—Yalson, aun suponiendo que decidiera volver acompañado no te llevaría conmigo, ¿entiendes?
Le sonrió. Yalson frunció el ceño.
—¿Por qué no? —le preguntó.
—Porque te necesito en la nave para que te asegures de que nuestra amiga Balveda y nuestro líder de sección se comportan como es debido.
Yalson entrecerró los ojos.
—Espero que ésa sea la única razón —gruñó.
La sonrisa de Horza se hizo un poco más ancha, como si quisiera añadir algo más pero tuviera razones que se lo impedían.
Balveda se había sentado en el borde de uno de aquellos asientos demasiado grandes balanceando las piernas y seguía preguntándose qué estaría ocurriendo entre el Cambiante y la mujer morena con la piel cubierta de vello. Creía haber detectado un cambio en su relación, un cambio especialmente visible en Horza y su forma de tratar a Yalson. La relación había adquirido un elemento nuevo; algo que antes no estaba allí y que influía en cómo Horza reaccionaba a la presencia de Yalson, pero Balveda no sabía cuál podía ser. Era muy interesante, pero no la ayudaba en nada y, de todas formas, tenía sus propios problemas. Balveda conocía muy bien sus debilidades, y una de ellas había empezado a inquietarla.
Estaba empezando a tener la sensación de que formaba parte de aquel equipo. Mientras observaba como Horza y Yalson discutían sobre quién debía acompañar al Cambiante si volvía al Sistema de Mando después de haber viajado hasta la Turbulencia en cielo despejado, no pudo evitar el sonreírse. Aquella mujer decidida y práctica le caía bien aunque el aprecio no fuese mutuo, y no lograba que Horza le pareciese tan implacable como debería.
Y todo eso era culpa de la Cultura. La Cultura se consideraba demasiado civilizada y sofisticada para odiar a sus enemigos. Lo que hacía era intentar comprenderles y comprender sus motivos para poder superarles en ingenio, con lo que cuando les venciera estaría en condiciones de tratarles de tal forma que nunca más volverían a ser enemigos. La idea era magnífica siempre que pudieras mantenerte a cierta distancia del enemigo, pero cuando habías pasado cierto tiempo con tus oponentes aquel tipo de empatía podía acabar volviéndose en tu contra. Esa compasión movilizada debía ir acompañada por una especie de agresión distante y muy poco humana, y Balveda sentía que la estaba perdiendo.
Pensó que quizá se sentía demasiado segura. Quizá fuese porque ahora ya no había ninguna amenaza significativa a la que enfrentarse. La batalla por el dominio del Sistema de Mando había terminado; la búsqueda estaba perdiendo su impulso inicial, y la tensión de los últimos días se iba esfumando.
Xoxarle trabajó lo más deprisa posible. El delgado haz del láser puesto a mínima potencia zumbó sobre cada cable haciendo que las fibras pasaran del rojo al amarillo y al blanco, momento en el que le bastaba con tirar para que se rompieran con un leve chasquido. El viejo que yacía a los pies del idirano se removía de vez en cuando y gemía débilmente.
La débil brisa se había vuelto bastante fuerte. El polvo se agitaba debajo del tren y empezaba a remolinear alrededor de los pies de Xoxarle. Colocó el láser sobre otro haz de cables. Ya sólo quedaban unos cuantos. Volvió la cabeza hacia el morro del tren. Seguía sin haber rastro de los humanos o de la máquina. Giró la cabeza hacia el otro lado, miró por encima de su hombro hacia el último vagón del tren y la boca del túnel por la que brotaban las ráfagas de viento. No pudo ver ninguna luz, y seguía sin oír ningún ruido. La corriente de aire hizo que su ojo experimentara una sensación de frío.
Volvió a su posición anterior y colocó el cañón del láser sobre otro cable. La brisa se apoderó de las chispas y las dispersó sobre el suelo de la estación y la espalda del traje de Aviger.
«Típico. Como de costumbre, tengo que cargar con todo el trabajo…», pensó Unaha-Closp. Sacó otro manojo de cables del conducto. El tramo de conducto que tenía detrás estaba empezando a llenarse de alambres y trozos de cable cortado, obstruyendo el camino que la unidad había seguido para llegar hasta la cañería en la que estaba trabajando ahora.
Se encuentra debajo de mí. Puedo sentir su presencia. Oigo los ruidos. No sé qué está haciendo, pero puedo sentir su presencia, la oigo.
Y hay algo más…, otro ruido…
El tren era un proyectil articulado inmensamente largo que se movía por el cañón de un arma gigantesca; un grito metálico perdido en una garganta colosal. Avanzaba por el túnel como un pistón en la mayor máquina jamás construida, doblando las curvas y lanzándose por los tramos rectos, inundando el camino que tenía ante él durante un segúndo con sus luces y empujando una masa de aire que se extendía a lo largo de kilómetros enteros por delante de su morro como si fuese la voz con que rugía y aullaba.
El polvo se alzaba de la plataforma y formaba nubes en el aire. Un recipiente vacío rodó por la plancha donde Aviger había estado sentado y cayó al suelo. Siguió rodando por la plataforma hacia el morro del tren y chocó un par de veces con la pared. Xoxarle lo vio. El viento tiraba de su cuerpo. El último cable metálico se rompió. Logró liberarse primero una pierna y luego otra. Su otro brazo ya estaba libre, y los restos de cable cayeron al suelo.
Una lámina de plástico se deslizó sobre la plancha del equipo como si fuera un gran pájaro negro de cuerpo achatado y acabó cayendo a la plataforma. Después empezó a moverse sobre el suelo como si quisiera perseguir al recipiente vacío, que ya había recorrido media estación. Xoxarle se agachó, cogió a Aviger por la cintura y echó a correr por la plataforma sosteniendo sin ninguna dificultad el cuerpo del humano en un brazo y el láser en el otro. Iba hacia la pared que había junto a la entrada del túnel, allí donde el viento gemía al dejar atrás la curvatura que formaba la parte trasera del tren.
—…o dejarlos encerrarlos aquí. Sabes que podemos hacerlo —dijo Yalson.
«Estamos cerca —pensó Horza, asintiendo distraídamente mientras Yalson seguía hablando y le explicaba por qué necesitaba tenerla allí para buscar la Mente, pero en realidad no la escuchaba—. Estamos cerca; estoy seguro, puedo sentirlo; falta muy poco para que la encontremos. No sé muy bien cómo, pero nos las hemos arreglado…, no, me las he arreglado para llegar hasta aquí. Pero aún no se ha acabado, y bastará con un error minúsculo, un descuido, una sola equivocación, sí, bastará con eso y se acabó: el fracaso, la gran cagada, la muerte. Hasta ahora hemos logrado seguir adelante pese a los errores, pero es tan fácil dar un pequeño paso en falso, pasar por alto algún detalle en la masa de datos, y una vez que lo has hecho ese detalle se acerca sigilosamente cuando te has olvidado de él, cuando le das la espalda, y acaba contigo.» El secreto era pensar en todo o —porque quizá la Cultura estuviera en lo cierto y sólo una máquina fuese capaz de ello—, seguir en sintonía con lo que iba ocurriendo de tal forma que pensaras automáticamente en todas las cosas importantes y potencialmente importantes e ignorases el resto.
Y, sorprendido, Horza comprendió que su obesión particular de no cometer jamás ningún error y pensar siempre en todo era bastante similar al anhelo fetichista que tanto despreciaba en la Cultura, a esa necesidad de que todo fuera justo e igual y de conseguir una existencia donde no hubiera sitio para el azar. La ironía le hizo sonreír y sus ojos fueron hacia Balveda, quien seguía sentada observando como Wubslin experimentaba con los controles.