Daría la mitad de mi capacidad de memoria por otra unidad manejable a distancia. He logrado esconderme, pero estoy atrapada. No puedo ver y no puedo oír tan bien como debería. Lo único que puedo hacer es sentir. Cómo odio todo esto… Ojalá supiera qué está pasando.
Quayanorl contempló los controles que tenía delante. Antes de que llegaran los humanos ya habían logrado averiguar las funciones de un número considerable de ellos. Ahora tenía que intentar acordarse de cuanto habían averiguado. ¿Qué debía hacer primero? Se inclinó hacia adelante oscilando precariamente sobre aquel asiento concebido para el cuerpo de otra especie. Activó una hilera de interruptores. Las luces parpadearon; oyó varios chasquidos.
Le costaba tanto recordar… Movió palancas, pulsó botones y accionó interruptores. Las agujas de los medidores y diales se desplazaron para dar nuevas lecturas. Las pantallas se iluminaron y las cifras empezaron a parpadear en ellas. Zumbidos, chirridos, siseos… El idirano creía estar haciendo lo que debía, pero no podía estar seguro de ello.
Algunos controles se encontraban demasiado lejos y tuvo que colocar casi medio cuerpo encima de la consola para llegar hasta ellos, moviéndose con mucho cuidado para no alterar ninguno de los controles que ya había ajustado. Cuando lo hubo conseguido volvió a reclinarse en el asiento.
El tren vibraba con más fuerza. Sintió cómo se removía. Los motores empezaron a girar, el aire silbó, los altavoces emitieron chisporroteos y susurros. Sí, lo estaba consiguiendo. El tren aún no se movía, pero iba impulsándolo lentamente hacia el momento en que quizá lo hiciera.
Pero estaba perdiendo la vista.
Parpadeó y meneó la cabeza, pero su ojo estaba dejando de funcionar. Lo que tenía delante se fue volviendo grisáceo y borroso. Tenía que mirar fijamente los controles y las pantallas para ver algo. Las luces de la pared del túnel que se alejaban hacia la distante negrura parecían estar perdiendo intensidad. Quayanorl podría haberse consolado creyendo que la energía estaba fallando, pero sabía que no era así. La cabeza le dolía de una forma terrible. Pensó que probablemente era por culpa de estar sentado. Aquella posición debía dificultar todavía más el riego sanguíneo.
Su agonía se estaba acelerando, y eso hacía que el apremio fuese todavía mayor. Pulsó botones y movió algunas palancas. El tren tendría que haberse movido, flexionando sus músculos mecánicos; pero seguía inmóvil.
¿Qué más tenía que hacer? Se volvió hacia su lado ciego y vio las luces de los paneles que se encendían y se apagaban. Naturalmente: las puertas. Pulsó los botones en las zonas de los paneles correctas y oyó el ruido de algo que se deslizaba lentamente. La mayoría de paneles dejaron de parpadear, pero no todos. Algunas puertas debían haberse quedado atascadas. Otro control le permitió desactivar sus sistemas de seguridad y todos los paneles que seguían encendidos se oscurecieron.
Volvió a intentarlo.
Los trescientos metros de tren del Sistema de Mando se estremecieron muy despacio, como un animal que se estira después de la hibernación. Los vagones se acercaron un poquito más los unos a los otros y la estructura metálica se tensó disponiéndose a funcionar.
Quayarnol captó aquel leve movimiento y sintió deseos de reír. El tren funcionaba. Lo más probable era que hubiese tardado demasiado tiempo y que ahora ya fuese tarde, pero al menos había logrado hacer lo que se había propuesto. Había vencido todas las dificultades y el dolor. Se había convertido en el amo de aquella inmensa bestia plateada, y con un poquito más de suerte al menos conseguiría que los humanos tuvieran algo en qué pensar. Y le mostraría a la Bestia de la Barrera lo que opinaba de su precioso monumento…
Puso la mano sobre la palanca que él y Xoxarle habían decidido controlaba el flujo de energía a los motores de las ruedas principales y la empujó nerviosamente —temiendo que el tren siguiera negándose a funcionar—, hasta llevarla al límite de la posición de arranque. El tren se estremeció, gimió y continuó inmóvil.
El único ojo que le quedaba empezó a llenarse de lágrimas que hicieron todavía más borroso aquel panorama grisáceo que apenas si podía ver.
El tren vibró y Quayanorl oyó un ruido metálico detrás de él. Casi se vio arrojado del asiento. Tuvo que agarrarse al borde de éste y un instante después se inclinó hacia adelante y volvió a poner su mano sobre la palanca del flujo de energía, que acababa de regresar a la posición de apagado. El rugido de su cabeza se hacía más intenso a cada segundo que pasaba. El nerviosismo y el agotamiento le hacían temblar. Volvió a empujar la palanca hacia adelante.
El hueco de una puerta estaba lleno de escombros y había un equipo de soldar debajo del vagón que contenía el reactor. Tiras de metal arrancadas de los flancos del tren asomaban hacia las paredes del túnel como los pelos de un abrigo que necesitaba un buen cepillado. Las dos pasarelas de acceso estaban flanqueadas por montones de cascotes y escombros, y una rampa entera —aquella bajo la que Xoxarle había estado aprisionado durante un tiempo—, había caído encima de un vagón cuando los humanos la cortaron.
El tren volvió a oscilar hacia adelante, gimiendo y quejándose como si sus intentos de moverse le resultaran tan dolorosos como lo habían sido los de Quayanorl. Sus ruedas dieron medio giro y se detuvieron. La rampa incrustada en la pasarela de acceso les impedía seguir adelante. Los motores del tren empezaron a emitir un chirrido estridente. Las alarmas de la sala de control se pusieron en funcionamiento, pero su sonido era tan agudo que el idirano apenas si podía oírlo. Los medidores parpadearon, las agujas se aproximaron a las zonas de peligro y las pantallas se llenaron de información.
La rampa empezó a desprenderse del tren, arrancando un pedazo de flanco del vagón a medida que el tren iba abriéndose paso lentamente.
Quayarnol vio acercarse la boca del túnel.
Más escombros junto a la pasarela de acceso delantera. El equipo de soldadura atrapado bajo el vagón del reactor arañó la lisura del suelo hasta que llegó al reborde de piedra que rodeaba un pozo de inspección. Se atascó contra él y acabó soltándose para caer con un ruido metálico al fondo del pozo. El tren seguía avanzando lentamente.
La rampa enganchada en la pasarela de acceso trasera se desprendió con un estruendo metálico, arrancando nervaduras de aluminio y tubos de acero y desgarrando la piel de plástico y aluminio del vagón en el que había quedado encajada. Una esquina de la rampa había quedado atrapada debajo del tren cubriendo un raíl. Las ruedas llegaron a ese punto y vacilaron. Las conexiones que unían un vagón a otro se tensaron hasta que el impulso del avance aumentó lo suficiente para vencer la resistencia ofrecida por la rampa. La estructura de la rampa se dobló sobre sí misma y se fue comprimiendo, las ruedas pasaron por encima de ella, cayeron sobre el rail que había más allá con un golpe sordo y siguieron adelante. El juego de ruedas que venía detrás pasó sobre el pedazo de rampa sin apenas ninguna dificultad.
Quayanorl se reclinó en el asiento. El túnel se fue acercando al tren y pareció engullirlo. La estación fue desapareciendo lentamente. Las paredes oscuras empezaron a desfilar a cada lado de la sala de control. El tren seguía estremeciéndose, pero iba acelerando poco a poco. Una serie de choques y golpetazos le indicó que los vagones le seguían por encima de los escombros, sobre el metal reluciente de los raíles, dejando atrás los restos de las pasarelas y rampas, saliendo de la estación…
El primer vagón la abandonó a la velocidad de un hombre que camina, el segundo un poco más deprisa, el vagón del reactor moviéndose como un hombre que aprieta el paso y el último iniciando una carrera. Una nube de humo se deslizó unos metros detrás del tren, volvió atrás lentamente y acabó subiendo al techo para ocupar su posición anterior.