Siguió flotando por los bien iluminados espacios del tren que zumbaba y vibraba, como si fuera otra parte más de sus mecanismos.
Wubslin se rascó la cabeza. Se había detenido en el vagón del reactor cuando iba de camino a la sala de control. Algunas puertas se negaban a abrirse. Debían contar con alguna especie de cerradura de seguridad, probablemente controlada desde el puente, o la cubierta de vuelo, o la cabina del maquinista, o como demonios se llamara la parte del morro del tren desde donde se manejaban los mecanismos. Se volvió hacia una ventanilla, recordando las órdenes de Horza.
Aviger estaba sentado sobre la plancha del equipo apuntando al idirano con su arma. Xoxarle seguía inmóvil como una estatua junto a los soportes. Wubslin apartó la mirada, hizo un nuevo intento de abrir la puerta que daba acceso a la zona del reactor y meneó la cabeza.
La mano y el brazo se estaban debilitando. Las hileras de asientos situadas sobre su cabeza tenían delante fila tras fila de pantallas apagadas. El idirano reanudó su avance agarrándose a los soportes de los asientos. Ya casi estaba en el pasillo que llevaba al primer vagón.
No estaba seguro de cómo se las arreglaría para salvar el tramo de pasillo. ¿A qué podía agarrarse? Bueno, preocuparse de eso ahora carecía de objeto. Se agarró a otro soporte y arrastró su cuerpo unos centímetros más.
Cuando llegaron a la terraza que dominaba la zona de reparaciones pudieron ver el tren en donde se hallaba la unidad. La reluciente masa metálica acunada en el semitúnel que corría junto a la pared más alejada daba la impresión de flotar sobre el suelo del área de mantenimiento y hacía pensar en una nave espacial muy larga y delgada. La roca oscura que lo rodeaba era como el espacio desprovisto de estrellas.
Los ojos de Yalson se posaron en la espalda de la agente de la Cultura y frunció el ceño.
—Se comporta con demasiada docilidad, Horza —dijo, alzando la voz lo justo para que el Cambiante pudiera oírla.
—Por mí, estupendo —dijo Horza—. Cuanto más dócil mejor.
Yalson meneó levemente la cabeza sin apartar los ojos de la mujer que paseaba lentamente por su campo visual.
—No, creo que actúa así para que nos confiemos. Hasta ahora no ha intentado nada porque sabe que puede permitirse el lujo de dejar que los acontecimientos sigan su curso. Tiene otra carta oculta que puede jugar cuando le convenga, y ha decidido relajarse y pasar lo más desapercibida posible hasta que llegue el momento de utilizarla.
—Todo eso son imaginaciones tuyas —dijo Horza—. Estás empezando a dejarte dominar por tus hormonas… Te vuelven suspicaz, y como continúes así pronto creerás que eres capaz de adivinar el futuro.
Yalson le miró, transfiriendo el fruncimiento de ceño con que observaba los paseos de Balveda al Cambiante.
—¿Qué has dicho? —preguntó entrecerrando los ojos.
Horza alzó la mano que tenía libre.
—Sólo estaba bromeando.
Sonrió.
Yalson no parecía muy convencida.
—Está tramando algo. Lo sé —dijo, y asintió para sí misma—. Lo noto.
Quayarnol se arrastró por el pasillo. Abrió la puerta del vagón y reptó con una lentitud agónica por el suelo.
Estaba empezando a olvidar por qué hacía todo esto. Sabía que tenía que seguir adelante. Tenía que seguir arrastrándose, sí, pero ya no podía recordar con mucha claridad el porqué. El tren era un laberinto de torturas diseñado para causarle dolor.
Me arrastro hacia la muerte. Cuando llegue al final y no pueda seguir arrastrándome tendré que continuar avanzando. Recuerdo haber pensado eso antes pero, ¿en qué estaba pensando? ¿Moriré cuando llegue a la zona de control del tren y continuaré mi viaje hacia la muerte por el más allá? ¿Es eso lo que estaba pensando?
Soy como una criatura recién nacida que se arrastra por el suelo… Ven, pequeño mío, me dice el tren.
Estamos buscando algo, pero no consigo recordar… exactamente… el… qué…
Inspeccionaron la gran caverna y subieron el tramo peldaños de la galería que daba acceso a las zonas de almacenamiento y los habitáculos.
Balveda estaba inmóvil a un extremo de la gran terraza que corría alrededor de toda la caverna a medio camino entre el suelo y el techo. Yalson observó a la agente de la Cultura mientras Horza abría las puertas que daban acceso al área de habitáculos. Balveda estaba contemplando la inmensidad de la caverna con las manos apoyadas sobre la barandilla. El último barrote de ésta quedaba a la altura de sus hombros. A los constructores del Sistema de Mando les habría llegado a la cintura.
Cerca de donde estaba había una pasarela muy larga suspendida del techo mediante cables que llevaba a la terraza del otro lado, donde un angosto túnel brillantemente iluminado se internaba en la roca. Los ojos de Balveda recorrieron la pasarela y acabaron posándose en la distante boca del túnel.
Yalson se preguntó si la mujer de la Cultura estaría pensando en usarlo para huir, pero sabía que no se trataba de eso. Un instante después se preguntó si quería que Balveda intentara huir para tener una excusa que le permitiera matarla de un disparo y librarse de su molesta presencia.
Balveda apartó los ojos de la pasarela y Horza siguió abriendo las puertas del área de habitáculos.
Xoxarle flexionó los hombros. Los cables se deslizaron sobre su cuerpo y volvieron a tensarse.
El humano que habían dejado allí para que le vigilara parecía cansado, quizá incluso soñoliento, pero Xoxarle no creía que los demás fueran a mantenerse alejados durante mucho tiempo. No podía permitirse el lujo de excederse. Si lo hacía, en cuanto volviera el Cambiante podía notar que los cables se habían movido. De todas formas, y aunque distaba mucho de ser el desarrollo más interesante que podían seguir los acontecimientos, al parecer había bastantes probabilidades de que los humanos no lograran encontrar ese ordenador supuestamente dotado de conciencia que todos estaban buscando. En ese caso quizá el mejor curso de acción fuera no hacer nada. Dejaría que los diminutos le llevaran a su nave. El que se llamaba Horza quizá tuviera intención de pedir un rescate por él. Xoxarle creía que ésa era la explicación más lógica de que siguiera con vida.
La flota podía pagar por el regreso de un guerrero, aunque la familia de Xoxarle lo tenía prohibido y, de todas formas, no eran ricos. Xoxarle no lograba decidir si quería seguir viviendo y, quizá, expiar mediante sus hazañas futuras la vergüenza de haber sido capturado y rescatado mediante un precio, o hacer todo cuanto estuviera en sus manos para escapar o morir. La acción le resultaba más atractiva, y eso era lo que le dictaba el credo del guerrero. Cuando dudes, actúa.
El humano se levantó de la plancha y empezó a pasear. Se le acercó lo suficiente para ser capaz de inspeccionar los cables, pero se limitó a echarles un vistazo. Xoxarle contempló el arma láser del humano. Sus grandes manos atadas detrás de su espalda se abrieron y cerraron lentamente sin que su mente hubiera llegado a ordenárselo.
Wubslin acaba de llegar a la sala de control situada en el morro del tren. Se quitó el casco y lo puso encima de la consola. Se aseguró de que no tocaba ningún control y que sólo tapaba algunos paneles apagados. Después se quedó inmóvil en el centro de la sala, contemplando lo que le rodeaba con expresión fascinada.