Horza le había pedido que echara un vistazo al pequeño compartimento del pecho de su traje que albergaba la parte principal del sensor.
—No sé… —dijo Wubslin meneando la cabeza. Llevaba el casco puesto y el visor bajado, con la pantalla en posición de aumento para ampliar la imagen que le proporcionaba el visor—. Es tan pequeño que… Necesitaría llevarlo a la Turbulencia en cielo despejado para poder examinarlo como es debido. No he traído conmigo todas mis herramientas. —Chasqueó los labios—. Parece estar bien. A primera vista, no hay nada estropeado. Puede que los reactores estén impidiendo que capte la señal.
—Maldita sea —dijo Horza—. Bueno, entonces tendremos que registrar los túneles.
Dejó que Wubslin cerrara el pequeño panel de inspección que había en el pecho de su traje.
El ingeniero se echó hacia atrás y alzó el visor de su casco.
—El único problema es que si se trata de una interferencia causada por los reactores, usar el tren para buscar la Mente no servirá de mucho, ¿verdad? —dijo con expresión lúgubre—. Tendremos que usar el tubo de tránsito.
—Empezaremos registrando la estación —dijo Horza.
Se puso en pie. Miró por la ventanilla. Yalson estaba en la plataforma de la estación observando a Balveda. La mujer de la Cultura iba y venía lentamente por el liso suelo de roca fundida. Aviger seguía sentado sobre la plancha del equipo. Xoxarle casi se confundía con los soportes metálicos a los que estaba atado.
—¿Puedo subir a la sala de control? —preguntó Wubslin.
Horza contempló los rasgos toscos y francos del ingeniero.
—Sí, ¿por qué no? Pero no intentes moverlo todavía, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Wubslin, poniendo cara de felicidad.
—Cambiante… —dijo Xoxarle cuando Horza bajó por la rampa de acceso.
—¿Qué?
—Los cables están demasiado apretados. Me están haciendo daño.
Horza examinó atentamente los cables que rodeaban las muñecas del idirano.
—Qué lástima —dijo.
—Me han causado heridas en los hombros, las piernas y las muñecas. Si la presión continúa acabarán seccionando mis conductos sanguíneos. No me gustaría morir de una forma tan poco elegante. Puedes volarme la cabeza cuando quieras, pero cortarme en rebanadas con esta lentitud… No es digno de un guerrero. Te lo digo sólo porque estoy empezando a creer que realmente tienes intención de llevarme ante los altos mandos de la flota.
Horza se colocó detrás del idirano para inspeccionar los cables que le inmovilizaban las muñecas. Xoxarle estaba diciendo la verdad. Los cables se habían hundido en la queratina como el alambre espinoso de una valla en la corteza de un árbol. El Cambiante frunció el ceño.
—Nunca había visto nada semejante —dijo como si hablara con la nuca de la cabeza del idirano, quien seguía sin moverse—. ¿Qué estás tramando? Tu piel es lo bastante dura para resistir eso y más.
—No estoy tramando nada, humano —dijo Xoxarle con voz cansada. Dejó escapar un suspiro de abatimiento—. Mi cuerpo ha sufrido daños e intenta reconstruirse a sí mismo. Eso hace que se vuelva menos resistente y más flexible, como si intentara reconstruir las partes dañadas… Oh, si no me crees no importa. Pero no olvides que te he advertido.
—Pensaré en ello —dijo Horza—. Si el dolor llega a ser insoportable, grita.
Se abrió paso por entre el laberinto de vigas y soportes hasta volver al suelo de la estación y se reunió con los demás.
—Tendré que pensar en eso —dijo Xoxarle en voz baja—. Los guerreros nunca «gritan» por el mero hecho de que estén sufriendo cierto dolor.
—Bueno —dijo Yalson—. ¿Qué tal está Wubslin? ¿Es feliz con su juguete?