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La cámara de la estación seis —allí donde habían mantenido el primer tiroteo, allí donde Dorolow y Neisin habían muerto y habían dejado el cuerpo del otro idirano dándole por muerto—, no funcionaba. Horza pulsó el botón un par de veces, pero la pantalla siguió sin dar imagen. Un indicador de averías había empezado a parpadear. Horza hizo desfilar rápidamente las imágenes procedentes de las otras estaciones por el circuito y apagó la pantalla.

—Bueno, todo parece ir bien. —Se puso en pie—. Volvamos al tren.

Yalson se puso en contacto con Wubslin y la unidad; Balveda bajó del gran asiento en el que se había instalado y el trío abandonó la sala de control con la mujer de la Cultura abriendo la marcha.

Detrás de ellos una pantalla que registraba el flujo de energía —una de las primeras que Horza había encendido—, estaba registrando un considerable consumo de energía en los circuitos de aprovisionamiento de las locomotoras, lo que indicaba que un tren estaba desplazándose por alguna parte del complejo de túneles del Sistema de Mando.

13. El Sistema de Mando: Final de trayecto

—Puedes acabar leyendo demasiadas cosas en tus propias circunstancias. Eso me trae a la memoria una raza que se opuso a nosotros hace… Oh, ya hace mucho tiempo, antes de que nadie pensara en mi concepción. Afirmaban que la galaxia les pertenecía, y justificaban esta herejía mediante una blasfema creencia relacionada con el diseño de sus organismos. Eran seres acuáticos. Su cerebro y sus órganos principales estaban alojados en una gran vaina central de la que brotaban varios brazos o tentáculos de considerable longitud. Esos tentáculos eran gruesos junto a la vaina y delgados en las puntas, y estaban provistos de ventosas. Se suponía que su dios del agua había creado la galaxia a su imagen y semejanza.

»¿Comprendes? Creían que el poseer un cierto parecido físico con la gran lente que es hogar de todos nosotros, llevaban la analogía al extremo de comparar las ventosas de sus tentáculos con los grupos de estrellas, les convertía en sus propietarios. Pese a la indudable estupidez de esa creencia pagana, el hecho es que prosperaron y llegaron a ser bastante poderosos. De hecho, fueron unos adversarios muy respetables.

—Hmmm —dijo Aviger—. ¿Cómo se llamaban? —preguntó sin alzar la vista.

—Hmmm —tronó el vozarrón de Xoxarle—. Su nombre… —El idirano guardó silencio durante unos segundos y puso expresión pensativa—. Creo que se llamaban fanch… Sí, eran los fanch.

—Nunca he oído hablar de ellos —dijo Aviger.

—No, es lógico —ronroneó Xoxarle—. Les aniquilamos.

* * *

Yalson se dio cuenta de que Horza estaba observando algo que había caído en el suelo junto a las puertas que daban acceso a la estación.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó, sin dejar de vigilar a Balveda.

Horza meneó la cabeza, empezó a agacharse para coger algo del suelo y se detuvo antes de completar el gesto.

—Creo que es un insecto —dijo con incredulidad.

—Uf —dijo Yalson, no muy impresionada.

Balveda fue hacia Horza para echarle un vistazo y Yalson cambió de posición para seguir apuntándola con su arma. Horza meneó la cabeza y observó cómo el insecto se arrastraba sobre el suelo del túnel.

—¿Qué diablos está haciendo aquí abajo?

La nota de pánico que había en la voz del hombre hizo que Yalson frunciera el ceño.

—Probablemente lo hemos traído nosotros —dijo Balveda y se incorporó—. Apuesto a que ha viajado en la plancha del equipo o en el traje de alguien.

Horza dejó caer su puño sobre aquella criatura minúscula, la aplastó y esparció los restos sobre la oscura roca del suelo. Balveda puso cara de sorpresa. El fruncimiento de ceño de Yalson se hizo un poco más acentuado. Horza contempló la mancha que había dejado sobre el suelo del túnel, se limpió el guante y alzó la cabeza pidiéndoles disculpas con la mirada.

—Lo siento —dijo volviéndose hacia Balveda, como si se avergonzara de lo que acababa de hacer—. No he podido evitar que me trajera a la memoria esa mosca con la que me encontré en Los fines de la inventiva… Acabó resultando ser uno de tus animalitos domesticados, ¿lo recuerdas?

Dio media vuelta y se alejó rápidamente hacia la estación. Balveda contempló la manchita del suelo y asintió.

—Bueno —dijo enarcando una ceja—, ésa es una forma de demostrar su inocencia.

* * *

Xoxarle observó cómo el macho y las dos hembras volvían a entrar en la estación.

—¿Nada, diminuto? —preguntó.

—Montones de cosas, líder de sección —replicó Horza, yendo hacia él y comprobando los cables que le sujetaban.

Xoxarle lanzó un gruñido.

—Siguen estando un tanto apretados, aliado.

—Qué vergüenza —dijo Horza—. Prueba a dejar escapar el aire que tienes dentro.

—¡Ja! Xoxarle se rió y pensó que el humano quizá se había dado cuenta de lo que intentaba hacer. Pero el Cambiante se dio la vuelta para hablar con el viejo que le había estado vigilando.

—Aviger, vamos al tren. Haz compañía a nuestro amigo. Intenta no quedarte dormido.

—Lo dudo… No para de hablar —gruñó el viejo.

Los otros tres humanos entraron en el tren. El idirano siguió hablando.

En una sección del tren había murales con mapas iluminados que mostraban el aspecto del Mundo de Schar cuando se construyó el Sistema de Mando, con las ciudades y los estados indicados en los continentes, los objetivos en un estado de un continente, los silos de mísiles, las bases áreas y puertos que pertenecían a los diseñadores del Sistema indicados en otro estado de otro continente.

Los mapas mostraban dos pequeños casquetes polares, pero el resto del planeta era estepa, sabana, desierto, bosque y jungla. Balveda quería quedarse y echar un vistazo a los mapas, pero Horza tiró de ella haciéndole cruzar otro umbral más cercano al morro del tren. Antes de salir apagó las luces que había detrás de los mapas y la superficie cubierta de océanos azules, tierra verde, amarilla, marrón y anaranjada, ríos azules, ciudades rojas y líneas de comunicación se fue desvaneciendo lentamente hasta convertirse en una masa de oscuridad grisácea.

* * *

Oh, oh.

Hay más en el tren. Creo que son tres. Se acercan desde la parte de atrás. ¿Y ahora qué?

* * *

Xoxarle tragó una bocanada de aire y la dejó escapar. Flexionó los músculos y los cables se deslizaron sobre la queratina de sus placas. Vio que el viejo venía hacia él para inspeccionar sus ataduras y se quedó inmóvil.

—Eres Aviger, ¿verdad?

—Así me llaman —dijo el viejo.

Se plantó ante el idirano y sus ojos fueron desde los tres pies con sus tres dedos en forma de losa hasta la inmensa cabeza en forma de silla de montar del líder de sección y el rostro que se inclinaba contemplando al humano que tenía debajo, pasando por la redondez de los tobillos, aquellas rodillas que parecían estar acolchadas, el inmenso cinturón de placas pélvicas y la lisa superficie de su pecho.

—¿Temes que me escape? —retumbó la voz de Xoxarle.

Aviger se encogió de hombros y sus dedos apretaron el arma con un poco más de fuerza.

—¿Qué me importa eso? —dijo—. Yo también soy un prisionero. Ese loco nos tiene atrapados a todos aquí abajo. Lo único que quiero es salir de aquí. Ésta no es mi guerra.